por Ignacio Echevarría
Este artículo se publicó originalmente en la Revista Universidad
Diego Portales, de Santiago de Chile, en 2008.
I
Es sabido que, durante largo tiempo,
los estudiosos descartaron la existencia de una lírica popular en castellano.
Fue Ramón Menéndez Pidal el primero que especuló sobre su existencia soterrada,
en una célebre conferencia dictada en 1919. Pocos años después, el
descubrimiento de las jarchas mozárabes confirmaba rotundamente las intuiciones
de Menéndez Pidal. En poco tiempo, los estudiosos estuvieron en condiciones de
reconstruir, a partir de testimonios dispersos –conservados en las crónicas y
en los cantarcillos de los siglos XV y XVI, así como en glosas y refundiciones
del Siglo de Oro–, un importante caudal de lo que cabe entender por lírica
primitiva en castellano. Dámaso Alonso la caracterizaba como una “poesía
blanca, breve, ligera, que toca como un ala, y se aleja dejándonos
estremecidos, que vibra como un arpa, y su resonancia queda exquisitamente
temblando”. Esta caracterización sirve bien para buena parte de la lírica de
tipo tradicional, pero no termina de hacer justicia a la oscura congoja que
predomina en piezas como las siguientes:
A la hembra desamorada
a la delfa le sepa el agua.
*
Si de vos, mi bien, me aparto,
¿qué haré?
Triste vida viviré.
*
En Ávila, mis ojos,
dentro en Ávila.
En Ávila del Río
mataron mi amigo,
dentro en Ávila.
*
Veo que todos se quejan,
yo callando moriré.
En la lírica tradicional, estas y otras
piezas de singular intensidad suelen estar puestas en boca de mujeres. Mujeres,
muchas veces, desgarradas por la ansiedad o por el abandono, por la traición o
la pérdida, a menudo prisioneras de su propia condición sexual. Se trata, en
general, de piezas en las que se oye, seco, el crujido aislado de un lamento
convertido casi en gemido. Todas muestran una sencillez de canto rodado, de
piedra pulida por el tiempo; expresan una emoción reducida a su puro germen,
desprendida de toda adherencia sentimental o retórica.
II
En su ceñida introducción a las Poesías
completas de Idea Vilariño (Montevideo, Cal y Canto, 2002; recién
reeditadas en Barcelona, Lumen, 2008), Luis Gregorich dice que su filiación
debe buscarse “en los viejos místicos españoles, en la gran tradición de la
poesía femenina que empieza con Safo, y –no menos decisivamente– en el
dramatismo hondo e ingenuo de la canción popular”. Bajo el epígrafe de “canción
popular” cabe incluir, sin duda, la primitiva lírica española. Lo cierto es que
Idea Vilariño (nacida en Montevideo, en 1920) se formó en un ambiente literario
marcado, entre otras, por la fuerte impronta de la llamada generación del 27,
algunos de cuyos representantes más destacados se inspiraron abundantemente en
la poesía de tipo tradicional. Las imitaciones de poesía popular más o menos
logradas, más o menos estilizadas, más o menos imbuidas de ingenuismo, de
humorismo o de surrealismo, fueron práctica corriente entre aquellos poetas,
que de este modo prolongaban una tendencia apuntada ya, al menos en España, por
la poesía de Antonio Machado y por el magisterio determinante de Juan Ramón
Jiménez. La afición por las formas tradicionales derivó no pocas veces en una
impostación folclorista extraña por completo a Idea Vilariño, pero el caso es
que, muy precozmente –corre la década de los treinta–, esta hubo de afinar su
oído poético en la captación de lo que ese neotradicionalismo lírico entrañaba
de gusto por las formas sencillas, depuradas.
Su voz poética se va despojando, de modo cada vez más radical, de toda
coquetería, de todo artificio, de todo adorno
Muy pronto, la poesía de Idea Vilariño
emprende la conquista de una sencillez, de una desnudez, de una nitidez
consecuentes con su búsqueda de un lirismo esencial. En el transcurso de su
trayectoria, su voz poética se va despojando, de modo cada vez más radical, de
toda coquetería, de todo artificio, de todo adorno, adquiriendo su poesía, en
unas pocas décadas, esa misma calidad pulida, de canto rodado, que posee la
lírica primitiva. Basta contrastar entre sí algunos poemas de Vilariño para ver
de qué modo ocurre esto. El poema número 44 de No, por ejemplo,
escrito en 1966, reescribe escuetamente, en apenas seis versos, el
titulado Se está solo, de 1951, incluido en Nocturnos.
Y el poema Si muriera esta noche, de 1952, incluido asimismo
en Nocturnos, se traduce, más de veinte años después, en esos cinco
versos brutales que componen el poema número 22 de No:
Si te murieras tú
y se murieran ellos
y me muriera yo
y el perro
qué limpieza.
Bebe Vilariño del mismo manantial en
que lo hacen los poetas neotradicionalistas, pero allí donde ellos se encandilan
con la risa del agua, con sus destellos, con su frescura, con sus remolinos,
Vilariño se abisma en el rostro que oscuramente la contempla reflejado en la
hondura.
III
Los primeros inventarios más o menos
exhaustivos de la primitiva lírica popular española tuvieron lugar por los años
cincuenta del siglo pasado. Para entonces, Idea Vilariño llevaba publicados ya
varios poemarios y andaba con la primera edición de sus Nocturnos,
aparecida en 1955. De ese mismo año data una reseña que hizo del libro Poemas
y antipoemas, de Nicanor Parra, publicado el año anterior en Santiago de
Chile, donde había provocado un importante revuelo. Esta reseña establece una
polémica e interesante conexión entre estos dos autores, que en fecha muy
cercana publicaban dos libros fundamentales para la poesía latinoamericana de
la segunda mitad del siglo XX. Dos libros, por lo demás, que, aun partiendo de
premisas radicalmente distintas, y apuntando en direcciones diametralmente
opuestas, coincidían sin embargo en emitir una nota profundamente discordante
respecto a la convención poética hegemónica en su tiempo.
No es ocasión esta para analizar en
detalle la reseña de Vilariño, que malentiende la maniobra de Parra y el
espíritu que lo anima. Este malentendimiento tiene mucho que ver con la actitud
beligerante de Vilariño tanto hacia los ademanes neorrománticos de la primera
parte del libro de Parra (es decir, la de los “poemas” propiamente dichos) como
hacia la gestualidad equívocamente vanguardista de la parte tercera (la de los
llamados “antipoemas”). Vilariño objeta a Parra su prosaísmo y el recurso a
procedimientos narrativos, deduciendo de una y otra cosa, así como de su
humorismo estridente y de su gamberrismo, “una actitud a priori de poeta
vergonzante que empieza por avergonzarse de sus sentimientos y termina por
avergonzarse de la poesía, que trata de disimularse tomándola en broma,
tomándose en broma, tomando en broma al lector; cohibiendo la amargura, la
rebeldía, la tristeza; disfrazándolo todo”.
Pese a lo cual, hacia el final de su
reseña Vilariño reconoce a Parra el mérito de haber sorteado “muchos de los
peligros que acechan a los poetas suramericanos: la divagación, el formalismo y
el intelectualismo, el vicio de las metáforas y del adjetivo por el adjetivo, y
–el más difícil y más cercano– el influjo de Pablo Neruda”. Esta enumeración
basta para indicar en qué medida, allá por los años cincuenta, se hallaban los
dos –Vilariño y Parra– en la misma trinchera. De su común resistencia a la
“inflación lírica” dominante en la época, al torrencialismo y al preciosismo de
vario cuño, derivan los dos una poesía desnuda de artificios retóricos, volcada
en una lengua sencilla, transparente, si bien gobernada, eso sí, por una sutil
malla de recursos rítmicos, con un control discreto pero rigurosísimo de la
medida de los versos; regida también por un arte secreto de la estructura del
poema, y siempre atenta a las formas populares, en las que reconocen una íntima
afinidad con su propio quehacer. Conviene recordar, en este punto, los devaneos
de Parra con la cueca chilena y los de Vilariño con el tango. O los eventuales
escarceos de uno y otro como letristas.
