¿Cómo logra usted combinar la espontaneidad con la disciplina formal?
La elaboración de la
artificialidad es una cuestión de ideogramas -sonidos y gestos- que evocan
asociaciones en la psique del auditorio. Nos recuerdan el trabajo del escultor
en un bloque de concreto: el uso consciente del martillo y el cincel. Consiste,
por ejemplo, en el análisis de un reflejo de la mano durante un proceso
psíquico y su desarrollo sucesivo en el hombro, el codo, la muñeca y los dedos,
de tal manera que pueda decidirse cómo expresar cada fase de ese proceso
mediante un signo, un ideograma, que nos entregue de inmediato las motivaciones
escondidas del actor o polemice contra ellas.
Esta elaboración de artificialidad
-o la forma de ese freno conductor- se apoya usualmente en una búsqueda
consciente dentro de nuestro organismo de formas cuyo sentido sentimos a pesar
de que su realidad todavía se nos escape. Uno asume que esas formas existen ya,
completas, dentro de nuestro organismo. Aquí tocamos un tipo de actuación que,
como arte, está más cerca de la escultura que de la pintura. La pintura implica
la suma de colores, en tanto que el escultor elimina lo que está escondido en
la forma que ya existe dentro del bloque de pintura, revelándola, no construyéndola.
Esta búsqueda de la
artificialidad requiere a su vez una serie de ejercicios adicionales, que
constituyen un conjunto en miniatura para cada parte del cuerpo. De cualquier
manera el principio decisivo sigue siendo el siguiente: mientras más nos
preocupe lo que está escondido dentro de nosotros -en el exceso, en la
exposición, en la autopenetración-, más rígida debe ser la disciplina externa;
es decir, la forma, la artificialidad, el ideograma, el signo. En eso consiste
el principio general de la expresividad.
¿Qué es lo que espera
usted del espectador en este tipo de teatro?
Nuestros postulados no
son nuevos, le exigimos a la gente la misma atención que cualquier obra de arte
exige, ya sea la pintura, la escultura, la música, la poesía, la literatura; no
nos interesa el hombre que va al teatro para satisfacer una necesidad social y
tener un contacto con la cultura; en otras palabras, para tener algo que decir
a sus amigos y ser capaz de hablar sobre tal o cual obra y decir que era
interesante. No estamos allí para satisfacer sus “necesidades culturales”. Eso
sería un fraude.
No nos interesa el hombre
que va al teatro para relajarse después de un día difícil de trabajo. Todos
tienen derecho a relajarse y hay muchas formas de entretenimiento para este
propósito, desde cierto tipo de películas hasta el music-hall y así al
infinito.
Nos interesa el espectador que tiene genuinas necesidades espirituales y que realmente desea analizarse, a través de la confrontación con el espectáculo; estamos interesados en el espectador que no se detiene en una etapa elemental de integración psíquica, aquel que no se contenta con su estabilidad espiritual mezquina y geométrica, no en aquel que sabe exactamente qué es lo bueno y qué es lo malo y que nunca cae en la duda. No hablaron para él El Greco, Norwdi, Thomas Mann y Dostoievski; hablaron para aquel que sufre un proceso interminable de desarrollo, para aquel cuyo desasosiego no es general sino que va dirigido a una búsqueda de su verdad íntima y de su sentido vital.
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