1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
III. TERCER PERÍODO:
SANTA MARÍA O EL RETORNO
A LAS FUENTES (5)
El consultorio médico de
Díaz Grey reviste, a decir verdad, un valor eminentemente simbólico. Ubicado en
el corazón de la problemática de la vida y la muerte, este espacio privilegiado
revela implícitamente las razones de la poderosa atracción ejercida por Santa
María sobre la mayoría de los personajes. Porque si bien algunos abandonan la
ciudad-pueblo, a veces expulsados por la familia, la desventura el o el destino
(155), ella los habitará como un asidero mítico. Su recuerdo obsesiona a los
protagonistas como lo demuestra sobradamente la última novela de Juan Carlos
Onetti, Dejemos hablar al viento: atravesada por numerosas evocaciones
(156) de la “ciudad.pueblo”, por conmovidas reconstrucciones de ese “terreno
conocido, amojonado por riesgo salvables” (157), por gratas imágenes de esta “ciudad
dejada y perdida” (158), ¿no desemboca esta en el regreso del comisario Medina
a la tierra natal? Y esa fatal necesidad de regresar ¿no obedece a que la
ciudad, a semejanza del consultorio de Díaz Grey, mantiene relaciones
privilegiadas con la vida y la muerte? La vida: aquella que Santa María
-figuración maternal sugerida por su mismo nombre- ostenta con brillantez a
través de la fertilidad agresiva de sus campos cuidadosamente cultivados, sus
ricas plantaciones y sus bolsas de yute henchidas de cereales, como lo
recuerdan con soberbia los artículos ridículamente ditirámbicos (159) de El
Liberal en El álbum y en Juntacadáveres o con un lirismo velado
de tristeza, las ensoñaciones nostálgicas del ex-comisario Medina:
Santa María y las fogatas
que hacen burbujear la resina y retuercen hojas muertas en los atardeceres de
abril. La bosta y ese olor detenido de improviso, apenas amenazante, de los
orines en el muladar. El vaivén de los billetes de banco en los negocios furtivos,
imponiendo la mugre inconfundible del manoseo. El tabaco y el café humeando en
mi oficina del Destacamento, los ácidos en el pequeño laboratorio, el formol y
la muerte en la Morgue, también pequeña pero suficiente. El olor de las
doncellas escondidas que teme denunciarse. Un poco más lejos, como quien va
hacia la Colonia -aquello, si viera, está tan cambiado, me había dicho- madreselva,
pasto en el alba, azahares, la tierra siempre propicia, un costillar asándose
entre árboles invisibles. Los grandes almacenes frutales a lo largo del río, el
hierro oxidado del astillero, los endurecidos pantalones supersticiosos de los
pescadores inmóviles en el espigón. (…) Y por encima del paisaje, apenas
quebrado y de nuestras horas de dicha, desgracia o lucidez, el conflicto,
exactamente en mitad del cielo, de los verdes que llegaban de las chacras y los
plomos violentos del río, parvas y pescado muerto (160).
Pero también la muerte:
porque la permanencia sosegada y dichosa, llegada a esta primitiva rusticidad
que recorre todos los textos del ciclo “sanmariano” no podrá desplazar, sobre
todo en las últimas obras de Juan Carlos Onetti, la presencia de esa dolorosa
fisura creada en lo más profundo del ser -y acentuado con el paso del tiempo-
por nuestra fragilidad constitutiva. De modo que Santa María, que parecía capaz
de integrar las corrientes contradictorias de lo real, ¿deberá finalmente reconocer
su imposibilidad de consumar esta tarea temible? Nada de eso. Porque apenas nos
asomamos al verdadero status de la ciudad-pueblo, queda claro que ella
precisamente su ambiguo encanto no tanto a la pletórica e ingenua ostentación
de vitalidad como a su capacidad para domesticar la muerte.
Numerosos personajes
onettianos terminan sus días en el corazón de la pequeña comunidad provincial:
Moncha Insurralde, la heroína de Tan triste como ella, la extraña mujer
de Un sueño realizado, Doña Mina (161), Rita (162), Larsen y el hijo de
Medina (163). Todas estas muertes, a pesar de su aspecto trágico -que ocultan
suicidios mal disimulados (164) o rastros de violencia (165)- no dejan de
aparecer aureoladas por un halo poético que las rescata de la despiadada brutalidad
de la gran urbe. Tanto la muerte accidental de Violeta (166) o el suicidio
desesperado de Llarvi (167) en Tierra de nadie se muestran mucho más
absurdos y crueles que las desapariciones de la “vasquita Insurralde” o de
Tantriste, por ejemplo. Porque en estos últimos casos la muerte cierra,
precisamente, un periplo impregnado por la familiaridad de los seres y las
cosas de Santa María, adquiriendo el valor de un retorno previsible y casi
natural -cualesquiera que fuesen sus causas- a la tierra materna, simbolizada
por la insistente presencia del jardín: lunar y profusamente estilizado en La
novia robada (168) o carnívoramente sensual en Tan triste como ella.
El final de la heroína de
Un sueño realizado, por su parte, constituye -más que ningún otro- una
culminación inconscientemente deseada para una vida de frustraciones y
desengaños. En ese sentido, debe ser considerado incluso como una hora feliz de
reconciliación (170) del personaje con sus aspiraciones más profundas. Y lo
mismo podría suceder con doña Mina, enterrada bajo una fastuosa montaña de
flores tan extravagante como su propia vida (171). Sólo el misterioso entierro
de Rita carece de connotaciones confortantes, si exceptuamos la insólita
atmósfera que se desprende del cortejo fúnebre (172). También los héroes
masculinos retornan a la tierra materna: Larsen perece acurrucado en el fondo
de un barco cuyo valor simbólico no ofrece dudas, y Seoane, el hijo de Medina,
en una cárcel que lo libera definitivamente de la tutela paternal y lo aproxima
en revancha a Frieda, la sanmariana amada y muerta. De esta forma, Santa María
termina por arrebatarle a Buenos Aires -que, por ser la capital, pudo haber aspirado
a un status preferencial- el papel de eje novelesco del universo onettiano.
Meta de peregrinaciones
hacia la verdadera existencia, desembocadura donde la vida y la muerte
entrelazan pacíficamente sus aguas y la infancia y la vejez se confunden (173),
Santa María se afirma como la capital metafísica de la obra de Juan Carlos
Onetti, el lugar donde se cumple con un tierno rigor el ciclo siempre
recomenzado de la vida y la muerte (173 bis). Allí transcurrirá la aventura
fundamental de todo destino humano: la búsqueda de la identidad, transformada
en una marcha original hacia la muerte ineluctable pero siempre ingeniosamente
diferida y asociada a una conmovedora sed de vivir.
Notas
(155) Es el caso de Frieda
en Dejemos hablar al viento, de Juntacadáveres en la novela que lleva su
nombre y de Larsen en El astillero.
(156) Dejemos hablar
al viento, Cap. VI, p. 52: “En la primavera me era forzoso evocar Santa
María y su río, tan distinto a este que llamaban mar, mi río con la otra orilla
visible, con su isla en el medio, con la periodicidad de la balsa o el ferry,
con la exacta distribución cromática de lanchas, gabarras, yates, botes,
cabezas de nadadores. Allí en aquel cubículo llamado farmacia, inmóvil,
recostado a medias, esperando la inyección y la esperanza, tan aburrido a veces
que el hastío parecía marchitar velozmente personas y cosas, evocando la
amplitud amiga de la botica de Barthé, la frescura vegetal del sótano casi
lleno de bolsas y cajas, su gorda, blanca y huidiza cara prometiendo entre un
frasco azul y otro rojo, consolando con su cariciosa voz de eunuco”. O también,
p. 55: “Es fácil dibujar un mapa del lugar y un plano de Santa María, además de
darle nombre, pero hay que poner una luz especial en cada casa de negocio, en
cada zaguán y en cada esquina. Hay que dar una forma a las nubes bajas que
derivan sobre el campanario de la iglesia y las azoteas con balaustradas cremas
y rosas; hay que repartir mobiliarios disgustantes, hay que aceptar lo que se
odia, hay que acarrear gente, de no se sabe dónde, para que hablen, ensucien,
conmuevan, sean felices y malgasten”.
