por Miguel Antón Moreno
La obra, La construcción, La
guarida (“Der Bau”, en alemán): “Parece que ha quedado bien […]
en realidad no conduce a ninguna parte”. Es este el principio de un final, el comienzo
de uno de los últimos relatos de Franz Kafka, una mirada atrás,
un vistazo inacabado a su producción literaria. Un narrador en primera persona
nos sumerge con él, nos arrastra cogidos del pescuezo hacia las profundidades
del mar de dudas y obsesiones del autor. “Sé que mi tiempo está contado”. El protagonista, un roedor, sabe tan bien como Kafka que su
final está cerca. Nos lo susurra al oído un ruido misterioso.
“Ese ruido es relativamente inocente; ni siquiera lo oí cuando llegué, aunque
ya existía con anterioridad”. Una presencia ubicua, una amenaza que, por más
que la busca, no encuentra por ninguna parte porque está en él. Lo escribe
gravemente enfermo de tuberculosis, y la enfermedad no le permite acabarlo. En
este relato señala que la obra es “un agujero destinado a la salvación de mi
vida”.
Kafka muere en la primavera de 1924 tras una larga y penosa enfermedad. “No lo leas Franz, no lo hagas”. Eso le diría a un agónico y desnutrido tuberculoso para el que un pequeño bocado supone un dolor de garganta infernal. Ya en lo que iba a ser su lecho de muerte recibe para corregir la galerada de “El artista del hambre”, un relato en el que el protagonista ejerce admirablemente la vocación del ayuno. Kafka había privado de alimento a muchos de sus personajes y ahora debía enfrentarse a un texto en el que el héroe muere de inanición, pesando él mismo cincuenta kilos. Las lágrimas ruedan por sus mejillas. La suerte le tenía preparada una cruel ironía, tan atroz como la de su propia literatura. Pero ante mi advertencia Kafka contestaría desde “La guarida”, diciendo que “nada nos puede separar por mucho tiempo y en algún momento bajaré a ella con toda certeza”. Y es que hasta el último momento Kafka volvió sobre su obra, y no soltó la pluma hasta poco antes de expirar. El día antes de su muerte escribe una carta a sus padres con un fingido optimismo, quizá en un intento de desesperada consolación. Como apunta Reiner Stach en su biografía, “El lenguaje, el medio de su vida, sigue a su servicio hasta el final”.
El mismo Borges, tan fuertemente influido por los relatos de Kafka, deja bien claro que todos ellos son pesadillas. En algunos casos vemos que lo son incluso de manera explícita, como en “Un sueño”, donde el personaje nos cuenta cómo se va adentrando en la oscuridad infinita, en la “impenetrable profundidad”, justo antes de despertar. Lo que en el caso de La metamorfosis (Die Verwandlung, en alemán) convierte el sueño de Kafka en algo terrible es que la historia comienza cuando Gregor Samsa despierta (también el ruido misterioso de su guarida comienza al despertar). Es una muñeca rusa de la que el que sueña solamente puede escapar con su propia muerte, es decir, no hay salida. Es un laberinto cuya última puerta conduce a una caída al vacío. También “El cazador Gracchus” está atrapado. Está muerto, pero de algún modo sigue entre los vivos. Su barca, pilotada por su propio Caronte, naufraga en su particular laguna Estigia. Tenemos la certeza de que transitamos un mundo onírico al darnos cuenta de que a Gregor no le preocupa su condición de insecto, sino más bien cuestiones referidas a los otros; la economía familiar, la salud de la madre, el futuro de su hermana… Ser un escarabajo parece no importarle demasiado cuando tras descubrir su cuerpo monstruoso posterga su puesta en marcha y observa melancólico el cielo gris por la ventana. Kafka destruye las expectativas del lector que está a la espera de un inminente ataque de pánico. Borges dejó escrito que el mundo de Kafka está inundado por dos grandes obsesiones, dos gruesos pilares sobre los que su obra está construida: la subordinación y el infinito. Pero lo que subyace a estas dos ideas (y el visionario invidente lo sabía bien) es el poder y la muerte. Las jerarquías que articulan el universo de Kafka son el resultado de un conflicto en el que más que lucha lo que se produce es aniquilación. En El proceso, el individuo es aplastado por la maquinaria del Estado sin oposición alguna. La ley todopoderosa doblega a Josef K. hasta hundirle un cuchillo en el corazón, terminando, como