por Guillermo Abril
En persona, Robert
Zemeckis no desprende ningún glamur. Su corpachón recuerda al de un oso afable.
Resulta alto y robusto. De rostro cuadrado y escaso de pelo, si se dedicara a
la interpretación, perfectamente podría meterse en la piel de un fontanero, un
matón en horas bajas o un general de Estados Unidos –el típico que informa al
presidente de la invasión alienígena–. No hay nada en él que le haga parecer un
director oscarizado de Hollywood, salvo quizá su dentadura de un blanco
fosforescente; y una camisa vaporosa de manga corta, muy estilo Los Ángeles,
con el dibujo de una avioneta en la espalda. Bajo las alas se lee: “La cabeza
en las nubes”. Zemeckis, al parecer, es un piloto consumado. Vuela “para no
pensar”, según dirá en la entrevista. Pero ahora mismo lo que tiene enredado en
la cabeza, en el pelo para ser precisos, es un papelito de plástico. Lleva con
él todo el encuentro. Probablemente toda la mañana: son cerca de las 14.30
cuando se da cuenta la fotógrafa, a punto de disparar su cámara:
–Señor Zemeckis,
tiene usted…
–¿Qué? ¡Quítemelo!
–Ahí, en la cabeza…
–¡Oh! ¿Cómo ha
llegado esto aquí? ¿No es gracioso…? ¿Sabe de dónde viene? De mi bote de
champú.
Lo dicho: Zemeckis no
posee ningún glamur. Quizá nunca lo tuviera. Ha forjado iconos del cine popular
americano como Regreso al futuro y Forrest Gump. Pero su pose, su
aura, su discurso, todo en él, recuerda más a un técnico campechano que a un
“visionario director”, por citar la típica frase de tráiler. “Solo pido una
cosa”, añade antes de ser retratado. “No me hagáis parecer gordo. Ni calvo. Ni
viejo”.
La entrevista, en la suite de un
hotel de cinco estrellas en el paseo de Gracia de Barcelona, comienza con
puntualidad escandinava. Zemeckis hunde su cuerpo en un sofá de cuero color
crema. Eleva la mirada, apaga el ipad y lo posa
en una mesita. Tiende la mano, lleva gafas de metal de otra década –digamos,
las de general estadounidense en los ochenta– y sonríe con sus dientes
luminiscentes. Hasta ese momento (aún es verano), lo que se sabe es que se
encuentra de paso por España para presentar en el festival Cine Europe, ante exhibidores
europeos, su última película, El desafío. Una cita
cerrada, privada, estrictamente de negocio: se trata de que los dueños de los
cines compren los derechos de proyección de su criatura. Hoy se sabe más: la
cinta, a pesar de haber recibido críticas razonables, ha pasado sin pena ni
gloria por la taquilla estadounidense. O quizá resulte más correcto con más pena
que gloria. La cinta llega a los cines de España el día de Navidad. Pero en su
tierra ha sido uno de los peores lanzamientos de una película con pretensiones
–estrenada en más de 2.500 salas–, según la web especializada Box Office Mojo.
En el hotel, frente a
Zemeckis, nadie podía preverlo. Al contrario, parecía destinado a convertirse
en el largometraje que iba a devolverlo al lugar que abandonó, pongamos,
con Náufrago, aquella en la que Tom Hanks sobrevivía en una
isla desierta tras un accidente aéreo. Fue la tercera con mayor recaudación del
año 2000 en el mundo: casi 430 millones de dólares de la época. Una combinación
de efectos especiales –el agónico accidente de avión– y odisea personal –la del
náufrago– que suelen constituir los dos sellos de identidad de este realizador.
Desde entonces no ha vuelto a acercarse al Olimpo de la taquilla; ya hace 20
años que logró el Oscar a mejor dirección y a mejor película por Forrest Gump. Y 30 desde que estrenó Regreso
al futuro.
