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DISCEPOLÍN por TANIA



“A ENRIQUE LE HUBIERA GUSTADO SER UN HIPPIE”

 

El 23 de diciembre de 1951 moría en Buenos Aires Enrique Santos Discépolo, el gran poeta del tango, autor de Cambalache, Yira… Yira…, Cafetín de Buenos Aires y Uno. Su compañera Tania así lo recordaba en estas líneas, publicadas en el diario La Opinión Cultural el 17 de diciembre de 1972.

 

Por las madrugadas, cuando cierta nostalgia invade a los clientes de Cambalache, una whiskería donde se escuchan tangos, una mujer gastada pero sonriente se instala ante el micrófono y declama –literalmente-, las mejores letras de Enrique Santos Discépolo. Es Tania –Ana Luciano Divis-, una española de edad incierta que vivió casi 25 años junto al mayor poeta de la canción popular porteña. Ella cantaba Esta noche me emborracho antes de conocer a Discepolín y aun hoy, a 21 años de la muerte de su esposo, sigue interpretando sus angustiados versos. La semana pasada, Tania narró ante Osvaldo Soriano, redactor de La Opinión, sus recuerdos de juventud, su relación con Discépolo, las anécdotas más reveladoras de la vida del autor de Uno. Tania dice: “Mi vida es la vida de Discépolo”. Así lo confirma su relato.

 

Mi carrera empezó a los ocho o nueve años, en Toledo, España. Como mi padre era militar, lo destinaron a Valencia. Allí se hacía mucho teatro filodramático. La gente, en vez de ser aficionada al juego a las carreras, se acercaba al teatro. Todo el mundo hacía obritas. Yo trabajaba siempre. Era una niña muy bonita, muy mona, con bucles muy graciosos. Pero ante todo, era una moza muy atrevida que sabía bailar, cantar y tocar las castañuelas.

 

Empecé a trabajar en una troupe de esas que estaban muy de moda entonces, en las que todo giraba alrededor de algunas figuras estelares y el resto eran números menores.

 

Vinimos a la Argentina en 1924 con la Troupe Ibérica. Yo tenía 17 años y, entre otros, venía Pablo Palitos. Antes habíamos ido a Francia al Marruecos español y al Marruecos francés. En el grupo había bailarines, acróbatas, cantantes, en fin, todas las atracciones. En esas giras yo viajaba con mi mamá, pero a la Argentina ya me vine casada con uno de los bailarines de la troupe.

 

Debutamos en el teatro Casino, que en ese entonces reunió las mejores atracciones del music-hall. Copamos todo el espectáculo porque la troupe era enorme y tuvimos gran éxito. Pasaron muchas cosas para que me quedara en la Argentina. Yo era apenas una muchacha muy mona, que cantaba y bailaba, pero nada más. No me sentía estrella; por el contrario, era una chica humilde que cantaba bulerías.

 

Me quise cambiar el nombre porque Tania sonaba muy a ruso, qué se yo. Hablé con el empresario y le dije que quería usar mi verdadero nombre -Ana Luciano-, que me gustaba más. Él me convenció de que Tania era mejor, porque la gente ya me conocía por el nombre.

 

La troupe empezó a disgregarse. Al empresario le convenía hacer grupos para poder trabajar simultáneamente en Rosario, Mendoza, Brasil. Nos costó mucho separarnos porque veníamos trabajando juntos desde España. Yo me fui a Brasil con mi marido y un grupo de compañeros. Resultó que allá no gustaba la canción española que yo hacía. Era un problema. Pero en el grupo iba un dúo de guitarras que tocaba folklore. Lo dirigía Mario Pardo y era lo que hoy los Hermanos Ávalos. Uno de ellos era el autor de Claveles Mendocinos. Estos muchachos me decían: “Vos cantás tangos en el camarín, ¿por qué no te largás en el espectáculo?”. Yo les contesté que no me animaba, pero insistieron: “Vos en España estrenaste el tango Fumando espero”. Tenía razón. El autor era español y allí se cantó mucho. Todas las grandes estrellas hacían Fumando espero. Salían con grandes boquillas echando humo y tenían mucho éxito.

 

Entonces, un día, en un festival de beneficio, canté ese tango. Se pasaban películas y después, para completar, se hacía número vivo. Gustó. Luego el grupo volvió a disgregarse. Mientras algunos se iban de gira por el interior del Brasil, yo me quedé con el dúo y con un par de bailarines que hacían piezas internacionales. Tuve que empezar a aprender otros tangos. Como todos los que saben poco empecé a aprender los más difíciles. Igual que esos guitarristas malos, que siempre tocan a De Falla. Aprendí A la luz de un candilSentencia, ese otro de “arrésteme sargento”, todo trágico porque yo me sentía mejor así. Ya conseguía más fuerza para interpretar, porque tenía diecinueve años. El empresario me ofreció quedarme tres meses. Pero sólo el dúo y unos acróbatas. Nos fuimos de gira a San Pablo, Río Grande, Pelotas y todas las ciudades importantes. En San Pablo me encontré con un empresario argentino, que se llamaba Argüelles.

 

Él nos había visto cuando actuamos en Buenos Aires y se acordó: “Yo te conozco, estuve con vos cuando llegaron de España”. Entonces me ofreció volver a Buenos Aires para cantar tangos. Se iba a inaugurar un cabaret, el Follies Berger, que era parecido al Chantecler y al Tabarís. Me dijo que pagaba los pasajes y me ofreció un contrato. Esto era en 1926. Yo no sé por qué quería que cantara tangos. No tenía estilo ni nada. Tal vez alentado por el éxito de Azucena Maizani, a quien yo admiraba mucho. Ella se vestía de gaucho, pero a mí me dijo que conservara mi vestuario, que era muy europeo. Tenía que salir de soirée.

 

En ese lugar había muchas mujeres contratadas, de manera que no era fácil escapar a los celos y las habladurías. Pero yo tenía algunas ventajas: primero, que estaba con mi marido, después, que nunca tuve pinta de vampiresa y todas empezaron a sentir ternura por mí, me protegían. Empecé a cantar tangos. Iba a verme gente importante: Razzano, Firpo, Fresedo, Canaro, todos iban a ver a la galleguita que cantaba tangos. También lo conocí a Gardel, pero nunca fui muy amiga de él, porque en la época que pude serlo ya se fue de gira al exterior. Pero el que más venía era Razzano, (que invitaba a otra gente). Un día Fresedo me ofreció grabar un tango con él.

 

Empecé a crecer. Pero a crecer como se hacía antes, ganando dos mil pesos por mes, no como ahora, que los artistas se hacen millonarios de la noche a la mañana. Grabé el tango con Fresedo. Otro día vino Firpo y me dijo: “Tania, ¿quiere cantar conmigo en el teatro Casino, en un gran espectáculo? Voy a llevar tres cantores. Mi orquesta nunca tuvo mujeres. Me gustaría que usted fuese la primera”. Fui a cantar estribillos, como se usaba entonces. Pero también seguí en el Follies Berger.

 

Un día, Razzano lo encontró a Enrique Santos Discépolo en el restaurante El Tropezón. Discepolín iba allí a cenar con los cerebros de la época y no tenía nada que ver con el cabaret, pero Razzano lo convenció para que fuera al teatro a ver a la “gallega que canta Esta noche me emborracho”. Ese tango lo había estrenado Azucena Maizani, no yo, como cree mucha gente.

 

Una noche fue a verme con un grupo de amigos. Al terminar el espectáculo, me lo presentaron. A mí me daba lo mismo Discépolo, Razzano, Fresedo, qué sé yo, en esa época estaba en otra onda. Yo iba al hipódromo, a las carreras, me importaba ver qué vestidos y qué alhajas me ponía, qué coche usaba. Pero esa noche, Discépolo me invitó a verlo actuar en un sainete que estaba haciendo con su hermano Armando. Yo no le di mucho corte, lo único que podía sacudirme entonces era un galán o algo así.