él mismo dice, “como un perro”. En Ante la Ley se encuentra otro de sus personajes (o el mismo Josef K. al integrar el relato en su novela), en un intento vano de acceder a ella. Un guardián custodia la puerta de entrada, y todo un ejército de guardias detrás de él, cada cual más poderoso y brutal. Con la muerte de K. la puerta se cierra. De igual modo, El castillo es una fortaleza infranqueable ante la que no cabe oposición alguna, y frente a la que el protagonista se encuentra del todo impotente, es decir, sin libertad. Lo que Borges llama infinito es la acotación de la existencia, los dos márgenes entre los que el hombre habita; de donde viene y hacia donde va. El inexcusable y eterno vacío, la muerte. “Infinito como el infierno”, aseguraba Borges. De ahí que su obra sea inconclusa.
La muerte como protagonista hace de la obra de Kafka una tanatología. En su epistolario encontramos manifestaciones de su preocupación por el tema: “¿Te asusta pensar en la muerte? Yo sólo tengo un miedo terrible al dolor […] Por lo demás, uno se puede aventurar a la muerte”. El sufrimiento como parte del proceso de destrucción es recurrente (recordemos la manzana que lanza el padre, incrustada, lacerando el caparazón de Gregor); incluso en algunos casos la muerte supone una salvación, su llegada pone fin al sufrimiento. Cuando en “Un sueño” el artista comienza a tallar su nombre en la lápida, “la primera línea que escribió supuso para K. una liberación”. Sin embargo, la declaración a su querida Milena no parece concordar del todo con las inquietudes que en su obra plantea. No se puede decir que la muerte entendida como dolor sea la principal materia que conforma el universo de Kafka; es mucho más que eso. Gregor Samsa, en su nueva condición de insecto, se convierte en el único animal capaz de experimentar una muerte personal. Según la distinción del recientemente fallecido Hugo Tristram Engelhardt Jr. en su obra Los fundamentos de la bioética, podemos hablar de dos formas de existencia del hombre: como ser humano o como persona. Mientras que la primera exige únicamente la conservación de las funciones vitales, la segunda se caracteriza, además, por la capacidad para tener conciencia de uno mismo y para relacionarse con los demás. A partir de su distinción, el mismo Engelhardt afirma que algunos seres humanos, como aquellos que sufren una demencia severa o una disminución psíquica de gravedad, no podrían ser considerados personas. Esta clasificación, no exenta de polémica, plantea serias dudas acerca de la condición a la que conduce la animalidad en Kafka. El horrible insecto en el que Gregor se transforma tiene plena conciencia de sí mismo, pero su capacidad para comunicarse con los demás desaparece. “¿Han podido entender alguna palabra? ¿No se estará burlando de nosotros? […] Era una voz de animal”. Está condenado a ocupar un eslabón que no encaja con el resto de la pieza, habita un limbo inaccesible con forma de coleóptero. Kafka diseña una condena sofisticada, una condena que además Gregor no merece. Ni el mismo Hades fue capaz de concebir un castigo tan cruel para Sísifo, tampoco Zeus para Atlas. Ninguno de los dos, cargando a sus espaldas la piedra y el cielo, sufre tanto como Gregor cargando con una conciencia enjaulada. Gregor Samsa ha muerto ante los ojos de los demás: “No quiero pronunciar ante ese monstruo el nombre de mi hermano […] tienes que quitarte de la cabeza que es Gregor”. La clasificación de Engelhardt no es soluble en La metamorfosis. Recordemos además que esta incapacidad para la comunicación, las herramientas insuficientes para lograr relaciones satisfactorias, constituye uno de los tres grandes miedos que según Freud atormentan al hombre, junto con la muerte y la supremacía de la naturaleza. En “Informe para una academia”, nuestro simiesco protagonista experimenta un proceso evolutivo hiperacelerado. De nuevo esa incapacidad para la comunicación aun cuando el refinado primate habita ya el mundo de los hombres. El lenguaje humano, dice, no le permite expresar su verdad simiesca. También en El proceso es evidente la limitación comunicativa de Josef K. La Ley omnipotente no le permite emitir mensajes, sólo puede recibirlos. Experimenta con ello una degradación progresiva, una continua deshumanización.
