A fuerza de consultar tomos de Historia Natural, nuestro ilustre amigo,
el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que «el cisne canta
bien antes de morir». Efectivamente, -nos confesaba aún en fechas recientes-
desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las
decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada,
puro «Wagner».
¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? Así: En los
alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el práctico
anciano había descubierto un buen día en un parque secular abandonado, a la sombra
de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo del cual
se deslizaban doce o quince apacibles aves; había estudiado meticulosamente los
accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el
vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las
noches con los ojos bien abiertos con un guijarro en su largo pico rosa, y si
la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes guardaba, con
un movimiento del cuello, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del
blanco círculo de los dormidos para que los despertara: al oír aquella señal,
el grupo, guiado por su guardián, habría echado a correr en medio de la
oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente
en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio
conocido por su memoria.
Y Bonhomet los había contemplado largo rato en silencio, sonriéndoles
incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante,
soñaba regalarse muy pronto los oídos?
A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna,
fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía de
forma especial para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras
introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba,
sin sutura, una ancha levita impermeable convenientemente forrada también, el
huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guanteletes de acero
blasonado provenientes de alguna armadura de la Edad Media (guanteletes de los
que se había convertido en feliz propietario después de abonar treinta y ocho
hermosas monedas -¡Una locura!- a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su
amplio sombrero moderno, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa
en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque
abandonado.
Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus
cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada
por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de arboleda
próxima a los aterrajes, ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando
llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente -¡sin hacer ruido
alguno!-, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con
precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el
melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para
dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba
normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la
sutil vigilancia del guardián negro. El soplo de los cielos sin estrellas
agitaba lastimeramente las altas ramas en la oscuridad que rodeaba el estanque,
pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando
insensiblemente y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba,
invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el
más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la
oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su
índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante… Y
arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta
vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne
escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de
peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir
horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno
tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban
ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de
la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia,
percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los
amenazaba. Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el
vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y
todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de
sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente
doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se
deleitaba, en pruritos incomparables, con la terrorífica sensación que su
inmovilidad les hacía padecer.
«¡Qué dulce resulta estimular a los artistas!» se decía en voz baja.
Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado
ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose
entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y
los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella
visión, arrojaba el guijarro… ¡Demasiado tarde!… Con un grito horrible en el
que parecía desenmascararse su almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con
las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas.
Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y
los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos
antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas.
Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se
exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los
Cielos desconocidos.
El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un torpor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo del canto delicioso -aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda- de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario