por Virginia Moratiel
Una de las cosas que más sorprende y a la vez alarma al profundizar en el pasado es hasta qué punto el relato oficial oculta los datos y finge ignorar los textos que ponen al descubierto el lado oscuro de lo que el historiador pretende justificar. Por ejemplo, Voltaire, el ilustrado a quien se reconoce como máximo defensor de la tolerancia y paladín de la libertad tanto política como religiosa, es en realidad un defensor de la esclavitud, que no cuestiona el contenido de tan aberrante institución sino sólo su forma y se limita a exigir a los amos un trato más amable con los sometidos. Así, en su Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, publicado en 1756, presenta este hipócrita argumento, habitual en el discurso de la burguesía de los países esclavistas de entonces, con el que pretende disimular el papel determinante de Europa en la trata de personas mediante una narrativa de la libertad basada en la total vulneración de los derechos fundamentales, porque prima el dinero ante todos los otros valores y hace del comercio el principal agente que contribuye a la emancipación y la felicidad:
No compramos esclavos domésticos más
que donde los negros y se nos reprocha este comercio. Un pueblo que trafica sus
hijos es aún más condenable que el comprador. Este negocio demuestra nuestra
superioridad; lo que nos da una maestría para tenerlos.
Lo cierto es que el capitalismo primitivo, previo a la aparición de las
máquinas, funcionó gracias a la mano de obra gratuita de los esclavos, quienes constituían un mero instrumento de trabajo
en las minas o plantaciones y, a la vez, eran una mercancía, ya que
solían subastarse en el mercado. Aprovechando su ventaja tecnológica, los
europeos provocaron la diáspora africana al embarcar a miles de negros rumbo a
las colonias de América. La diferencia étnica les
permitía legitimar la explotación mediante la atribución de inhumanidad a los
pueblos extranjeros avasallados.
En el último cuarto del siglo XVIII, la filosofía comenzó a reflexionar y a discutir en torno a las razas humanas, siendo Kant el primero que construyó una teoría acerca de ellas, elaborada a lo largo de más de veinte años de docencia, sobre todo, en geografía física y antropología, que en gran parte compendió en su libro Antropología desde un punto de vista pragmático. Para él, la especie humana tiene un origen común que la preparó para vivir en todos los climas y hábitats. Su unidad se funda en una única fuerza productiva, canalizada a través de varias estirpes, que transmiten sus diferencias y disposiciones naturales mediante gérmenes. Por último, los factores ambientales y la alimentación decantan estas condiciones y confluyen en cuatro razas que se distinguen por el color de la piel. Pese al carácter igualitario de su ética y la naturaleza abstracta de su teoría de las razas, Kant no puede evitar el eurocentrismo y discrimina especialmente a los negros, a quienes considera inferiores intelectualmente, más feos y malvados. Ni siquiera Herder, que defiende la aportación original de cada pueblo en la historia, tiene muy claro el sitio de esta raza y confunde a los pigmeos con monos.
No es de extrañar entonces que en este contexto de colonialismo, racista y patriarcal, pasara desapercibida la figura de la primera poetisa afroamericana, Phillis Wheatley (1753-1784), quien alcanzó cierta fama durante la revolución estadounidense, pero terminó prácticamente sepultada en el olvido por ser mujer negra y, para colmo, esclava. Su nombre es el fiel reflejo de la pérdida de identidad y del estado de cosificación que acompañan a la esclavitud. Phillis se llamaba el barco en el que llegó a Boston probablemente desde el actual Senegal, donde fue capturada cuando tenía unos ocho años. Wheatley, el apellido del rico comerciante que la encontró desnuda en el mercado, asustada entre toqueteos y frases incomprensibles que publicitaban su venta, y quien terminó comprándola para incorporarla en el servicio doméstico de su casa.
La pequeña esclava, convertida al cristianismo de la iglesia congregacionalista del viejo sur, enseguida impresionó a los amos con sus dotes intelectuales y pronto convivió con ellos como un miembro más de la familia, recibiendo una esmerada educación. Los propios hijos de Wheatley le enseñaron inglés, lectura y escritura. Y no habían pasado dos años cuando ya leía los pasajes más difíciles de la Biblia, las obras de griegos y latinos e, influenciada por los clásicos ingleses como Milton, Pope y Gray, comenzó a escribir poemas de rima pareada con una cierta grandilocuencia neoclásica, que dio a conocer en reuniones sociales, donde se ganó la admiración de las amistades de sus amos. Estudió de manera autodidacta teología, geografía e historia y publicó sus primeros versos, dedicados a la Universidad de Cambridge, en el periódico Newport Mercury a la edad de catorce años.
