(Segunda época)
LA REVANCHA
Artigas detiene pausadamente sus pasos a la vera del río, como no queriendo romper con el afónico clamor que le llega desde el extendido salto de agua que los nativos denominan Itú y que los lugareños conocen como Salto Chico. Es que la cansina serenidad de la costa occidental del Uruguay, con su espacioso espejo de agua recortado por horizontes vegetales, le permiten pensar con mayor tranquilidad. Para poder hacerlo se ha momentáneamente apartado de donde sus compaisanos reponen fuerzas luego de la larga peregrinación de los últimos meses; es que las noticias que le están llegando son poco alentadoras. Ocurre que el Gobernador de Montevideo, Gaspar de Vigodet y el Conde Diego de Souza, jefe de los invasores portugueses, han reanudado hostilidades, su objetivo es “aplastar a los independentistas”. Hay que adoptar decisiones y por ese motivo, el Jefe oriental repasa mentalmente el poder bélico del que dispone, a saber, un obús, 9 cañones, entre 4 y 5 mil hombres armados de fusiles, carabinas y lanzas, una división de 500 pardos, otra de 400 charrúas armados..., aunque otros tantos desarmados... No es mucho si se piensa en el fabuloso poderío militar hispano-portugués, pero es bastante si se tiene en cuenta el espíritu indómito con el que los orientales vienen encarando la sacrificada peregrinación a la que denominan “Redota”. Sentado a la vera del río, Artigas cansinamente descansa la mirada en la abrupta pendiente de agua que de costa a costa corta el río Uruguay, justamente por ese lugar cruzó hace alrededor de un mes con su gente. Mientras repasa con su mirada a la cascada, revive el momento: le parece escuchar las voces de mando, las protestas, el crujir de las carretas, los relinchos... Y vívidamente lo invade la indefensión de las familias que acompañan a su ejército, el extremo sacrificio de los viejos, de las mujeres, de los críos; lo golpea su desfallecimiento, su inseguridad, su debilidad extrema... No ha sido fácil sortear con tanta gente los 500 kms. que lo separan de Montevideo y piensa que es mucha la responsabilidad que lleva a cuestas, pero se reafirma: “Más de 700 familias han fijado su protección en mí, el grito de ellos, de los ciudadanos, de la campaña, todo empeña mi sensibilidad y aún mi honor...” En las últimas semanas apenas ha recibido del Gobierno Provisional 200 sacos de galletas y 60 ollas de hierro, de todo carecen los orientales al punto que la situación ha conducido a la “humanidad hasta el extremo”, por eso Artigas está convencido de que urge encontrar una solución para las familias que lo siguen y a las que, de no cambiar las cosas, les tendrá que reclamar nuevos esfuerzos. Lo apena tener que nuevamente reanudar la marcha y alejarse de la costa, pero no tiene otra alternativa, si no recibe auxilios, para no ser atacado por los portugueses que merodean. Está convencido de que no es momento de confrontación, no desea sacrificios inútiles, cree que hay que conciliar el “fuego con la razón” y que sus compaisanos “reserven sus puñales solo para el último recurso”. Por eso concluye que con urgencia debe comunicarse cuanto antes con el ex compañero de Manuel Belgrano, Elías Galván, Gobernador de Corrientes, para consultarlo sobre el lugar adonde trasladar el Cuartel General, para que desde una posición más ventajosa, las Provincias Unidas puedan lanzar más adelante una ofensiva general. Con sus ideas más claras emprende el retorno al campamento para reunirse con sus compadres, dejando cansinamente atrás la zona de corredores, rápidos y bajos fondos rocosos del salto de agua. Mientras retorna su cabeza continúa ideando planes: quiere asegurar el control del Río Uruguay y ocupar a las Misiones Orientales, para aislar al Ejército portugués y avanzar hacia Montevideo. El recuerdo de la ciudad amurallada lo hace pensar que otra sería la historia si Buenos Aires no hubiera firmado con los españoles el Armisticio que estos acaban de romper, con la complicidad lusitana. Y con una mueca sarcástica augura: “El General portugués hace de primero y don Gaspar de Vigodet de segundo..., la primacía del extranjero nos anuncia su preponderancia”. Un griterío le llega de la costa y el Jefe oriental mira por sobre su hombro. Son unos niños que juegan. La visión a la distancia de la extendida cascada le trae a la memoria que le contaron, que en el pasado, en alguna ocasión, el salto de agua durante meses sufrió atípicas bajantes que prácticamente permitían pasar caminando por sobre las emergentes rocas y playadas de arena, rumbo a la costa oriental. Y con nostalgia piensa en un pronto retorno a sus pagos, adonde tantos compaisanos, ahora más que nunca, están expuestos al terror de la coordinación militar luso-española.