 

Me decían: “Este es el autor de Esta noche me emborracho, el hermano del gran dramaturgo Armando Discépolo”. A mí no me iba ni me venía. Sin embargo, él era un hombre que atrapaba a la gente por sus maneras, por su forma de ser. Recuerdo que me dijo como veinte veces “no se moleste por mí”. A mí me pareció una falta de educación irme, así que dejé que me invitara. Me dio un palco y lo fui a ver. Sí, me pareció buen actor. Entré a saludarlo y me invitó a cenar en El Tropezón. Creo que fui dos veces a charlar con él pero me aburrí mucho. Estaba rodeado de gente. Eran todos cráneos y yo no entendía nada de lo que hablaban. Un día me mandó una caja de marrons glacé. Eso me conmovió mucho, entonces fui yo quien lo invitó a tomar un té al Richmond, que era donde iba la gente de mundo de la época. “Cómo no”, me contestó. A mí me parecía un muchacho fino, elegante, distinto a la gente que conocía yo, que era muy rica pero con otro estilo.

 

Salimos uno y otro día. Creo que fui yo quien lo conquistó a él. Se fue dejando conquistar de a poco. En esos días yo me estaba separando de mi marido. Fue una cosa sin peleas, sin líos, hicimos una separación legal y él se fue a España. Creo que la aparición de Enrique precipitó todo. Mi vida empezó cuando lo conocí a Discépolo. Entonces nací.

 

Recuerdo que fui yo la que se declaró. Le dije: “¿Por qué no salimos? Yo tengo coche”. Él me contestó: “Yo no, yo soy pobre”. Tuve que decirle que yo tenía coche pero no era rica. Ahora me resulta absurdo; salíamos con mis amigas, todos juntos.

 

Paseábamos por Palermo. Yo era más atrevida o más audaz que él. Íbamos acá, allá, a cenar, todo fue tan lindo… Un día me dijo: “Encontré un departamento precioso”. Era un bulín frente a El Tropezón. Por entonces yo vivía en un piso en Uruguay casi Corrientes. El cambio para él fue un poco trágico. Para mí no tanto porque me quedaba sola en un piso, le había dicho chau a mi marido y quedaba libre. Pero para él era casi trágico, porque vivía con Armando, que era como un padre para él. También vivían allí otra hermana y el cuñado. Un día Enrique sacó un par de zapatillas y un pijama, otro día la máquina de escribir, otro día decide que no va a volver allí. Así que tuvieron unas discusiones momentáneas. Eso lo amargó bastante.

 

Lo primero que se llevó fue un armonium que usaba para dar serenatas con Filiberto, Riganelli y otros. En la casa teníamos cuatro muebles locos. Entonces llegó mi hermana de Europa y se vino a vivir con nosotros. Yo dejé de trabajar porque mi vida había cambiado. A él no le caía bien que yo siguiera en el cabaret, así que aprovechamos que se me habían presentado algunas giras con un trío de tangos.

 

Le cuento mi vida con Discépolo, o su vida, porque en verdad yo no existía sin él. Él trabajaba con su hermano, pero no quería salir de gira. Siempre yo ganaba un poco más que Enrique y así se compensaba todo. Él era muy él. La gente suele decir que yo lo dominaba. No es cierto, a Discépolo no lo dominaba nadie. Tenía una paz que daba la sensación, que era yo la que lo dominaba, pero no.

 

Yo nunca creí que un hombre me iba a decir: “Mirá, me voy a caminar por Corrientes, pero solo”. O también: “¿Por qué no te vas con un amigo o una amiga y venís tarde que quiero escribir?”. Siempre quería estar solo. Después era más fácil, porque compramos una casa en La Lucila y tenía todo el país para él.

 

Era un descontento. Él leía una obra de teatro suya y le decían “¡Qué bien!”, y luego, al día siguiente, la rompía. Le costaba mucho escribir. Yira yira le llevó dos años.

 

En el teatro Argentino hizo con su hermano Armando y con Faust Rocha, Fin de jornada, Lluvia, El grillo. Yo seguía cantando tangos y la Tania español había quedado atrás.

