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En la Universidad conocí
nada más que a un solo estudiante que me cayó bien: Robert Becker. Él quería
ser escritor.
-Aquí pienso aprender
todo lo que me puedan enseñar sobre el arte de escribir. Después voy a desmontar
completamente ese coche y lo voy a armar de nuevo.
-Eso te va a dar
demasiado trabajo -dije.
-Lo voy a hacer.
Becker medía dos o tres
centímetros menos que yo, pero era rechoncho y robusto, y tenía los hombros y
los brazos muy grandes.
-Tuve una enfermedad
cuando era chico -me dijo. -Me pasé un año en la cama apretando una pelota de
tenis con cada mano. Por eso soy así.
Trabajaba como mensajero
nocturno y podía pagarse las clases.
-¿Cómo conseguiste el
trabajo?
-Conocí a un tipo que
conocía a un tipo.
-Yo podría darte una
buena paliza.
-Puede ser. Pero a mí lo
único que me importa es escribir.
Estábamos sentados en una
sala que quedaba en lo alto del prado, y había dos muchachos mirándome.
-¿Te molesta si te
pregunto algo? -me dijo uno de ellos.
-Dale.
-Me acuerdo que en la
escuela eras un mariquita y ahora te volviste un duro. ¿Qué te pasó?
-No sé.
-¿Sos un cínico?
-Puede ser.
-¿Y te sentís feliz
siendo un cínico?
-Sí.
-¡Entonces no sos un
cínico, porque los cínicos no son felices!
Y se puso hacer unos
pasos de vodevil junto con el otro muchacho y se escaparon riéndose.
-Te hicieron jodieron
-dijo Becker.
-No. Exageraron un poco.
-¿Pero sos un
cínico?
-Soy un infeliz. Creo que
si fuera un cínico me sentiría mejor.
Las clases se habían
terminando y fuimos hasta los casilleros, porque Becker quería guardar sus
libros. Entonces me alcanzó cinco o seis hojas y dijo:
-Tomá. Leé esto. Es un
cuento corto.
Yo volví hasta mi
casillero, lo abrí y le alcancé una bolsa de papel:
-Tomá un trago…
Era una botella de
oporto.
Nos tomamos un trago cada
uno.
-¿Siempre guardás una
botella en el casillero? -me preguntó.
-Si puedo.
-Esta noche tengo una
reunión. ¿Por qué no venís y te presento a alguno de mis amigos?
-Es que a mí no me cae
muy bien la gente.
-Estos tipos son
diferentes.
-Bueno. ¿Nos vemos en tu
casa?
-No -escribió algo en un
papel. -Esta es la dirección.
-¿Y a qué se dedican esos
amigos tuyos? -quise saber.
-A tomar -dijo Becker.
Me guardé el papel en el
bolsillo.
Esa noche cené y después
leí el cuento de Becker. Era bueno y me puse celoso. Contaba cómo una noche le
llevó un telegrama en bicicleta a una mujer hermosa. Tenía un estilo objetivo,
claro y suavemente pudoroso. Becker reconocía estar influenciado por Thomas
Wolfe y le gustaba exagerar como él. Pero los sentimientos que trasmitía su
escritura no parecían estar subrayados con letras de neón. Becker sabía
escribir mejor que yo.
Mis padres me habían conseguido una máquina de escribir y yo traté de hacer algunos cuentos cortos, pero me quedaron cosas amargas y confusas. No eran historias demasiado malas aunque parecían implorar y no tenían una vitalidad propia. Bueno, una o dos me parecían bastante buenas y eran más oscuras y extrañas que las de Becker, pero no servían para nada. Los aciertos aparecían por casualidad y no estaban estructurados desde el principio. Becker era claramente mejor que yo. A lo mejor tenía que dedicarme a la pintura.
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