Crónica del Minotauro
El torero sigue siendo mítico y,
cuando expresa la valentía humana frente a la bruta, el pueblo se enardece y
los viejos entusiasmos reaparecen.
Enrique Tierno Galván
He
aquí que se dirige al ruedo, vestido de oropeles y luces, en el encuentro
mortal con el primero y único de la tarde. He aquí que se llega, soberbio y
decidido, implacable matador cuya atención se concentra en la difícil y próxima
tarea.
Levanta
los puños y los aficionados gritan eufóricos, se le entregan sin reservas. Se
acerca con gentileza a la barrera, y dedica la faena a una niña triste de ropa
sucia, quien ríe halagada, en una butaca del primer tendido.
De
la puerta de chiqueros, parco y cabizbajo, trazando con pies de plomo el camino
que debe cumplir, ingresa el animal de lidia. Lo anuncian con el nombre de Suspiro. El sudor baña su torso desnudo
mientras sobre su piel rasposa se proyectan reflejos premonitorios. Se trata de
un ejemplar proveniente del encierro de Atlacomulco, un negro medio bragado de
ochenta y cinco kilogramos de peso, quien, en hechuras y pelos, no está del
todo en las carnes justas.
Un
pasodoble y un toque de clarín regalados desde las gradas, anuncian el inicio
del primer tercio. Al salir el animal, el matador aprieta los dientes. Vuelven
los recuerdos punzantes del maltrato que sufrió cuando trabajaba en los turbios
cruceros de la ciudad limpiando parabrisas; vuelve esa maldita sensación del
hambre y la gastritis a la altura del alma; el azoro que implica caminar las
calles en una noche oscura; el terror inflacionario, el asesino fantasma del
desempleo. Vuelve en fin, el recuerdo de la injusticia perpetrada lustro tras
lustro en este país de olvido y polvo. Entonces siente que el odio le obliga a
consagrarse.
A
Suspiro, en cambio, lo detiene el
miedo. Guarda su distancia y esconde la bravura. Desde que el pueblo decidió
promulgar y ejecutar la Ley Talionaria
Constitucional se había sentido desfallecer, porque sabía que en su persona
quedaría el primer escarmiento.
Una
voz en el altavoz de la plaza anuncia: “en la Ley Talionaria Constitucional, se establece que el país tiene derecho a
decidir sexenalmente, y mediante el recurso del plebiscito, la ejecución de uno
a tres de los ex presidentes de la República, cuyo desempeño haya atentado con
los cargos de alevosía, ventaja o premeditación, contra los recursos naturales
de la nación, su economía y/o desarrollo tecnológico o cultural”. Por supuesto,
la afición sabe de antemano que dicha ley es más específica en cada uno de sus
puntos, pero le basta por el momento saber que al fin ejercerá una función
vengativa.
Después
de escuchar el toque de clarín que anuncia su presentación, Suspiro -ese ex presidente angustiado-
tuvo que lanzarse sobre el toreador contra su voluntad, con la furia recluida
dentro de sus huesos machacados por la osteoporosis. Buscó en su interior la
violencia que aquella muchedumbre desatenta y voraz le despertaba con su
desagradecimiento; buscó ese coraje que necesitaba para enfrentar una muerte
segura a manos de aquel limpiaparabrisas anónimo, quien ahora se hallaba
convertido, de manera irónica, en la figura del momento.
Detrás
de la barrera, como prueba fehaciente de la crueldad que las masas habían
exigido contra ellos, un grupo reducido de ex presidentes observaba indignado
el espectáculo, aguardando turno para la próxima corrida: al inicio de la
fiesta, en el paseíllo, se atrevieron apenas a intercambiar algunos tímidos
comentarios. Cuando en el segundo tercio a Suspiro
le clavaron el primer par de banderillas, una ola de ansiedad comenzó a
apoderarse de sus corazones.
En
el tercer tercio, cuando el lidiador (que andaba en gran plan y dueño de una
disposición sin límites) pisó con firmeza el sitio que poseía, se aventuraron a
sentir un poco de miedo. Pero en el momento en que el animal semejó un guiñapo
ridículo ante la maestría de los derechazos y los pases de verónica ejecutados
con la muleta, supieron que el poder ejercía, contra lo que hubiese podido
suponer cualquier tratado maquiavélico, una influencia eventual sobre cualquier
vulgo.
Al
final de la corrida, cuando después del estoque vieron a la bestia caer y sacudirse
de manera espasmódica, lanzando sangrientos escupitajos, boqueando y
agonizante, el escepticismo se apoderó de cada uno de ellos.
No
quisieron quedarse a mirar ese cadáver vergonzante, quien silencioso clamaba piedad
durante el arrastre lento. Llenos de pesar, los invitados a la ejecución —y próximos astados— dieron media vuelta y abandonaron
el estacionamiento de la plaza en su Mercedes
Benz, ignorando los vítores y ovaciones de un público sublimado ante la
labor impregnada de torerismo de una figura espigada y enjuta. Uno de ellos, El
Perro, quien gobernara por allá de la década de los ochenta del siglo pasado,
se atrevió a reconocer:
—Para
ser un pinche limpiaparabrisas de mierda, tiene oficio el desgraciado. A mí me
gustaron los dos últimos pases que dio.
*Del libro Historias de la ruina (2013).
1 comentario:
Sarcasmo-ficción. Liberador como un sueño que sublima la impotencia de la impunidad con la que se mueven políticos corrupto, es lo que nos ofrece en esta ocasión Ulises Paniagua en su cuento Crónica del Minotauro mediante una prosa depurada y amena.
Carlos Saavedra
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