 

Enrique era una caja de sorpresas. A veces se aparecía con varios amigos, sin avisar nada, pero no me permitía que pusiera mala cara. Imagínese usted a la chiquilina caprichosa que era yo, acostumbrada a hacer lo que quiere, frente a tales circunstancias. Yo tengo que haberlo querido mucho porque si no, cómo resigné mis ideas a bailar a Olivos, mis farras, por un tipo que era todo lo contrario a mí. ¿Cómo pude pasar del gran jolgorio a las charlas intelectuales? Sí, lo quería mucho.

 

Recuerdo que él escribía las letras de sus tangos una y otra vez. Se paseaba por la habitación y me las leía, después casi siempre las destruía. Los únicos tangos que escribió rápidamente fueron Cafetín de Buenos Aires y Uno, porque íbamos a debutar en el teatro Casino y no teníamos tangos, además había que hacer una película y necesitaban Cafetín de Buenos Aires. Entonces los escribió en tres o cuatro meses. Para él, eso era una velocidad increíble.

 

Nunca se le dio por escribir prosa. Yo no sé por qué. Él podía estar horas hablando y fascinando a todo el mundo. Alain Delon no hubiera tenido nada que hacer en una reunión donde estuviera Discépolo. Por ejemplo: llegamos a París, conocíamos a tres personas y al mes ya estábamos rodeados de tanta gente que era increíble.

 

Un día me dijo: “¿Sabés qué me gustaría ser? Linyera, para no hacer nada”. Ahora, él hubiera sido hippie, para ir por los caminos sin que nadie lo moleste, sin hacer nada.

 

Yo lo llamaba “Don Fulgencio”. Parecía que nunca hubiera tenido infancia. Cuando fuimos a la casa de La Lucila, él se compró un mameluco jardinero y estaba todo el día con la manguera y las plantitas. Muchos dicen que si viviera, estaría lleno de plata. ¡Qué equivocados están! No tendría un peso, porque no le gustaba trabajar. Decía: “Yo tengo una mujer preciosa, tengo un gato, una casa muy bien puesta y hasta personal de servicio. ¿Qué más quiero?”.

 

El gato se llamaba Morris. Era un gato reo, reo, negro, grande, que llegó un día a la casa, perdido. Le dijo: “Te voy a poner Morris porque sos inglesito”. Era un gato de albañal que se peleaba por ahí y venía todo lastimado.

 

Enrique tenía su piso de arriba en la La Lucila, con vista al río, donde trabajaba en sus cosas. Todos los días a las siete de la tarde, cuando se ponía a trabajar el gato subía la escalera, entraba y saltaba al escritorio. Él no le permitía a nadie tocarle los papeles pero Morris se desparramaba por encima, arrugaba todo y recibía sonrisas. El gato no se daba con nadie. Hablaba  con él, lo seguía por el jardín, ocupaba un sillón de raso que yo quería mucho. Un día, cuando lo vi en el sillón, le dije: “¿A vos te parece que el gato puede estar allí, todo sucio como anda, sobre ese sillón de raso blanco maravilloso?” Él me contestó: “Hay tantos que se sientan en ese sillón y que no lo merecen. Dejá que se siente el gato”.

 

Un día íbamos para La Lucila en el auto y él ve un tipo durmiendo en un zaguán. Frenó, se bajó, se sacó el sobretodo y se lo puso encima, encima del tipo. Yo le dije: “¿Cómo le das el sobretodo?” y él me responde: “¿Sábes los sobretodos que me van a dar mañana cuando salga, aunque no tenga plata? En la sastreras me quieren mucho”. Otra vez le di diez pesos a un pobre y él me sacó la mano y le dio mil pesos. Yo puse el grito en el cielo, pero Enrique me dijo: “¿Qué iba a hacer el pobre tipo con diez mangos? Con mil tal vez puede solucionar algo”. Yo me tuve que ir haciendo a ese estilo.

 

Su único defecto fue creer demasiado en la gente. Pero contra lo que dicen muchos, él no tenía nada que ver con esa angustia que había en sus tangos. Él lo dijo veinte veces. Con Chorra, por ejemplo, me contaba que conoció a un tipo al que le habían hecho eso: un tipo de un mercadito, que se enamoró de una mina, qué sé yo. Me contó una vez que él había tenido una novia de la que estaba muy enamorado. Un día decidieron suicidarse en el río. Llovía mucho y Enrique fue a esperarla a la costanera para tirarse juntos al río. De pronto ella llega en un taxi, baja y Enrique ve que se había puesto un perramus y tenía un paraguas. Entonces le dijo: “Yo te espero debajo de la lluvia y vos te venís así, toda tapada; rajá, no merecés ni suicidarte”.

