1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
HISTORIA
Y FICCIÓN
III.
LA AUSENCIA DEL PADRE (1)
Esta afirmación, que
puede parecer insólita a primera vista, no carece sin embargo de fundamento. Un
cuidadoso examen de la obra onettiana revelará enseguida que la amargura provocada
por la Historia va acompañada por un sentimiento de soledad individual y de
vacío afectivo cuya raíz debe buscarse en la erosión y hasta en la inexistencia
de las estructuras familiares. Esto puede comprobarse a través de pasajes
sacados tanto de los cuentos juveniles como de las obras de madurez. Porque ya
desde 1932, el universo narrativo de Juan Carlos Onetti ofrece una visión
bastante ambigua del medio familiar. Presente en numerosos textos, la familia constituye
de buenas a primeras una referencia inevitable que no podrán ignorar ni Raucho,
ni Eladio Linacero o Jason, ni aun los mismos Jorge Malabia y Larsen. Todos
admitirán -de mal grado a veces- su función privilegiada. Pero los diversos
integrantes de la familia no aparecerán investidos por el mismo status. Las
mujeres, en particular, ocupan un sitio aparte, reconociéndoseles una identidad
específica no desprovista de aspectos positivos.
Raucho, por ejemplo, al
evocar a su familia, les otorga una atención especial, benévola y tierna, tanto
a su madre como a su hermana mayor, confidente de sus primeras emociones y
prolongación has cierto punto de la imagen materna:
-Vos no te masturbás, ya…
-Decí la santísima, es
mejor. No, no puedo.
-¿Y el señor?
-Yo sí. Y no por eso; no
por gozar.
-Entiendo. Lo hacés por
perfeccionamiento del alma. Seguí contando que yo miro al hermanito sol y la
hermanita nube. ¿Leíste San Francisco?
-Un día se lo dije a mi
hermana.
-Linda, Clara.
-Linda. Hubo un tiempo en
que jugábamos y era de veras mi hermana.
Calló un momento,
sabiendo que hablar era como desnudarse para ojos chispeantes y maliciosos; que
iba a estar luego rabioso y arrepentido, odiando a Lorenzo por haber escuchado (51)
La imagen de la madre
atravesará con constancia toda la obra de Juan Carlos Onetti, impregnándola de
una emoción contenida. En una novela como Tierra de nadie, por ejemplo,
donde sólo parecen importar las amistades entre los miembros de la “barra”,
Aránzuru, el desarraigado, el errante, revive su infancia percibiéndola como un
extraño cuadro conmovedoramente inmóvil:
Quería pensar en ella,
allí, apoyada contra su cabeza. Pero siempre se escapaba hacia el tiempo de la
infancia.
-¿Cómo somos?
-No sé… Antes, cuando
estábamos en el campo y veníamos a verte… El recuerdo es de allí, de entonces,
cuando estaba lejos tuyo. Te recordaba como a algo, no persona, un ser
fantástico. El pelo rubio, un traje de seda negro, los brazos blancos. Todo eso
estaba en un lugar de árboles enanos. Es posible que se trate de un sueño que
me quedó. Lo curioso es que yo no tenía amor, la forma corriente de amor de un
chico por su madre. Te admiraba, mejor; y con un poco de miedo. No mucho. -Eso
es maravilloso -Se inclinó para besarlo. -Y hay mucho de retrato mío en todo
eso, ¿eh? -Sí, es posible. También yo lo veía como un cuadro, aunque no sé si
estaba inmóvil. Ella se levantó con lentitud sonriendo, con una expresión
adormecida y feliz (52).
En la última novela de
Juan Carlos Onetti, resurge de modo ejemplar ocupando significativamente la
infancia imaginaria que el ex-comisario recrea para su presunto hijo.
Esta aparece dominada por
la presencia de una madre afectuosa y tímida:
Después, la complicidad
más frívola, en desobediencias que la mujer sonriente disimulaba o sugería: las
golosinas, las siestas, las horas perdidas en el gallinero y la conejera, los
trajes de terciopelo y encajes cosidos en secreto, usados fugazmente en
soledad. Las risas y los besos asfixiantes, la belleza opresiva y protectora de
la mujer: su aliada, su felicidad.
Después -aunque quizá él
no lo haya sabido nunca-, el combate iniciado cuando estaban por gastarse seis
años de los veinte. Las trampas y la lucha franca para evitar que el hombre
callado y de barba canosa cargara un día al niño en el charret o en el camión
recién comprado, con los indispensables detalles que completarían el espanto de
la separación: una valija flamante, una canasta con fruta, un par de gallinas
con las patas atadas -para remontar sin apuro el camino a Santa María, cruzar
sin detenciones ni curiosidad el pueblo que iba pariendo por entonces una casa
por día, y entregar todo al fin de la tarde, luego de cuatro o seis horas de
viaje, al superior del colegio de jesuitas de Colón (53)
En la mayor parte de los
textos la madre asumirá, en efecto, una función globalmente equilibrante. Sólo
en contados casos podrá encontrársela desempeñando un papel totalmente negativo.
Y a veces será presentada como una criatura desprotegida y débil, sin recursos
para enfrentar la adversa inestabilidad masculina, como en Tan triste como
ella, donde la madre y el niño forman una lastimosa pareja:
Por la tarde, luego del
rito con las espinas y las perezosas líneas de sangre en las manos, la mujer
aprendió a silbar con los pájaros y supo que Mendel había desaparecido junto
con el hombre flaco. Era posible que nunca hubieran existido. Quedaba el niño en
la planta alta y de nada le servía para atenuar su soledad. Nunca había estado
con Mendel, nunca lo había conocido ni le había visto el cuerpo corto y musculoso,
nunca supo de su tesonera voluntad masculina, de su risa fácil, de su
despreocupada compenetración con la dicha. El tajo de la frente goteaba ahora
con lentitud a lo largo de la nariz.
Lloró el niño y tuvo que
subir. (54)
Notas
(51) Los niños en el
bosque, en Tiempo de abrazar, p. 124.
(52) Tierra de nadie,
LVII, pp. 174-175.
(53) Dejemos hablar al
viento, 2ª parte, Cap. XXXIV, p. 219.
(54) Tan triste como ella, en Tres novelas, p. 67.
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