Después de Náufrago, Zemeckis se embarcó en proyectos de animación
digital durante la primera década del siglo XXI. Fue uno de los primeros en
abrazar una técnica llamada performance capture (captura de interpretación): en lugar de
filmar a actores, les colocaban sensores por todo el cuerpo, decenas de ellos
en la cara; se trataba la información con ayuda de potentes procesadores y a
partir de ahí era posible recrear un universo gestual en escenarios
imaginarios, en 3D, también creados por ordenador. La primera de sus
incursiones fue Polar Express (2004), un
relato navideño en el que Tom Hanks, digitalizado, se metía en la piel de una
decena de personajes. En un artículo de The New York Times de
la época se afirmaba: “Podría marcar un punto y aparte en la transición del
mundo analógico al digital […] una película que trae una verdadera presencia
humana al mundo virtual digitalizando actores de carne y hueso y también los
mundos que habitan”. Zemeckis, en la pieza, lo comparaba con la evolución en la
música: “Tenemos equipos de sonido digital sofisticados que pueden crear
cualquier sonido, manipular una nota, sostenerla, cortarla, cambiarla”. Lo
mismo comenzaba a suceder en el cine. Pero no funcionó como se esperaba. Volvió
a intentarlo con Beowulf (2007) y Cuento de Navidad (2009). Otros
dos pinchazos. Su última aventura enteramente digital la corrió como productor
de Marte necesita madres (2011), en la que unió sus
fuerzas con Disney. El realizador, desatado, la llamó “la película de captura
de interpretación digital en 3D más avanzada hasta la fecha”. Fue uno de los
desastres más sonados de Disney. De inmediato, la compañía de Mickey Mouse
canceló su contrato con los estudios digitales de Zemeckis (Image Movers) y
este se vio obligado a echar a 400 empleados a la calle. “Fue su peor momento
profesional”, contó a LA Times Jack
Rapke, uno de sus socios. “Recuerdo a Bob decir: ‘¿Se ha acabado? ¿Merece la
pena seguir sufriendo?”.
Hoy, sin embargo, la
técnica se encuentra por todas partes: en los monos de El planeta de los simios; en la tierra de los na’vi
de Avatar; en el Tintín de Steven
Spielberg. Cuenta con actores especializados como Andy Serkis (Gollum en El señor de los anillos). Y hay quien regresa a los
“clásicos” de Zemeckis como el que revisita las primeras películas con sonido:
a sus muñecos virtuales les falta alma, sus ojos parecen de madera, pero en
ellos se encuentran los fundamentos de un nuevo medio.
En 2012, el director
regresó al cine de humanos y estrenó El vuelo, con Denzel
Washington como protagonista. Una película de presupuesto humilde, con
resultados notables de recaudación y que logró dos nominaciones a los Oscar,
incluida la interpretación (real) de Washington. Pareció recuperar su toque.
Pero también se hizo evidente que quizá el paréntesis le hubiera pasado
factura. Zemeckis tiene hoy 64 años. Y cuando se le pregunta si ya hace tiempo
que dio su gran golpe cinematográfico,
responde: “Me estoy haciendo mayor y espero no estar siendo arrogante [al
seguir haciendo películas]. Quizá me vuelva irrelevante, no lo sé. Otros lo
dirán. Es algo que no puedo desentrañar por mí mismo”.
La pregunta sobre el golpe tiene cierto sentido. El desafío, rodada de nuevo con
actores reales, se inspira en la historia de Philippe Petit, el funambulista
francés que tendió una mañana de 1974 un cable de acero entre las Torres
Gemelas y se jugó la vida a 415 metros de altura. Caminó sobre el alambre, de
un edificio a otro, durante tres cuartos de hora, hasta ser detenido por la
policía. Petit tenía entonces 24 años. Y ya era consciente de que resultaría
imposible igualar su hazaña. Viviría el resto de los días a su sombra. “¿Qué
puedes hacer después?”, se pregunta en una escena. Al cruce entre las Torres,
en la película, lo llaman “le grand coup”. El gran golpe. “Él se jugaba la vida
por el arte”, prosigue Zemeckis. “Yo busco historias que supongan un reto.
Hacer algo que no se ha hecho antes. Es como caminar sobre el alambre.
¿Funcionará? Es arriesgado. Aterrador”.
En la crítica de la
edición estadounidense de Rolling Stone, El desafío recibió tres de cuatro estrellas y
algún que otro palo: “Espérate lo peor de la primera mitad, la parte antes de
que el artista del alambre Philippe Petit (Joseph Gordon-Levitt) aterrice en
Nueva York y coloque un cable entre las Torres […]. Pero luego, oh, nena, esta
película sí que vuela”. La última media hora resulta vertiginosa. Recrea casi
minuto a minuto la hazaña de Petit, su danza en las alturas, su paseo por las
nubes. La cámara sube y baja, rota en todas direcciones, flota junto al
funambulista, entre las gaviotas de Manhattan y las calles de la ciudad. Parece
casi un ensayo cinematográfico sobre las posibilidades visuales del nuevo
mundo. Tras la première en 3D en el Festival
de Cine de Nueva York, la CBS informó de algunos espectadores que salieron del
revés, e incluso vomitaron en los baños del cine, debido a su realismo.
