por Andrés Seoanees Nooteboom.
“Cees estaba muy
ilusionado y a la vez muy asustado, por su edad y sus achaques (a sus 88 años
ha pasado nueve veces por el hospital en los últimos meses), pero le costó
muchísimo tomar la decisión de no venir y está realmente compungido”,
explicaba Isabel-Clara Lorda Vidal, traductora del escritor al español. Una
ausencia que desluce apenas la entrega de un merecido Premio Formentor que el jurado
concedió en abril a un escritor “viajero que ha hecho del nomadismo una actitud
filosófica, estética y espiritual que trasciende las fronteras y revela la
naturaleza expansiva de los horizontes humanos”.
“El tiempo en el que vivimos es un tiempo incierto en que las cosas que
damos por sentadas no siempre son seguras”, afirma Cees Nooteboom (La Haya, 1933) al inicio de su
discurso de recepción del premio, que sirve de arranque al fin de semana
de Conversaciones Literarias que se celebrarán
en Mallorca bajo estrictas medidas sanitarias. Sobre el premio, el escritor
expresa su “agradecimiento por este gran honor. A principios de la
década de los sesenta, dos de los escritores que yo más admiraba, sin
comprenderlos del todo, el irlandés Beckett y el
argentino Borges, recibieron este
mismo premio… Borges, el vidente ciego, se convirtió con el paso del tiempo en
una figura mitológica, como la propia literatura, una constante fuente de
inspiración, un ejemplo de erudición y de la posibilidad de jugar de una manera
superior con todo lo que uno ha leído”, recuerda.
Antes de entrar en materia, otro guiño a una tierra muy querida para él,
Menorca, que este año no pudo pisar por primera vez en 46 veranos por culpa del
coronavirus. “La isla en la que se encuentra Formentor es vecina de mi
isla, Menorca, que no es mía, por supuesto, aunque yo diga ‘mi’ isla, pero sí
es el lugar donde he escrito gran parte de mis libros y poemas en los últimos
cincuenta años. De modo que el premio que recibo es para mí, en cierto
sentido, como llegar a casa”, reconoce Nooteboom.
Pero entrando en materia puramente literaria, hablar de la obra de
Nooteboom es hablar de la producción de uno de los mayores y más originales
escritores europeos contemporáneos. Autor de una copiosa bibliografía
que incluye poemarios, novelas, ensayos y libros de viaje, y de traducciones de
poesía española, catalana, francesa y alemana, el escritor colecciona
reconocimientos como el Premio Europeo Aristeon de Literatura (1993)
por La historia siguiente, el Premio Bordewijk, el Premio Europeo
de Poesía (2008), el Premio de Literatura Neerlandesa (2009) y el mayor
galardón que se concede en la literatura de viajes, el Premio Chatwin (2010).
“¿Cuándo se convierte uno en escritor? ¿Es gracias a la lectura o
gracias a la vida? ¿O es por una combinación accidental o, por el
contrario, intencionada de ambas?”, se pregunta el escritor, que afirma que
muchas de estas cuestiones nacen de que muchos de sus contemporáneos, vivió en
sus carnes la Segunda Guerra Mundial, muy dura en Holanda. “Aquella guerra,
sin que yo me diera cuenta entonces, se convirtió también para mí en una fuerza
nada desdeñable que afectaría mi vida y, por lo tanto, mi escritura.
Nuestra casa en La Haya sería destruida en este mismo bombardeo; todavía
conservo en mi retina la imagen de aquel irreconocible montón de piedras”.
Un erudito autodidacta
Pero además de la guerra, en la que falleció su padre, otro gran pilar
del Nooteboom actual fue una ciudad educación clásica recibida primero en un
seminario de franciscanos y luego de agustinos, de los que fue sucesivamente
expulsado. No obstante, esta educación plantaría en él la semilla de los textos
clásicos y la lectura: “los clásicos que allí me enseñaron ejercerían una
influencia duradera en mi obra, que a partir de aquel momento se caracterizaría
por una continua existencia nómada”. Estamos ante otro de los elementos más
destacados de la literatura de Nooteboom, el nómada, el peregrino, que hizo del
viaje no sólo un modus vivendi sino una forma espiritual. Y
literaria.