***
Gaspar de Vigodet se siente protegido
en la sólida edificación de piedra, custodiada por el Cuerpo de Guardia, que
oficia de sede de gobierno. Mientras desde el Mirador observa los movimientos
de Montevideo, va repasando su vida. Tiene 48 años y aunque es de origen
francés, descendiente de la nobleza de Champagne, ha hecho una meritoria
carrera militar en filas españolas. Arribó a la región en 1810, y desde la
partida de Francisco Javier D´Elío, unas tres semanas después de haberse
firmado el Armisticio, opera como Capitán General de las Provincias del Plata.
Y en su condición de tal, apenas iniciado el año 1812, acaba de denunciar el
tratado de pacificación y romper con Buenos Aires, por eso no para de
justificar su decisión: “Montevideo ha sido el dique que ha contenido la
inundación de la rebeldía y este mismo es el que ha de escarmentar a un
gobierno impío, infiel a su rey e inhumano con sus ciudadanos”. Pero lo que por
sobre todo lo exaspera es la insurgencia oriental y clama por atajar los
“infinitos males” que causa el “feroz” Artigas, “sobre todo desde su
establecimiento en Salto, desde donde hace sus correrías”. El acuerdo con Diego
de Souza le ha dado confianza y está decidido a no acabar con la guerra
“mientras duren los enemigos”.
A partir del grito de guerra
del Capitán General, en los territorios ocupados por la alianza luso-hispana,
la situación de la población empeora. Los que por una razón o por otra no
pudieron marchar con el Jefe oriental no
solamente ven agigantar el terror imperial en todas sus formas; además de
ajusticiamientos, detenciones arbitrarias y persecuciones, tienen que afrontar
un clima enrarecido, caldo de cultivo ideal para toda clase de delaciones y
venganzas menores, llevadas adelante por
individuos o grupos que aprovechan la oportunidad para conseguir algún
beneficio o para ajustar cuentas por algún rencor pendiente.
Algo por el estilo sufrió el
comandante patriota Pablo Pérez, quien luego de “desertar” a Buenos Aires, fue
demandado ante Vigodet por un grupo de comerciantes de la ciudad de Minas, por
“haberles obligado a efectuar contribuciones (...) para las tropas
revolucionarias”. Lo que ninguno de aquellos “mercaderes en el templo” pudo
probar, pese a la impunidad con que se movieron, es que Pérez se haya
beneficiado de las donaciones, ya que fueron “para la causa” y estaban
debidamente documentadas, cosa que fue ratificada por varios testigos. Es más,
uno de ellos, haciendo gala de un, no por pequeño, desechable acto de valor,
llegó a denunciar que un demandante, al revés de lo que afirmaba, debía a Pérez
una suma de dinero. Igualmente la respuesta del Capitán Vigodet fue
contundente: dispuso el embargo y la venta de parte de los bienes del militar
patriota, para “cubrir los vales suscritos”.
***
Entre los tantos que debieron
soportar la venganza coaligada, estuvo Juan Suárez, vecino de la Villa del
Colla. Fue encarcelado en 1812 por integrar la “lista de personas sospechadas
de tramar una nueva revolución”, realizada por el militar español Benito Chain.
En carta que dirige a las autoridades montevideanas, el detenido desliza que ha
sufrido un ajuste de cuentas y atribuye a “móviles personales” la acusación por
la que se lo mantuvo encerrado en la amurallada ciudad. Sus palabras resultan
elocuentes, pese al paso del tiempo: “En las presentes circunstancias muchos
hombres, por resentimientos personales, han procurado hacer daño posible a
otro, pudiera hallarme en este caso, de que algún mal intencionado hubiese
informado a Don Benito Chaín de que yo fuese uno de los cómplices”. Tanto
amigos como enemigos definían a Suárez como un individuo muy correcto, moderado
y conciliador, al punto de que no antepuso ningún obstáculo cuando luego de
firmado el Armisticio, tuvo que abandonar su condición de Alcalde a favor de
Juan de Lastre, quien por su lado reconoció que el detenido le prestó todo el
auxilio que había solicitado.
El propio Chaín dejó constancia
de que “el acusado no resulta ser de los peores”. Cabe recordar que este
militar era por aquel entones todo un símbolo, ya que desde que la Junta de
Buenos Aires adhirió a posturas revolucionarias ofreció sus servicios a
Francisco Javier de Elío, a quien le propuso un vasto plan
contrarrevolucionario. Los habitantes de Mercedes lo conocieron bien, estuvo
vinculado a esos pagos durante décadas, en 1790 sirvió en la compañía de
vecinos a las órdenes del Capitán Pedro Ramos, administró el Estanco de Capilla
Nueva y en 1803 edificó en la ciudad su primer cuartel, para el que contribuyó
con cien pesos. No vaciló en utilizar el poder militar para favorecer sus
actividades ganaderas y en sus negocios, tanto legales como clandestinos,
siempre tuvo mucho éxito. Es que Benito Chaín creció al amparo del poder
español, tanto así que pudo comprar el extenso predio de San Javier, lindero al
Río Uruguay, una zona de macizos montes e incontables aguadas que arrendó y le
dio suculentas ganancias. Tenía fama de hombre recio y contó con el apoyo
incondicional de las autoridades que lo consideraban un “benemérito
oficial”.
