El sitio de la Mulita (38)
Un viejo tordillo estaba en
todo hacía ratos, sin que nadie -tal vez por la conmoción de espíritu-
admitiera como extraña su presencia entre ellos y en primera fila. Con vaga
sorpresa fija observaba, de tan dilatado el cogote, bien por entre las orejas.
Había arrancado su estaca de una sentada en los garrones al tropezar con su
maneador algún presuroso, cuando la lucha. Él y todos los del conjunto marcial
quedaron pues, mirando aquel alejarse de la noche, atentos a cómo se atenuaban
las formas en la semioscuridad del campo, a cómo se perdieron también después
tras una franja más sombría.
-¿Pero y el Asistente del
Sargento Cimarrón? ¿Pero y dónde anda el Asistente? ¿Eh? A ver, dónde anda,
¡digan!
Era el Sargento Cuervo
quien, de pronto, empezó a insistir así, sin alzar mucho la voz; pero como con
un encono.
Saliendo con zozobra de
su ensimismamiento, dos milicos se ojearon las caras.
-¡De veras! ¡Aquí no
está! ¡Ese es capaz que no ha sentido nada!
El Cuervo se estaba
poniendo fuera de sí.
-¡Pero no es posible! ¿Adónde
tiene las cacharpas?
-Él hace noche abajo de aquel
saucecito, Sargento. Allí tiene su “bendito”.
Caminando delante del
Sargento Cuervo, que llevaba a los flancos a los dos Cabos, el Cabo Lobo y el
Cabo Pato, cerrando la marcha los demás; un poco estupefactos todos menos el
Sargento Segundo, que era presa de una intriga encolerizadora, llegaron al
ranchejo seguidos de lejos por el mancarrón tordillo, al cual dejó de mirar
hacia el bajo cuando lo hicieron los otros y, ahora, como aquellos se había
puesto también en movimiento.
Con horquetas de varas de
sauce y hojosas ramas por arriba, el Asistente Macá teníase construido flor de
refugio. El silencio del campo raso reinaba dentro, al punto de que estar allí
era como estar afuera, o más, cuando el Sargento se echó al suelo y metió la
cabeza.
-¡Sí, me tiraba una fija!
¡Aquí no hay nadie! -exclamó, de una patada dejando el “bendito” hecho una
lástima, y revolviendo las ramas con la bota por desahogarse de unas crueles
ganas.
En efecto: impecable,
como para recibir, al fin, a una novia, se le había presentado la cama: su
basto a la cabecera… encima de él, con suma prolijidad desplegado, el
sobrepuesto… Los cojinillos, bien tendidos y con la lana hacia arriba, dejaban
ver el borde de la carona. A un lado estaba el poncho. Pronto par acudir a
cobijar al durmiente y defenderle los sueños. Sí, allí se ostentaba la cama.
¡Pero sin su dueño en ella! A la mano derecha, la carabina y el cuchillo
caronero, estaban. Lo que faltaba era la pistola de dos caños. Y la espada… Y
el freno no apareció tampoco por ningún lado. ¡Ni la manea!
Producida la patada del
Sargento y el consiguiente desparramo, curioso el veterano Soldado Avestruz
deslizó el cogote por entre el grupo. Cuando lo retiró, pareció haber pescado
una sonrisa en la resaca de cueros, ramas y armas.
-¡Habrá ido a pescar a la
encandilada porque no está el farol con su vela que había al lado del horno!
-comentó. -Él anda siempre con un aparejo. Habiendo oportunidá, si queda arroyo
cerca, sin permiso se escabulle y… Yo siempre le digo: “¡Tené ojo!” Pero él,
por pescar…
-¡Qué pescar ni pescar!
¡El que va a pescar voy a ser yo! ¡A sus cacharpas todido el mundo!
De cabeza gacha en las tinieblas
se dispersaron los soldados. A los zig zag entre ancas y cogotes, soltando
maneadores, cuidando de no tropezar con las estacas, hallaban sus refugios y
escurríanse hacia sus aperos.
Ya acostado, el viejo
Avestruz, como era su hábito, se provocó tos para componerse el pecho antes de
dormir. Y se decía, boca arriba:
-Está en el arroyo.
Aunque el Sargento no crea. Él es loco por el pescado. Lo envuelve en un papel,
lo mete abajo de las cenizas y después… se va a algún reparo y se lo come y no convida.
Allí en el arroyo está con su pacencia.
Sin incorporarse tanteó
la chuspa, armó un cigarro, encendió el yesquero y se puso a fumar el último
cigarro. Como le eran tan largas, tenía encogidas las piernas. Así no las
dejaba fuera de los cojinillos y por abajo, del poncho, por arriba, de la
protección general del techito; y así les evitaba la empapadura del sereno a ellas
y al poncho que las abrigaba.
El Sargento Cuervo,
mientras tanto, permanecía a solas con su inmovilidad. Hasta que, empujado por
la llegada de una idea, miró rabioso al cielo, donde el pasaje de tres nubes
por debajo de un gran montón de estrellas y de la luna en mucho acentuaba la
oscuridad. Enderezó después hacia las estacas. Con minuciosidad empezó a contar
la caballada. Como el bastereado tordillo, al quedarse solo y sin sueño, se
había puesto a triscar mansamente, no advirtió el Sargento Segundo que andaba
con su maneador a rastras.
-¡Sí, falta un caballo!
¡Él salió en pelo y yo sé adónde va!
En efecto: a esa hora,
entre el campamento y el joven Asistente la distancia se acentuaba cada vez
más. Por la falta de poncho, el frío lo llevaba medio agarrotado al Macá. Pero
galopeaba orgulloso. Su misión era de las de confianza. El zafarrancho que se
armaría sería de órdago. La vida de la Mulita estaba asegurada. Con su Sargento
y con Don Juan la existencia en el monte -que a él mismísimo, lo quieras que
no, esperaba después de la liberación- cuánto más preferible era, cuanto más,
sin embargo, al servicio policial donde se metió en horamala. Se acabaron por
fin, las arbitrariedades y el andar persiguiendo gente. Y el no distinguir ni
solito una vez quien hace cualquier cosa medio regularona siendo malo y el que
hace, siendo bueno, una barbaridad. Y eso, encima, ¡que ya es el colmo!, de
pasarse en ocasiones las horas parado, con el arma al brazo y sin poder fumar,
mientras el preso, maneado, claro, está muy sentado en el suelo lo más cómodo,
hecho chimenea.
Ignoraba en sus radiantes ensueños el Macacito que bajo aquel mismo cielo, a una legua más o menos, un triple trote, casi marcial, lo precedía. Y que el nuevo sol, justito en cuanto apareciera, ya iba a iluminarle vicisitudes sin cuento, de esas que, para atenderlas a todas, no hay marote que pueda dar cumplidamente abasto.
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