El realizador asegura
que no ha perdido el tiempo estos años: “Todo lo que he aprendido técnicamente
en mi carrera está combinado en esta película. Por supuesto, hay performance capture en ella. Ya está por todas
partes. Fui el primer cineasta en emplearla, y el primero en usar 3D. Y han
sido herramientas útiles para El desafío”. Concede
que sus experimentos digitales quizá llegaron demasiado pronto. Y añade:
“Ahora, todo el mundo está aterrado con el actor virtual. Y se encuentra a la
vuelta de la esquina. Va a suceder. Está en El desafío y ni
siquiera te das cuenta. No es importante ya. Es solo otra herramienta para el
director”.
Steve Starkey, productor de todas sus películas desde ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1989), aquella
fantasía en la que convivían dibus y
personas en el mundo real, describe así al realizador: “A su lado descubrí que
no solo era un gran contador de historias, sino un genio de la técnica cinematográfica.
Yo ya había trabajado en dos guerras de las galaxias,
tenía experiencia en ese tipo de creación en la que uno se adentra en terrenos
inexplorados, generando nuevas imágenes para el cine. Él tiene esa habilidad
para atravesar las fronteras del lenguaje visual”.
De El desafío, Starkey destaca la recreación de los
rascacielos destruidos el 11-S. “Es una carta de amor a las Torres Gemelas”. Y
una de las primeras veces que se muestran con tanto detalle tras el atentado. A
veces, de hecho, parecen las protagonistas. Según Zemeckis, “su memoria es uno
de esos momentos seminales, no solo en América, sino en el mundo. Están en el
recuerdo de todos. Grabadas. Nunca serán borradas”. A él, el 11-S le pilló en
California. “Me estaba levantando. Sonó el teléfono, y era una amiga de mi
mujer. Dijo: ‘Tenéis que encender la televisión inmediatamente”.
De niño, cuenta poco
después, se crio en los suburbios de Chicago, al lado de donde creció
Unabomber, aquel terrorista que atemorizó a su país en los noventa. Era de
origen eslavo, como él. La conversación se adentra en los rincones oscuros de
Estados Unidos: las armas, los tiroteos, las matanzas. “Definitivamente,
tenemos algún tipo de enfermedad del alma de la que debemos ocuparnos. Algo no
funciona”, dice Zemeckis. En cualquier caso, la historia de Petit no la conoció
en el momento, sino mucho después, cuando tras el 11-S comenzó a leer sobre las
Torres Gemelas. En 1974, dice, solo tenía cabeza para el cine.
Aquel año conoció a
Steven Spielberg y el encuentro cambiaría el rumbo de su carrera. Según
Zemeckis, “todo lo mío con Steven es una sincronicidad del universo”. Como si
se tratase de esa pluma (digital) con la que comienza Forrest Gump: cae desde el cielo,
bailando a merced de las corrientes, hasta posarse en un pie del protagonista,
que la guarda en un maletín. La vida puede ser como una caja de bombones.
Zemeckis creció en una familia humilde en un barrio deprimido. “Me decían que
éramos clase media. Pero ahora sé que éramos pobres”. Su padre, de origen
lituano, trabajaba en la construcción. Y el día en que su hijo le dijo que se
largaba a una escuela de cine, respondió: “No puedo creer que vayas a unirte al
circo”. La frase aparece en El desafío en
boca del progenitor de Petit, que era militar. “Mi padre no era capaz de
entenderlo”, recuerda Zemeckis. “El mundo del cine le resultaba tan ajeno que
no sabía ni cómo denominarlo”. En su casa nunca hubo arte: ni libros, ni música,
ni teatro. Su pasión nació filmando y editando encuentros familiares con una
cámara doméstica. Y viendo mucha tele: la primera vez que oyó hablar de una
escuela de cine, la de la Universidad de California del Sur, fue en el show de
Jimmy Carson. Se lanzó a por ella. Pensaba que podría convertirse en un
técnico, quizá en operador de cámara. El listón comenzó a elevarse cuando
aterrizó en el campus. En sus aulas se había graduado George Lucas e impartido
lecciones Alfred Hitchcock, y un día de 1974 anunciaron la visita de un
director veinteañero. Spielberg. Primero proyectaron El diablo sobre ruedas. “La vi y pensé:
‘Esto es asombroso’. Y luego entró caminando en el aula este crío y exhibió su
nueva cinta: Loca evasión. Inmediatamente se
convirtió en mi héroe”. Al final de la clase, se acercó y le pidió a la joven
promesa si podía ver un cortometraje que había dirigido como estudiante.
