El poeta argentino Jorge Boccanera mantuvo con Ibargoyen una férrea amistad desde 1976, cuando se conocieron, ambos exiliados, en México. Además de compartir viajes, diálogos de cantina y mesas redondas, trabajaron juntos en la revista Plural y coordinaron a partir de 1979 las antologías Poesía rebelde; Nueva poesía amorosa y Poesía contemporánea de América Latina. En las notas que siguen Boccanera desmuda algunas claves de la profusa obra del uruguayo, a la vez que retrata una personalidad firme con bases tanto en los libros como en la aguda observación de la realidad a la mano en la intemperie de la ciudad moderna.
A partir de su tercer libro El otoño de piedra de cuya publicación se cumplieron sesenta años en 2018, Saúl Ibargoyen hace pie de manera firme en la que será una voz propia desplegada a través de sucesivas exploraciones de sentido que van de la minucia cotidiana a una metafísica que se abisma en un despeñadero de interrogantes. El registro de esta visión del mundo, escrutadora, profundamente humana, amasada con sueños y sangre, suma cincuenta títulos de poesía, entre ellos: De este mundo (1963), Patria perdida (1973), Erótica mía (1982), Epigramas a Valeria (1984), Basura y más poemas (1991), Poeta en México City (1996), Grito de perro (2001), El escriba de pie (2002), Poeta semi-automático (2006), Nuevas destrucciones (2008) y Gran Cambalache (2013). Atravesados todos por obsesiones que se amplifican a través de una búsqueda que interpela a la realidad desde ángulos diferentes. Esos núcleos –el viaje, la figura del padre, la pasión amorosa, la coyuntura histórica, el exilio y la misma palabra– se fusionan y resignifican en perplejidades mayores que hacen a la búsqueda del sí mismo y esparcen sus preguntas sobre la especie, la muerte, el vacío y el tiempo. Aunque quizá sea éste último el tema central de todo poeta que al igual que Ibargoyen en una especie de vagabundeo cósmico, indaga las claves de lo efímero, lo que trasmuta continuamente, en un intento por descifrar la materia en el mismo momento en que se desmenuza.
De ese sondear y revolver los tachos la ceniza de lo perecedero, va componiendo la crónica de lo pulverizado, lo triturado, con imágenes crudas, de desgarro, aunque también enlazadas a visiones de la escena onírica. Apela Ibargoyen a un vocabulario recurrente -herrumbre, orines, cáscaras, saliva, óxido, espuma, estiércol, vómito, huesos, flemas- para dibujar el signo de la fragmentación. Su poema «Kaos» habla de «todo lo múltiple que nunca/ podrá ser nombrado… fragores de mugre sobre tripas inmundas, coágulos podridos sobre oxígeno muerto».
Lejos del poeta oracular, predestinado, aquí el hablante es el hombre común, precario, hundido en el gentío. Se me ocurre a Ibargoyen como un flaneur que recorre las calles de la urbe terremoteada por una modernidad vacía, sin alma. Como el que ausculta el cuerpo de lo marginado, observa tras los harapos del maquillaje y los disfraces diarios del transeúnte, y toma el pulso de aquello que late bajo las luces de neón. Andariego por Pompeyas y Chernóbyles de hoy, deambula entre el absurdo, la crueldad y la indiferencia como un corresponsal de suelos arrasados. Y entre el tumulto de pieles calcinadas por hambre, soledad y miedo, anota en el texto «Nadie aquí»: «Nadie contra nadie desde nadie:/ entrega pues burbujas de tierra/ al aire amargo donde las moscas trazan/ ciudades de inmundicia».
Su libro Poeta en México City, fue escrito según el propio autor, como un homenaje a Poeta en Nueva York de García Lorca. Por medio de una imaginación prodigiosa y visiones oníricas, el español, que vivió el «crac» del ’29 en la metrópoli, hizo también un descargo que es denuncia y profecía. Para el crítico Agustí Bartra se trata de un libro que se anticipa a Hiroshima desde su inicio: «Asesinado por el cielo… con el árbol de muñones que no canta/ y el niño con el blanco rostro de huevo/ Con los animalitos de cabeza rota/ y el agua harapienta de los pies secos».