“Negando con esfuerzo mi
soledad, despatarrado encima del leve asco, la leve fatiga, persistí en ubicar
apenas esfumados olores convenientes para zaguanes, esquinas, azoteas, muebles,
gente, entrañas, rostros. Sin olvidar -no olvidaba- el olor disperso de la
ganadería en la extensión campestre, el olor lácteo de la colonia de los
gringos”. O también, pp. 110, 125 y, muy especialmente, todo el capítulo XXIV,
centrado directamente sobre Santa María (pp. 147-159).
(157) Ibíd., Cap. XXIV,
p. 151.
(158) Ibíd., Cap. VI, p.
57.
(159) El álbum, en
Cuentos completos, p. 87: “Todavía esperé, hambriento, asqueado de la
pipa. Las bolsas y el colectivo habían quedado en el muelle; mi padre escribe
un editorial sobre “¿Necesitamos importar trigo? (Las hasta ayer feraces
tierras de Santa María)” o sobre “Valiosa contribución a los transportes
provinciales (La labor progresista emprendida en forma decidida por nuestra
comuna)”.
(160) Dejemos hablar
al viento, Cap. VI, p. 56.
(161) cf. Historia del
Caballero de la Rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput, en Cuentos
completos.
(162) Cf. Para una
tumba sin nombre.
(163) Cf. Dejemos
hablar al viento.
(164) Como en Tan
triste como ella y La novia robada.
(165) Cf. el capítulo
final de El astillero donde son evocadas las múltiples causas de la
muerte de Larsen.
(166) Tierra de nadie,
Cp. LVI, pp. 169-170.
(167) Ibíd., Cap. XLVI,
p. 137: “No, tranquilícese. Quería ver… ¿Usted se enteró de lo de Llarvi?
-Me contó Mauricio que en
un momento de lucidez se pegó un tiro.
-No hay que hacer el
cínico.
-No es cinismo. Pero, en
realidad, no me importa. Además, nunca le tuve simpatía.
-Después que murió Llarvi
no supe más nada de la barra. Casi nada. Creo que Nené se casa. No sé con quién”.
(168) La novia robada,
en La novia robada y otros cuentos, p. 12. “La mujer bajando del coche
de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el
jardín que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas exóticas,
avanzando implacable y calmosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre
rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos árboles de orquídeas, sin
quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino.
Hasta que este murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales,
insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y
elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados,
blancos de luna y de vestido”.
(169) Tan triste como
ella, en Tres novelas, pp. 56, 58, 65, 67, 73, 82.
(170) Un sueño realizado,
en Cuentos completos, p. 22: “No se da cuenta que está muerta, pedazo de
bestia. Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por
el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y
el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué era
aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes
borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y
viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo tan claramente como si fuera
una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después
las palabras para explicar”.
(171) Historia del
Caballero, en Cuentos completos, pp. 82-83.
(172) Para una tumba
sin nombre, I, p. 13.
(173) La importancia de
la temática de la infancia, sobre la que volveremos oportunamente, aparece
abordada con particular relevancia en Dejemos hablar al viento, luego de
haber sido a menudo enfocada desde sesgos alusivos en El pozo, Los niños en
el bosque, Para una tumba sin nombre, Tan triste como ella y Tierra de nadie.
(173 bis) Guido Castillo, Muerte y resurrección en Santa María, en En torno a Juan Carlos Onetti, Cuadernos de Marcha, 1970.
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