En resumen, Chaín mucho sabía
de política y negocios, por eso cabe sospechar cuando, por algún motivo, deja
constancia escrita de que “es cierto” lo que dice el acusado, de que cuenta con
“algunos bienes”, en el partido de Colla. Suárez, gravemente enfermo, tuvo que
aceptar que un compaisano pagara una fuerte fianza para recuperar su libertad,
pero antes de que el Comandante de la Guardia de la Ciudadela Carlos Maciel lo
liberara, debió someterse a que sus captores, siguiendo las órdenes de Vigodet,
le hicieran las “convenientes amonestaciones sobre su conducta y la que debe
observar en lo sucesivo”.
***
Eran tiempos en los que para
los tribunales españoles, la condición de “insurgente” era equiparable a los
peores crímenes, según surge de las actas de investigación de la muerte del
mulato Crispino Amores a manos del santiagueño Juan Francisco Peralta. Los
hechos ocurrieron en el patio de una pulpería del Cordón, por “razones del
momento”. Luego de ser detenido, el agresor fue absuelto, puede que con razón,
ya que según numerosos testigos, hizo uso del derecho a la legítima defensa,
pero no dejan de ser llamativas algunas de las apreciaciones realizadas ante el
Tribunal, por el abogado defensor de pobres Félix Sáenz, quien acusó en su
alegato a Amores, de haber sido en vida “un enemigo declarado de la Nación y
por ese mero hecho, acreedor al último suplicio”. Por sus palabras nos
enteramos del “odio que Crispino tenía a los defensores del Rey” y que por ese
motivo en el pasado no “de balde” le habían “propinado 100 azotes en la
Ciudadela”, en otras palabras que era un criollo osado y levantisco que pese a
la momentánea derrota oriental, en el acierto o en el error, continuó
pregonando lo que pensaba, aunque le costara la vida. Los documentos que llegan
hasta nuestros días no dejan la menor duda de que Crispino era un apasionado
artiguista, ya que poco antes de morir desafiantemente manifestó al resto de
los parroquianos: “Artigas es mi tío y por él voy a dejar aquí la vida, siempre
que alguien hable mal de él”. Más allá de lo puntualmente ocurrido, cuyos matices
son imposibles de diferenciar con la distancia del tiempo, no escapa la falta
de mesura, de sensibilidad y de caridad cristiana del letrado defensor, quien
luego de acusar al fallecido de ser un forajido capaz de los peores crímenes,
justifica “que por tenerlos quizás ocultos, las circunstancias del día habrán
permitido a Dios, por uno de sus recónditos arcanos, que así los pague”. Si
bien lo pinta como un sujeto “sin vergüenza y desalmado”, al que “todo cabe”,
sabemos que Crispino Amores estaba conchabado en una chacra, por lo tanto que
ganaba su sueldo con su sudor y que esperaba como tantos el retorno del Jefe
oriental, al que admiraba al punto de presentarse como su familiar.
Si nos atenemos a las
declaraciones del matador, un peón de campo de 31 años que vivía en el
Miguelete, no conocía al muerto y durante la refriega hizo uso de un cuchillo
de cabo negro que traía encima. Asegura que fue insultado y que cuando intentó
retirarse a caballo para retornar al hogar, Crispino Amores le tiró algunos golpes,
por lo que tuvo que responder, ocasionándole dos heridas, que a la postre
resultaron fatales. En su defensa alega que no pudo escapar a la pelea, porque
el resto de los presentes no intervino. Puede que el incidente sea uno de los
tantos que enfrenta a pobres contra pobres, cuando el beberaje interviene, pero
cabe no olvidar el escenario irritado en el que los orientales vivían y que
registra las propias declaraciones de los testigos.
***
Anoticiado de los primeros movimientos de la coalición luso-española una vez roto el Armisticio y haciendo gala del fino olfato de quien realmente es un conductor, Artigas constata y previene: “Montevideo publicó ya la guerra contra las Provincias Unidas del Río de la Plata del modo más solemne, la persecución más atroz y escandalosa contra todo paisano de aquellas inmediaciones es el primer efecto de ella y las tropas portuguesas situadas en Los Tres Cerros tienen su vista sobre nosotros...”. Sabe manejar los tiempos, sabe que hay coyunturas que obligan a un repliegue y otras que permiten pasar a la ofensiva, por eso va preparando a los suyos: “los momentos se acercan, Ud. conoce la importancia de aprovecharlos (...), quedo fomentando el ardor de mis conciudadanos...” En los territorios ocupados, llegado el momento, los paisanos orientales tampoco vacilarán y desde algún oculto lugar, desde donde con hermético heroísmo conspira la resistencia, clamarán para que lo escuche quien quiera hacerlo: “Ahora es tiempo, Señor, de la Patria... Ya es tiempo de la Bella Unión: muera el gobierno español, viva la muy noble Junta de Buenos Aires; reunión señores que los voluntarios son poco desavenidos. ¡Viva la Patria!”.
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