Aparte de García Lorca, no resulta forzado ubicar a Ibargoyen en un cruce de coordenadas entre Neruda y Gilgamesh, Discépolo y Yalal ad-Din Muhammad Rumi, Dylan Thomas y Drummon de Andrade, Vallejo y Omar Jayan. Aunque cualquier intento de resumir sus lecturas, vecindades e influencias, resultaría fallido ya que él mismo se ha referido de diversas formas a un sustrato común e intemporal en el que hibridan el imaginario y la vivencia, el pensamiento y la inventiva. En esta misma dirección relativiza la figura de «autor» al desdoblarse en varios heterónimos al modo de su admirado Pessoa. El principal: el poeta árabe Muahmmud Ibn Al-Mahad, a quien Ibargoyen dota de datos biográficos y «traduce» para el libro Cantos a la amada (2009). Siguiendo el rastro de estos juegos de identidad y escritos «a la manera de», asoman en la obra de Ibargoyen otros heterónimos como la poeta china Mishiko Hado (de quien traduce el volumen de haikus Libro de las siete juventudes) y una serie de poetas chinos y árabes que firman sentenciosos acápites en diferentes libros del poeta uruguayo.
No es difícil inferir en el prólogo de Ibargoyen a Cantos a la amada, coincidencias de vida e ideas entre Al-Mahad y su supuesto «traductor»: «La ineludible fragmentación del cosmos», el nomadismo, un «ascetismo espiritualizado por la unidad erótica», la condición de «fronterizo» y el haber sufrido «hostilidades» y exilio. Al volcar al español los versos del poeta árabe, Ibargoyen dice haber sentido que Al-Mahad «colocaba sus pacientes dedos sobre los míos».
Si bien son numerosos los libros de Ibargoyen con eje en la pasión amorosa —Cuaderno de Flavia, Versos de poco amor, Erótica mía, Amor de todos, Maldita mía, entre otros– uno de los más logrados es sin duda Cantos a la amada. Como si el abandonado («Cómo juntaré tus pedazos/ que no están sobre la cama»), el ardiente («Escribiré en tu espalda/ con un trazo de dientes/ una sola historia»), el extasiado («Cuántos pueblos nuestros sangraron/ hasta mojarte el corazón/ donde ahora limpio mi lengua/ para que puedas cantar»), el nostalgioso («de aquella niña que buscaba palabras/ metiendo su cara en el cielo») y aun el despechado («Ah Maldita mía… Pocas marcas quedan de tus fríos sudores/ En sábanas veloces y alquiladas»), encontrasen placidez y reposo en un tono más sosegado que recuerda al Cantar de los Cantares: «Tu libertad se mide por el movimiento/ del aroma que llega hasta ti/ con las respiraciones de la amada» (…) «Es el momento de mojar tu lengua en el silencio de los labios de la amada».
Cabe subrayar entre sus herramientas expresivas a las torsiones de lenguaje y
una variedad de tonos –coloquio, elegía, imprecación, ironía, salmo- que
recurre a la enumeración en el armado de textos abigarrados, barrocos; en tanto
el encabalgamiento de los versos traza el dibujo espiralado de una cinta
moebius. Utilizando estructuras diversas –soneto, verso libre, haiku, epigrama,
aforismo, versículo, poesía en prosa, refrán, diálogo– la voz del poeta logra
reunir concepto y desvarío en una especie de azar planeado.
Finalizo aludiendo a otro eje significativo de la obra de este gran «poeta de pecho propio» (utilizo palabras de Vallejo) que es el tema de la justicia social. El clamor del paria, del desterrado, del extranjero, se deja oír en las páginas de libros como La última bandera y las compilaciones Poesía política y Poesía militante. Este último, publicado en 2015 y que reúne sus textos entre 1958 y 2014, resalta desde el título la condición del que lucha por una idea de «comunidad» en la que primen el respeto y la equidad, el gesto fraterno y el diálogo justamente lo que le costó a Ibargoyen persecución, cárcel y exilio: «Parece que no hubiera/ un sitio en la tierra».
El poeta ya daba noticias de su extranjería a inicios de los años ’70
cuando publica «Patria perdida»: «Perdida está mi patria: / Destrozados su
fresca latitud/ De amplias raíces/ y su prólogo de sueño/ Que aún se niega/ A
la ofensa brutal/ de las mentiras// ¿Dónde está mi patria?/ No puedo ya volver/
Está conmigo».
Sus versos llevan el espíritu de una solidaridad movilizadora, con
contenidos, («Debo salir a buscar entre nosotros/ El alimento que todos
necesitan»), una solidaridad que es retroalimentación e intercambio entre
iguales. «Escribo así –dice- para simplemente tozudamente/ Respirar en la
memoria de algunos otros». Esos «algunos» que son sus camaradas. Escribe: «Cae
la tierra/ En lentas repetidas densas gotas/ De tierra suciamente oscura./ Así
cae la tierra/ Para beber deshacer devorar enterrar/ la sangre respirada de los
compañeros». Aquellos que seguirán levantando «una bandera de polvo» en la
conciencia popular porque pese a todo, contra todo, dice el poeta «de algún
modo sangriento/ Tendremos que cantar».