 

En la casa de La Lucila había un cuadro, una puntura muy linda en la que yo aparecía muy hermosa mirando hacia la puerta de entrada. Un día llego y el cuadro no está. Le pregunté a la muchacha de la limpieza: “¿Qué pasó con el cuadro? ¿Se cayó, se rompió?” M dice: “No, el señor mandó a retirarlo y ordenó que lo colgáramos en el garaje”. Cuando Enrique vino le pregunté por qué lo había hecho: “¿Sabés qué pasa? –me dijo-. Tenías un gesto como diciendo: ¿para qué vienen acá? Lo mandé sacar para que no se ofendieran las visitas”.

 

Él podía vivir con poco. Decía: “Los pilotos norteamericanos bombardean Corea y comen apenas un chocolatín. Total, yo no tengo que bombardear Corea”. Era un tipo alegre a su manera. Siempre con amigos: Canaro, Fresedo, Lomito, Manzi, venían todos a casa con las novias y esposas. También jugaba a las carreras pero sin plata. Se compraba la Verde, elegía los caballos y jugaba de grupo. Al caballo tal y al caballo cual, y decía “perdí” o “gané”. Hacía cosas de chico.

 

Yo siempre trabajé más que él. Enrique no era trabajador. No tenía hora para escribir. Se levantaba a la una de la tarde y salía a caminar a ver a sus amigos. Yo tenía que preocuparme de que comiera porque era un inapetente. Creo, en serio, que a él le hubiera gustado ser hippie para eludir el trabajo. En sus últimos años estaba muy cansado. Se angustió mucho por el asunto ése de las charlas por radio durante el gobierno de Perón. A él nunca lo obligaron a decir algo que no quería. Él lo conocía a Perón desde que éste era teniente coronel y tomó lo de Mordisquito como una obligación para consigo mismo. Lo angustió mucho la reacción de algunos amigos que dejaron de hablarle, le quitaron el saludo. Él no podía soportar que lo creyeran obsecuente. Jamás lo fue. Sin embargo, esa angustia nunca me la transmitió a mí. Nunca me dijo nada. Creo que esto tuvo mucho que ver con su muerte. El cansancio y esta angustia.

 

Se murió de repente. Estábamos planeando un veraneo de un mes en Pinamar y luego teníamos que ir al casino de Mar del Plata a hacer Blum. El 22 de diciembre de 1951 se sintió cansado y no se quiso acostar. Se quedó en el sillón ése del living, frente al balcón. Era como el gato: le gustaba mucho tirarse en un sillón. Parece que la gente hubiera intuido la tragedia: Osvaldo Miranda, pasaba por la calle y subió a charlar un rato. Vino también otra gente que no tenía por qué venir. Hasta el valet, que tenía su día libre, vino. Cuando ya no quedaba nadie por llegar, empezaron a visitarlo médicos y más médicos. Yo no me daba cuenta de nada. Miranda y mi sobrino estuvieron con él hasta último momento. El día 23 a las diez de la noche me nombró “Tania…”, dijo y cerró los ojos.

 

Si la ventana hubiera estada abierta yo me habría tirado. Estaba desesperada. En el verano me fui sola a Pinamar. Estuve cinco meses. Lo que le voy a decir es una cursilería, pero pensé mucho en Alfonsina Storni. Mientras miraba el mar pensaba en su coraje para meterse en el agua y no volver. Pero fui cobarde primero, fuerte después. Sabía que tenía que vivir y asumí su muerte. Sólo quien vivió con Enrique puede saber lo difícil que era perderlo. Aún hoy mi vida es la suya. Por eso me refugié en Cambalache, donde todavía canto. ¿Qué otra cosa puedo hacer?


(EL HISTORIADOR)

(Fuente: Diario La Opinión Cultural, domingo 17 de diciembre de 1972)

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