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JOSEPH CAMPBELL - EL HÉROE DE LAS MIL CARAS (137) Psicoanálisis del mito

 2 / LA INFANCIA DEL HÉROE HUMANO (7)

 

El primer día en que Cucchulainn tomó las armas, fue la ocasión de su manifestación íntegra. No había nada de dominio sereno en la actuación; ni nada de la juguetona ironía que sentimos en los hechos del hindú Krishna. La abundancia de la fuerza de Cuchulainn  se revelaba por primera vez a él mismo, tanto como a los demás. Surgió de las profundidades de su ser y tuvo que mostrarse con rapidez y violencia.

 

Este suceso tuvo lugar también en la Corte del rey Conchobar el día en que Cathbad el druida declaro proféticamente que el joven que ese día tomara las armas y la armadura “sería aquel cuyo nombre sobrepasaría al de todos los jóvenes de Irlanda; pero su vida, sin embargo, se prolongaría por corto tiempo.” Chuculainn pidió un equipo de combate. Le dieron diecisiete equipos de armas que echó a perder con su fuerza, hasta que Conchobar lo invistió con sus propios avíos. Entonces hizo añicos todas las carrozas. Sólo la del rey fue suficientemente fuerte para soportar tal prueba.

 

Cuchulainn ordenó al cochero de Conchobar que lo llevara más allá del “Vado Vigilante”, y pronto llegaron a una remota fortaleza, el refugio de los hijos de Nechtan, donde cortó la cabeza de los que la defendían. Amarró las cabezas a los lados del carro. De regreso saltó al suelo “y por la fuerza y velocidad de su carrera” capturó dos ciervos de gran tamaño. Con dos piedras derribó a dos docenas de cisnes que iban volando. Y con correas y otras ataduras los amarró a todos, a las bestias y los pájaros, a los lados del carro.

 

Levarchan la profetisa contempló con alarma el carro que se aproximaba al castillo y a la ciudad de Emania. “El carro está adornado con las cabezas sangrantes de sus enemigos -declaró-; bellos pájaros blancos lleva en el carro y le hacen compañía, así como dos ciervos salvajes que están amarrados en el mismo.” “Yo conozco al guerrero del carro -dijo el rey-, es el hijo pequeño de mi hermana, que este mismo día asistió a los ejercicios militares. Seguramente que ha enrojecido sus manos, pero si su furia no se aplaca, todos los jóvenes de Emania perecerán por su mano.” Con mucha rapidez, debía encontrarse un método para calmar al joven, y uno se halló. Ciento cincuenta mujeres del castillo, con Scandlach por jefe y cabecilla “se desnudaron apresuradamente, y sin más salieron en tropel a su encuentro”. El pequeño guerrero, avergonzado o tal vez abrumado por aquella demostración de feminidad, bajó los ojos y en ese momento fue prendido por los hombres y sumergido en una vasija de agua fría. Los clavos y las ligaduras de la tina se deshicieron. El agua de la segunda hirvió. Pero la tercera sólo se puso muy caliente. Así calmaron a Cuchculainn y la ciudad fue salvada. (16)

 

“Era un muchacho muy hermoso: tenía siete dedos en cada pie y otros tantos en cada mano; sus ojos brillaban con siete pupilas cada uno; y cada una relucía con siete relámpagos como de gemas. En cada mejilla tenía cuatro lunares: uno azul uno escarlata, uno verde y uno amarillo. Entre una oreja y la otra tenía cincuenta largas trenzas de cabello amarillo claro, del color de la cera de las abejas o como broche de oro blanco que brillara bajo el sol más brillante. Llevaba un manto verde con broches de plata sobre el pecho y una camisa tejida en hilos de oro.” (17) Pero cuando era atacado por ese paroxismo o distorsión “se convertía en un ser extraño, temible y multiforme y desconocido”. De la cabeza a los pies, sus carnes, miembros y articulaciones se estremecían. Tenía los pies y las piernas vueltos del revés. Los tendones de su cabeza se apelotonaban detrás de su cuello en bolas mayores que la cabeza de un niño de un mes. “Tenía un ojo hundido hasta el occipucio; ni una garza podría sacárselo con el pico. El otro, en cambio, sobresalía, y descansaba sobre su mejilla. La boca llameante le llegaba de oreja a oreja. Los latidos de su corazón hacían tanto ruido como un mastín en la caza o un león luchando con los osos. Sobre su cabeza, entre las nubes, saltaban las salpicaduras ponzoñosas y las chispas ardientes debidas a su cólera salvaje. Si se sacudiera un manzano sobre su revuelta cabellera, ni una fruta llegaría al suelo, pues todas quedarían clavadas en los pelos erizados. En la frente llevaba el ‘paroxismo’, como una piedra de amolar gigantesca. Y, por último, de su cabeza brotaba un chorro de sangre turbia, más alto y grueso que el mástil de un buque, que saltaba hacia los cuatro puntos cardinales y formaba una neblina mágica, como el humo que envuelve al palacio cuando retorne el rey a la caída de una tarde invernal.” (18)

 

Notas

(16) Book of Leinster, 64B67B (Stokes y Windisch, op. cit., pp. 130-169); Hull, op cit., pp. 142-154.

(17) De Eleanor Hull, op. cit., p. 154; traducido del Book of Leinster, 68A (Stokes y Windisch, op . cit., pp. 168-171).

(18) Hull, op. cit., pp. 174-176; del Book of Leinster, 77 (Stokes y Windisch, op. cit., pp. 368-377). Comparar con la transfiguración de Krishna, supra, pp. 212-215 y lám. IV; ver también láms. II y XII.

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