En 1978, Spielberg se
convertiría en el productor ejecutivo de su primer largo, Locos por ellos. Y dos años después, del segundo, Frenos rotos, coches locos (1980). Hasta
dirigió 1941 (1979), sobre un guion escrito por Zemeckis y
Bob Gale, su compañero de fatigas en aquella etapa. Principios de los ochenta.
Más o menos entonces, ambos habían comenzado a imaginar viajes en el tiempo a
bordo de un coche marca DeLorean. Regreso al futuro se
estrenó en 1985. Coescrita y dirigida por Zemeckis, producida por Spielberg.
Arrasó en los cines. Y catapultó a su realizador, inaugurando lo que podría
llamarse su década prodigiosa. Diez años, seis películas, 11
oscars, cuatro de ellos a los mejores efectos visuales. Y nunca sabes qué
bombón te va a tocar: en 1995, cuando recibió la estatuilla a mejor dirección
por Forrest Gump –su “gran golpe”, a los 44 años–, el
universo quiso que la recogiera de manos de su mentor. Como era tradición, el
galardón lo entregaba el ganador del año anterior: fue Spielberg, con La lista de Schindler.
Este año se han
cumplido tres décadas del estreno de Regreso al futuro.
El 12 de octubre de 2015 fue además la fecha a la que Marty McFly y Doc Brown
viajaron en la secuela: un mundo en el que los automóviles y los patinetes
volaban, se llevaban robocordones en el calzado y los bolsillos de los vaqueros
por fuera. Con la excusa, el Museo
de Arte Moderno de Nueva York (MOMA) organizó en otoño una
retrospectiva de la obra de Zemeckis. El crítico de cine Dave Kehr, comisario
adjunto del departamento de cine en el museo, cuenta desde Nueva York: “Él
pertenece a una larga tradición de cineastas americanos que no ven
contradicción entre espectáculo e historia. Capaz de trabajar dentro del
sistema comercial, pero creando películas personales. Es autor de algunos de
los títulos estadounidenses más importantes de los últimos 30 años. Su trilogía
de Regreso al futuro pertenece al subconsciente del
país. Y hay frases de Forrest Gump que
la gente sigue citando, quizá erróneamente. Porque en su cine suele haber una
superficie placentera, pero si uno bucea, se vuelve duro y amargo. Forrest Gump no es solo esa cosa bonita. Sugiere
que en América el éxito depende de factores arbitrarios. Lo cual resulta
subversivo con el mito americano”. Sobre su década digital, Kehr lamenta que
Zemeckis dejara a un lado la “expresión personal”. Y cita como acierto de su
virtuosismo tecnológico la lágrima falsa que le colocó a Harrison Ford en Lo que la verdad esconde (2000). “Él
quiere el control total de la imagen. Y con sus incursiones en la técnica
de performance capture lo logró, pero a costa de
restar vida a la imagen”. El crítico y comisario disfrutó de su regreso al cine
de humanos, a “esa calidez” de El vuelo. Y de El desafío asegura: “El final es una obra maestra
de puro formalismo cinematográfico”.
Dice Zemeckis que cuando estrenó Regreso al futuro ni siquiera imaginaba que seguiría dirigiendo películas 30 años después: “Creía que a mi edad ya me habrían apartado. Soy incapaz de ver el futuro. Todo lo que predije cuando escribimos aquel guion eran bromas. Nunca le prestamos demasiada atención, jamás creímos que llegarían a significar nada. Inventamos cosas porque pensábamos que era divertido”. Quizá hubiera algo más. Una semilla. Cuando en la segunda parte Marty viaja a 2015, un tiburón digital surge de un cine con realismo pavoroso. Da la sensación de que el director llevara tres décadas persiguiendo esa imagen. Entre las nubes. Jugándosela en la cuerda floja de Hollywood.
(EL PAÍS España/ 25-12-2015)
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