Dada la situación de dependencia
absoluta de sus benefactores, los poemas de Wheatley transmiten la ideología y
los intereses de aquéllos. Por eso, en su mayoría giran en torno a temas
cristianos, alaban el mecenazgo (aunque sea por referencia a la antigua Roma) o
están dedicados a personajes relevantes de la sociedad bostoniana. Sin embargo,
entrelíneas se filtran su visión de la esclavitud y el ansia de alcanzar la
libertad e igualdad, matizada por su gratitud ante las revelaciones de la nueva
religión. A veces es más explícita, por ejemplo, en una carta enviada al
reverendo Samson Occom, compara a los hebreos sojuzgados por el faraón con los
africanos sometidos por “modernos egipcios” o —como ocurre en “Sobre el ser
traída desde África a América”— aparece el desafío ante la injusticia de la
discriminación racial:
Fue la Gracia la que me trajo desde mi tierra pagana,
Le enseñó a mi ignorante alma a entender
Que hay un Dios, que hay un Salvador también:
Antes no había buscado ni conocía la redención.
Algunos ven a nuestra oscura raza con ojo desdeñoso.
“Su color es una marca diabólica”.
Recordad, cristianos, negros, negros como Caín,
Podrán ser refinados y unirse al angélico tren.
Otras veces, se limita a elogiar
—igual que lo haría un poeta romántico— el poder de la imaginación, capaz de soltar las cadenas
del espíritu y dejarlo volar hacia lo infinito:
¡Imaginación! ¿Quién podría cantar tu fuerza?
¿Y quién describiría la rapidez de tu carrera?
Elevándonos por el aire para encontrar la radiante morada,
el empíreo palacio del tronante Dios,
sobre tus alas aventajamos al viento,
y dejamos atrás el rodante universo.
De estrella a estrella la óptica mental vaga,
mide los cielos y recorre los reinos superiores;
allí en una visión abarcamos el magnífico todo,
o con nuevos mundos asombramos al alma ilimitada.
La incredulidad de los blancos frente
a su poesía hizo que tuviera que enfrentarse ante un tribunal
de supuestos doctos para demostrar que era autora de su obra,
parafraseando públicamente un salmo en versos o recitando textos de Virgilio y
de Milton, lo cual recuerda al caso de la poetisa mexicana sor Juana Inés de
la Cruz, quien fue examinada un siglo antes porque resultaba inconcebible tanta
sabiduría en una mujer. De ahí que sus Poemas sobre varios asuntos
religiosos y morales, editados en Inglaterra en 1773, estén
precedidos por una declaración de pertenencia otorgada por ese mismo tribunal.
En su viaje a Gran Bretaña, realizado en compañía del hijo de su amo, no sólo
conoció a Benjamin Franklin o al
abolicionista Granville Sharp y logró
interesar a la evangélica condesa de Huntingdon junto al conde de Darmouth para
que financiaran la publicación de su obra, sino que también departió con el
alcalde de Londres. No obstante, Thomas Jefferson siguió
dudando de que ella escribiese ese libro, porque —según afirma en sus Notas sobre el Estado de Virginia— “entre los negros
sólo hay miseria —Dios lo sabe—, pero no poesía”, además de que “en la
imaginación son aburridos, sin gusto y anómalos”. En 1778 el poeta
afroamericano Jupiter Hammon le dedicó una
oda, si bien hay que reconocer que el movimiento abolicionista recuperó por
encima de todo su significación histórica, pero en cambio no dio importancia a
la calidad literaria de su obra.
Muy distinta fue la apreciación del general George Washington, más preocupado que Jefferson por la cuestión de la esclavitud, quien reconoció su “genio poético” e invitó a Wheatley a visitarlo a su cuartel general en Cambridge (Massachusetts), después de haber leído su poema titulado “A su Excelencia el General Washington”, cuya copia ella le había enviado. Se reunieron en una época todavía incierta para quien llegaría a ser el primer presidente de Estados Unidos, pues entonces faltaban siete años para terminar la guerra y declarar la independencia. No obstante, la poetisa le mostró su irrestricta admiración, siendo la auténtica iniciadora de su leyenda como “padre del país”:
En deslumbrante formación buscan los trabajos de la
guerra
y alto en el aire ondea la insignia orgullosa.