La divergencia profunda entre Vilariño
y Parra se produce en torno a la decisiva cuestión del hablante lírico. Los dos
se percatan de que es esta una cuestión medular en la poesía moderna. El yo
lírico sobre el que se había fundado la tradición romántica llevaba décadas en
crisis y se hacía imposible continuar aceptando su fatua prominencia. Parra
propone –y tal es el hilo rojo que recorre el itinerario entero de la
antipoesía– que sea la entera comunidad de los hablantes, a través del lenguaje
corriente, la que ocupe el lugar de ese yo lírico cuyo sostén individual ha
quedado entretanto completamente desarticulado. Por su parte, Idea Vilariño
opta por someter a ese yo lírico a un régimen severo, secarlo de toda grasa
retórica, privarlo de todo atuendo de personalidad, hasta mostrarlo como animal
desnudo y siempre hambriento que gime y se estremece y aúlla y a veces canta y
otras dice no.
IV
La amargura, la rebeldía, la tristeza
que, según Vilariño, se obstina en disfrazar Nicanor Parra, ella las exhibe
crudamente en sus poemas. Esa exhibición, sin embargo, carece de toda marca
individualizadora, de tal forma que nada impide al lector de esos poemas
apropiarse de sus contenidos. Adelgazado hasta la transparencia, el yo de esos
poemas nunca se interpone con el del lector, que con toda naturalidad lo hace
suyo. Tampoco la lengua que en ellos se emplea, asimismo transparente,
constituye obstáculo alguno para esa apropiación. Se cumple así la condición
fundamental de la lírica: la de constituirse en un enunciado que cualquier
receptor puede hacer propio, hacer suyo. Como ha observado con perspicacia
Rafael Sánchez Ferlosio, en la expresión lírica el yo empleado configura un
espacio vacío, un lugar vacante. De hecho, “no hay en la lírica propiamente un
receptor, sino un usuario”, de tal modo que “el genuino y singular modo de
empleo que la distingue y la define consiste en que cuando yo leo un poema no
soy uno que escucha, sino uno que dice”. Así ocurre muy evidentemente con las
canciones.
En relación a la más culta y
sofisticada, la lírica popular optimiza esta “ocupación” del yo poético por
parte del “usuario” del poema. Así es por virtud de una transparencia máxima
del lenguaje que emplea, asociada a un máximo adelgazamiento del yo del poeta.
La poesía de Idea Vilariño ofrece un
ejemplo altísimo de este proceder, y es por eso que, a pesar de su
refinamiento, de su cultura elevadísima, es lírica popular, asombrosamente
memorable, aun sin acudir a los sortilegios de la rima. Es canción, aun a
pesar de su doliente y áspero nihilismo.
Es, además, y de una forma
sobrecogedoramente universal, poesía de mujer, latido y queja de hembra
deseante y herida. La lírica popular española, en particular la más remota,
contribuye a comprender de qué modo puede sustentarse esta apreciación, pues, como
en la de Idea Vilariño, se percibe en ella, por momentos, una parecida
vibración sexual, un temblor cuya calidad específicamente femenina no es
resultado de una impostación genérica, ni de un atavismo cultural, sino
signo del cuerpo en que la emoción anida.
Quizá –y por muy inconveniente que, en estos tiempos, resulte preguntárselo– haya una forma de amor, y de desamor, que tuvo su sede original en el cuerpo femenino. La poesía mística, tan cargada de sensualidad, invita a esta pregunta, como invitan a hacérsela esos retazos de voz llegados de tantos siglos atrás y que suenan todavía con voz inconfundible de mujer. La misma pregunta vuelve a repetirse con la poesía de Idea Vilariño, que en su cada vez más absoluto desnudamiento arranca al lector, cualquiera que sea su sexo, un gemido de mujer.
(CONTEXTO Y ACCIÓN / 5-12-2020)
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