SAÚL, EL POETA, EL COMPAÑERO
Siempre pensé que cualquiera de los zapatos pintados al óleo por Van
Gogh, resumían en su cuero extenuado una encrucijada de caminos. Fue así que
los imagine en los pies de un poeta andariego, Walt Whitman. Ahora, releyendo
la obra de otro caminante empedernido, Saúl Ibargoyen, no dudo que éste también
debe haber calzado alguno de esos pares raídos. De hecho es uno los símbolos
recurrentes de su poesía; a ratos como parte de la piel del trashumante: Unos
«zapatos descalzos (…) de raíces vacilantes entre la polvazón» (…) «que se
van borrando/ como huellas de sí mismos».
Aunque a decir verdad, más que un viajero Saúl era una especie de
caravana en la que trotamundeaban el poeta, el narrador, el ensayista, el
maestro, el lector voraz, el periodista, el traductor, el exiliado y, sobre
todo, el hermanito, el «cuate» («gemelo», «amigo cercano» en la lengua de los
mexicanos). Por ello me pregunto cuántos hombres se fueron con el fallecimiento
de este poeta de sensibilidad multiplicada que nunca abandonó sus exploraciones
estéticas ni su lucha por la justicia y la dignidad.
Es difícil ponerle palabras a la pérdida del amigo, a este «flaco poeta»
–así se autonombraba entre sonrisas- de apariencia semejante al hidalgo enjuto;
de «flaco pellejo», decía para sí, pero de sentires grandes agregamos nosotros.
Un hombre querible, alegre, cabal, poseedor de una sabiduría que mostraba
por goteo y sin alharaca, en temas varios. Desde ya la literatura de tiempos y
latitudes diversas en simultáneo con la historia social y política; más las
disciplinas que frecuentaba en un calado severo y que iban de la filosofía a la
astrofísica, y otros más mundanas, desde ya, como la gastronomía, «el
beberaje», el fútbol, el tango, etc.
Ese mismo hombre vívido, estudioso, que publicó alrededor de setenta
libros de poesía, narrativa y crítica, se calificaba apenas como un «pepenador»
(en el lenguaje popular mexicano equivale al «bichicome» y al «ciruja» del Río
de la Plata), pero que en su verdadera acepción náhuatl remite también al que
sabe elegir, espigar, seleccionar algo de un conjunto. De ahí su humildad.
También se consideraba un hombre de los bordes, de las orillas. Lo fue
por escribir desde los márgenes de la lengua, pero además por introducir en su
obra un dialecto hablado en la frontera entre Uruguay y Brasil, o por su
interés en adentrarse en la literatura chicana que enlaza, al norte del Río
Bravo, el español de México con términos en inglés. Este mestizaje me lleva a
verlo como un «puente». Y a partir de allí los reenvíos que cada uno pueda
sumar: vínculo, camino, conexión, paso, enlace, empalme; y por qué no
«trasiego», dados los múltiples traslados del peregrino y los intercambios que
signan al solidario en la cuerda de la reciprocidad.
Pienso que entre las muchas tareas que realizó en México donde vivió de 1976 a 1984 como exiliado y de 1990 a 2019 de modo voluntario, destacan dos líneas de trabajo: la del «maestro» que recorría México coordinando talleres literarios y la del periodista, sobre todo en la revista Plural donde llegó a ocupar el cargo de subdirector siendo crucial su labor de diversificar el cóctel temático a la vez que convocaba a colaboradores de distintas disciplinas y geografías.
Una semana antes de su fallecimiento Saúl me envió varios audios por watsapp que dan el perfil de un hombre en su vehemencia por aprehenderlo todo, por debatirlo todo más allá de la circunstancia personal (y terminal). Con voz algo cascada pero entera, matizada con algunas frases irónicas, habló de sus proyectos: «voy a sacar un libro con cien haikus» (y) «hoy terminé un cuento, tiene que ver con la experiencia hospitalaria». Habló del presocrático Meliso y el tema de la nada. De Stephen Hawking y los «infinitos universos». También repasó el momento político actual: «Estamos en la nueva guerra, la de los medios de comunicación y las divisas; el reparto de un mundo tripolar entre Estados Unidos, China y Rusia. Pero seguimos la pelea». La frase de despedida da la talla de su integridad: «No le vamos a aflojar a nadie».
(LA OTRA / Revista de poesía -Artes visuales - Otras letras)
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