Kafka pasa sus últimos días postrado en una cama en el sanatorio de Kierling. Ha pactado desde hace ya tiempo la inyección letal de morfina con su amigo Robert Klopstock. Llegado el momento este tendrá que atravesar la piel con la aguja y empujar el émbolo de la jeringuilla. El 3 de junio Kafka empeora drásticamente. Su garganta está tan inflamada que apenas puede respirar. La traqueotomía no es una opción. Klopstock se muestra reticente. Pero sufriendo sus últimos estertores, Kafka se pone violento y le obliga a que cumpla su promesa. Con Dora al lado, su último amor, deja de respirar. Tal vez a un moribundo, como en ese tiempo lo fue Kafka, le convenga siempre tener entre sus lecturas de cabecera a Epicuro. Parece ventajoso pensar, como afirma en su Carta a Meneceo, que la muerte no es un problema para el hombre:
Acostúmbrate a considerar que la
muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en
la sensación; ahora bien, la muerte es privación de sensación. […] Así, el más
terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque,
cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente,
nosotros no somos más. Ella no está, pues, en relación ni con los vivos ni con
los muertos, porque para unos no es, y los otros ya no son.
Imaginemos a Epicuro, con su túnica,
entrando al velatorio de Kafka, apoyando sus manos sobre los hombros de los
padres del difunto, y cogiendo después la mano de Dora, que llora
desconsoladamente. El filósofo les diría: “No os preocupéis, queridos, porque
en realidad vuestro amado hijo no ha experimentado ningún mal con su propia
muerte. Cuando esta apareció, él ya no estaba, y cuando él existía, la muerte
todavía no era nada”. Entonces los familiares y amigos de Kafka se mirarían
confusos y, tras meditar unos segundos, comenzarían a dibujar sonrisas en sus
rostros. Todo el dolor desaparecería y comenzarían a recordar con júbilo
anécdotas de su vida, brindando con champán y quién sabe si bailando una danza
checa. Esta situación es, por supuesto, absurda. Si Epicuro acudiese al velatorio de Kafka con la
idea de hacer desaparecer el dolor de los corazones de sus seres queridos,
probablemente su padre, un furioso Hermann Kafka, lo echaría de allí a patadas.
Al imaginar esta situación vemos que el argumento de Epicuro es ridículo si
pretendemos tomarlo en serio. Epicuro parece ignorar que no es necesario tener
experiencia de la muerte (cosa difícil) para sufrir en vida el terror y la
amenaza que suponen su conocimiento; no podemos experimentarla, pero ello no es
necesario para que nos atormente conocer su existencia. Si Epicuro tuviese
razón, si preocuparse por la muerte fuese absurdo, la obra de Kafka en buena
medida carecería de sentido. Pero la muerte entendida como privación (expolio
supremo), sabernos finitos y entender que no podremos gozar de los placeres que
la vida nos ofrece, es una preocupación de una gravedad absoluta, y por tanto
ineludible. “Qué pasaría si siguiera durmiendo un poco y olvidara todas estas
locuras? –pensó, pero eso era del todo irrealizable, pues estaba acostumbrado a
dormir sobre el lado derecho, y en su estado actual era imposible adquirir esa
posición”. Del mismo modo que Gregor Samsa no puede ignorar su terrible
condición de insecto, el ser humano tampoco puede negar la importancia del
asunto más serio. El razonamiento de Epicuro no deja de ser una serena rabieta,
una inútil defensa por parte de un amante del placer. Es una huida por la
puerta de atrás a su querido jardín. Sorprende cuántos grandes filósofos a lo
largo de la historia se han adherido a la postura del filósofo griego.