¿Debiera yo ante Washington su alabanza recitar?
Lleno estás de sabiduría en el campo de batalla.
A ti, el primer lugar en paz y honores,
reclamamos.
La gracia y gloria para tu banda marcial.
Afamado por tu valor y más por tus virtudes.
¡Desde aquí toda lengua implora tu ayuda guardiana! […]
Procede, Gran Jefe, con la virtud de tu lado.
Y que cada acción tuya la diosa guíe.
Una corona, una mansión y un trono que brillan
de oro inmaterial, Washington, son tuyos.
En el poema, Wheatley revela su entusiasmo ante la lucha por la libertad que
precede el nacimiento de un nuevo y más justo sistema de gobierno: la
república. Señala el sufrimiento que esto provoca en los implicados y a la vez
destaca el valeroso ejemplo que representan para otras naciones, augurando de
algún modo el efecto que produciría en Francia, donde poco después tuvo lugar
la primera revolución que derrocó la monarquía absoluta en Europa:
¡Coro celestial! Entronizado en reinos de luz
sobre escenas de fatigas gloriosas de Columbia escribo.
Cuando la causa de la libertad su seno ansioso agita,
se ilumina horriblemente en armas refulgentes.
Mira cómo llora la madre tierra el destino de su descendencia.
¡Y las naciones presencian hechos hasta ahora desconocidos!
Mira los brillantes rayos del cielo girar luminosos
¡envueltos en sufrimiento y en el velo de la noche!
La diosa llega, moviéndose dignamente.
Ramos de olivo y laurel adornan su dorado cabello;
por doquier brilla esta nativa de los cielos,
incontables encantos y nuevas gracias levantando.
Lo más bello y emblemático de este
poema es la sobrecogedora figura de la diosa Columbia que,
harta de oír el lamento de los esclavizados, avanza llena de ira en medio de
una noche de tormenta, atravesando con furia el viento para proteger a sus
hijos, entre los que, sin duda, se encuentran los negros, porque —como dice
Wheatley—:
¡El cielo de la tierra de la libertad
defendió a la raza!
Francisco de Miranda, el prócer de la independencia hispanoamericana y gran simpatizante de la revolución estadounidense, quedó tan impresionado con la estampa de la diosa que tomó el término “Columbia” —acuñado por la poetisa a partir de la derivación del apellido del descubridor de América— para dar el apelativo de “continente colombiano” o “Gran Colombia” a lo que hoy llamamos Latinoamérica. Como es obvio, el nombre quedó sólo para referirse al país que lo ostenta actualmente, que, si bien tiene un porcentaje elevado de población negra, no recuerda para nada a Wheatley. Pero, pese a quien pese, aún quedan muchos rastros que permiten seguir este proceso de desapropiación o —mejor dicho— de reapropiación. De hecho, Miranda creó el derivado griego “Colombeia”, con el cual bautizó al archivo que contiene sus papeles y documentos relativos a las gestas independentistas. Por fin, la palabra quedó ligada de modo indefectible a Washington y no precisamente debido al poema, sino gracias a una sigla, asumiendo el colmo de la volatilización. De este manera, se mantiene como una misteriosa C en el nombre de la capital de Estados Unidos, donde “D.C.” significa Distrito Columbia. Sin embargo, parece que el relato oficial norteamericano no quedó satisfecho con ignorar el origen de la primera personificación de su nación por una mujer y la sustituyó con una representación patriótica masculina, decididamente autoritaria y patriarcal, como es la del Tío Sam, aparecida en 1812 y aprobada por el Congreso como símbolo oficial del país en 1989. Tampoco la poetisa real tuvo más suerte que su diosa imaginaria. Tras el rotundo éxito que la llevó a Inglaterra y le permitió publicar su poemario, Phillis volvió a Boston y alcanzó la condición de emancipada. Poco tiempo después, muertos sus dos antiguos amos, se casó con un negro libre y verdulero, llamado John Peters, quien la abandonó. Continuó escribiendo, aunque publicó pocos poemas nuevos después de su matrimonio. Al final de su vida, tuvo que trabajar como no lo había hecho durante toda su etapa de esclavitud, haciendo de sirvienta en una pensión. Murió en la pobreza con treinta y un años.
(El vuelo de la lechuza / 4-1-2021)
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