“Su formación es la herencia del mundo clásico y de sus numerosos
viajes, una mezcla de lo aprendido a través de la literatura y de la
experiencia”, explica su traductora. “Yo no podía imaginarme en una
universidad, mi universidad sería el mundo. No creo que por aquel entonces ya
quisiera ser escritor. Tanto el orden como el caos se convirtieron en
parte de mi vida: el caos de estar siempre en camino unido a la necesidad de
escribir sobre ese estar en camino, y mi obsesiva y tenaz curiosidad gracias a
la cual aprendía idiomas mientras viajaba”, recuerda el escritor, que narra con
ironía la anécdota de cuando recibiendo un doctorado honoris causa en Londres
dijo a los estudiantes que “además de la universidad, existen formas
ilegales de aprender o de adquirir los signos externos de erudición”.
Pero a pesar de su reticencia al mundo académico, Nooteboom valora mucho
la experiencia lectora. “¿Cómo funcionan esas cosas? Saltas de un libro a otro,
algunos escritores no dejan de cautivarte a lo largo de toda la vida, tal vez
no los comprendiste del todo cuando los leíste por primera vez. Es una
escuela dura en la que uno mismo hace de alumno y de profesor, una escuela que
te acompañará toda la vida con descubrimientos siempre nuevos”, asegura
mientras defiende rotundamente el papel de las librerías, “una de las fuentes
de inspiración más importantes. Si algo nos ha demostrado la pandemia
es que el periodo de cierre de librerías ha convertido a los lectores y a los
escritores juntos en tristes huérfanos, algo que ni Amazon ni internet
pueden remediar, pues no son sino enfermeros en el hospital equivocado”.
La forja de un escritor
Pero volviendo a su vida, Nooteboom recuerda sus titubeantes inicios. “A
mis veintiún años, en 1954, escribí mi primera novela: Philip y los
otros. De esto hace ya 65 años y continúo escribiendo. En algún momento
dije que uno debe esperar, aunque no sepa qué. En 1963 escribí mi
novela El caballero ha muerto, que considero el fracaso más
importante de mi obra”, relata. Lorda Vidal nos explica que esto fue un
punto de inflexión ya que “esta novela experimental, que alternó tanto aplausos
como abucheos le hizo dejar de escribir novelas durante muchos años y le dio
que pensar. Descubrió que el escritor que se alimenta de la vida tiene
que llegar a cierta madurez antes de poder reflejar su interior, así que se
dedicó a las crónicas, los libros de viajes…”.
“Empecé a viajar, y, excepto mi poesía más o menos hermética, me situé
al margen del ambiente literario habitual, y me dediqué a escribir
sobre el mundo y sobre lo que veía en mis viajes. Budapest 1956, el Muro de
Berlín 1963, París 1968, Sudamérica después de Cuba, y de nuevo el Muro, pero
esta vez en 1989 y a continuación la Alemania unida…”, repasa Nooteboom que
recuerda como tras diecisiete años de silencio apareció la novela “Rituales,
el libro que yo había esperado todo ese tiempo. ¿Acaso fui consciente de que lo
esperaba? No, yo sabía que debía esperar, pero no sabía qué, a no
ser que, sin saberlo, hubiera estado esperando el instante de la ficción. Y
solo después de esto aparecieron mis otros libros”.
Una extensa nómina que extendería su fama también a nuestro país,
donde la editorial Siruela ha publicado libros como El desvío a Santiago (1992), donde
relata su peregrinar a la capital gallega, las novelas El día de todas las almas (2001), Perdido el paraíso (2006), Una canción del ser y la
apariencia (2010), el libro de relatos Los zorros vienen de noche (2009) donde esboza
temas como la memoria, la vida y la muerte, y varios ensayos como Hotel Nómada (2002), Cartas a Poseidón (2012), donde
reflexiona sobre la vida cotidiana, Dios y los mitos antiguos. También en los
últimos años se han recuperado libros de crónicas y viajes como Noticias de Berlin (2014)
o El azar y el destino (2016).
Nooteboom finaliza este repaso por casi siete décadas al servicio de la literatura con una nueva pregunta, cuestionándose “¿Qué había sucedido entretanto? Había vivido y había viajado. En un libro sobre el filósofo Ernst Bloch vi un capítulo titulado Ontologie des Noch-Nicht-Seins (Ontología del todavía-no). En esta historia que acabo de leerles, aparecen algunos recuerdos de juventud que proceden de la época del ‘todavía-no’”, reflexiona el escritor. “Vi, leí, esperé, y después escribí, y respecto a esto último puedo decir que me sigue alegrando no haber leído a Proust antes de esta época, porque también Proust pertenecía a la espera. Cuando al fin estuve preparado para ello, quise leerlo en francés, lentamente, página por página, hasta el increíble final de El tiempo recobrado, que me recordó al éxtasis de un montañero que ha alcanzado al fin la cumbre del Himalaya”, concluye el autor.
(EL CULTURAL / 18-9-2020)
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