Desde Lucrecio hasta Feuerbach, pasando
por Cicerón, Séneca o Plutarco. También don Arturo Schopenhauer, desde el rincón
del pesimismo, se deja contagiar por el entusiasmo hedonista cuando afirma que
preocuparse por la muerte tendría tan poco sentido como preocuparse por el
estado precedente a nuestro nacimiento. “La infinitud posterior [después de mi
vida] sin mí puede ser tan escasamente espantosa como la infinitud anterior
[antes de mi vida] sin mí, dado que ambas solo se diferencian por la
intromisión de un efímero lapso vital”. En la otra orilla, bien lejana, se
habría perdido un náufrago llamado Unamuno, que en la soledad
de su paraje gritaría al viento que la muerte es un mal, el mayor de todos,
incluso independientemente de las privaciones que conlleve, sin tener en cuenta
los bienes que nos arranque a su llegada. En Diario íntimo se
confiesa:
Lo que me espanta es la aniquilación,
la anulación, la nada más allá de la tumba. ¿Qué más podría hacer el infierno?,
solía decirme a mí mismo. Y esa idea me atormenta. Yo diría que, en el infierno
se sufre, pero uno está vivo; y lo que importa es vivir, ser, incluso si se
está sufriendo.
Desde luego la obra de Kafka no
parece concordar con la trágica desesperación del vasco. Como hemos visto, la
muerte en su universo aparece a veces como salvación, tanto como amenaza
insoslayable. “El puente”, un personaje
cosificado, nos revela el cumplimiento de la constante amenaza que siempre lo
había acechado: “Estaba desgarrado y atravesado por los afilados salientes que,
desde los furiosos remolinos me habían contemplado siempre con mirada
pacífica”. Son estas amenazas las que desde la antigüedad se esconden en la
literatura. La muerte como el problema fundamental lo encontramos ya en Sófocles, cuando Edipo se refiere a la suya como “El
momento supremo de mi vida”. Edipo y Sileno, de haberse conocido, bien podrían
haberse burlado juntos del rey Midas. La sentencia
del viejo rey sin ojos, en sus últimos momentos, recuerda a la del fauno
bebedor: “No haber nacido es la suprema razón; pero una vez nacido, de donde
uno ha venido es lo que procede lo más pronto posible”.
Kafka no es el primero en poner de manifiesto las contradicciones del ser humano a través de la animalización. El mismo Cervantes en El coloquio de los perros ofrece un valioso ejemplo de cómo dos animales pueden reflexionar agudamente sobre su tiempo. Sin embargo Kafka, al elegir como protagonista a un insecto, lleva al extremo la deshumanización de su protagonista. En su literatura anticipó la violencia anónima que se cernía sobre Europa. La violencia de las cámaras de gas, donde como Josef K., la víctima no puede rebelarse contra un agresor invisible, y en las que unos años después morirían sus tres hermanas y dos de las cuatro mujeres con las que más apasionadamente tuvo relación. Gran parte de la obra de Kafka está perdida. Dora Diamant se hizo cargo de muchos de los manuscritos, y aunque la actriz polaca logró escapar a Londres, no consiguió salvar de la Gestapo también a su amor. Sería Max Brod quien obedecería las ocultas plegarias de su querido amigo Franz, cuando este le pidió que destruyese su literatura. En las súplicas del genial tuberculoso están sus ansias de vivir.
(El vuelo de la lechuza / 22-8-2018)
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