por Cecilia Dreymüller
En el Café de la
Literaturhaus de Berlín, dirigido por el autor rumanoalemán Ernest
Wichner, Herta Müller, que reside desde su huida
de Rumania en 1987 en Alemania, es recibida como en casa. Dedica
primero unas palabras afectuosas a una camarera y entonces acude a su rincón
preferido, junto a la ventana, al resguardo de las miradas del público. A sus
62 años, su apariencia elegante, reforzada por una inconsciente gravedad, llama
la atención en cualquier parte, por mucho que ella automáticamente baje la
cabeza y lance sólo miradas furtivas a su alrededor. Su frágil figura
— tras recuperarse de una grave operación de estómago— está en abierto
contraste con la vivacidad de su discurso y la fuerza penetrante de su mirada.
En la trampa fue el título
de sus conferencias sobre poética en la Universidad de Bonn en 1995, que luego
quedaron reunidas en un libro homónimo. ¿Recuerda por qué lo eligió?
No lo recuerdo
bien, pero creo que… Una vez escribí una novela, La piel del zorro, sobre una piel de zorro que me
regaló mi madre para que me hiciera un cuello de abrigo cuando me fui al
instituto para cursar bachillerato. Era una de esas pieles que lo conservaban
todo: el hocico y todo. El hocico estaba reseco. Macabro, ¿verdad?
¿Qué hizo?
Bueno, naturalmente
yo no la podía cortar, ni me la podía poner, me daba terror colgármela en el
cuello con esas garras. Pero el día que la compramos, fui con mi madre a ver al
cazador para escoger una de las pieles que tenía clavadas en la pared en su
casa. Le pregunté cómo lo había cazado, si con la escopeta, y me contestó que
los zorros no se cazan con la escopeta: “Los zorros entran en la trampa”. Esta
frase se me quedó grabada. Luego vino la caza del zorro en mi piso. Los del
Servicio Secreto iban a mi casa mientras yo estaba fuera, y empezaron a cortar
la piel en pedazos, primero cortando la cola, después una pata, luego otra.
Semana tras semana faltaba otra parte. Pero yo seguía poniendo la piel en el
suelo, como una pequeña alfombra, pues pensaba que, mientras estuvieran
ocupados con el zorro, a lo mejor no se ocupaban de mí. El zorro estaba en la
trampa también en mi habitación. Todos estábamos en la trampa, el país entero
estaba en la trampa. Porque una trampa es un lugar de donde uno no puede salir,
ni puede dar marcha atrás. Puedes vivir como quieras, pero no sales de esta
situación. Los tres autores que escogí para esas conferencias en la universidad
estaban así, metidos en un callejón sin salida.
Son Theodor Kramer,
Ruth Klüger e Inge Müller, autores poco conocidos en Alemania. ¿Por qué ellos?
Las conferencias
que di trataban sobre la escritura y las dictaduras, un tema sobre el que me
invitaron a dar estas clases por mi propia biografía. Y a mí siempre me han
interesado las trayectorias vitales de los autores. Me resulta incomprensible
cuando dicen que no tienen importancia, o se puede prescindir de ellas, porque
esto lleva a una minimización de las cosas.
¿Por ejemplo?
Recordemos lo que
pasó aquí en Alemania con Paul Celan. Durante mucho tiempo se leía e
interpretaba a Celan sin tener en cuenta el Holocausto o la aniquilación de los
judíos. Simplemente se dejaba de lado, a pesar de que con este tipo de autores
el tema siempre está intrínsecamente entrelazado a su biografía. Y, por otro lado,
digo: ¿para qué escribir, si no existe una necesidad interior? A menudo esa
necesidad tiene que ver con la biografía, con las experiencias, con lo que se
ha vivido. Esos tres autores de los que hablé no pudieron elegir su tema. Esto
me interesa, porque en parte a mí también me sucede algo así.
Ruth Klüger se ha
traducido también en España; Inge Müller se conoce ahora por Heiner Müller,
pero Theodor Kramer sigue olvidado.
Sí, y, sin embargo,
antes de la época nazi Kramer fue uno de los poetas alemanes más conocidos.
Como socialdemócrata en Viena, naturalmente fue perseguido a partir de 1938.
Entonces escribió todos esos versos sobre la persecución. Hermosos poemas con
el soniquete de una canción… y con esta problemática tenebrosa. Es asombroso cómo
están entrelazadas las vivencias de Kramer con los poemas. Consiguió huir en el
último minuto, pero su madre fue asesinada en el campo de concentración. Él
huyó a Inglaterra, a Londres, y allí le internaron en un campo, como extranjero
enemigo. Fue terrible, en muchos casos, judíos alemanes fueron llevados a
campos de internamiento.
¿Dónde encontró los
poemas de Kramer?
En Bucarest, en un
anticuario. No hay que olvidar que allí, durante décadas, la gente iba
abandonando el país. Los intelectuales que iban al exilio tenían que dejar sus
bibliotecas. Y este libro lo compré allí, me costó a lo mejor lo que un billete
de tranvía. Nadie sabía qué libro era, estaba allí perdido.
¿Y los poemas de
Inge Müller?
Los encontré en mi
primera visita a Alemania, eso debió de ser en 1985. En una librería había una
caja con libros delante de la puerta. Allí estaba Si tengo que morir…, el único poemario de Inge que
fue publicado aquí, en Berlín. Me fijé en él porque leí en la solapa un apunte
biográfico donde ponía que había sido la esposa de Heiner Müller. ¡Vaya,
existían poemas de esta mujer! Ella había escrito las obras de teatro junto con
él; y al principio Heiner siempre la ponía como coautora, pero luego ya no. Lo
cierto es que la gran experiencia vital, el acceso a la gente, la capacidad de
observación, todo eso lo tenía Inge Müller. Heiner se hallaba más arriba, en
las altas esferas de la mente, en las capas más finas del aire.
Partiendo
justamente de un poema de Inge Müller en el tercer ensayo del libro, habla de
“la historia como suma de biografías, como suma de historias personales”. ¿Fue
esto lo que le atrajo de su poesía?
Sí, en realidad eso
se sobrentiende. La historia, ¿qué es la historia? Hoy, casi a diario, vivimos cosas
sobrecogedoras en todo el mundo, y a veces pienso, que eso también algún día
pasará a llamarse historia. ¿Pero quién interpretará todo esto y de qué manera?
La soberanía interpretativa, ¿quién la tiene? Se dan enormes conflictos por las
interpretaciones diferentes de las cosas. Cada parte tiene
una perspectiva completamente distinta, a veces es tergiversadora, falsifica
los hechos, otras veces es cierta. La mentira histórica, la negación de un crimen,
es tan común. Cuando se trata de grandes crímenes, en la mayoría de los casos
se niegan después. Y ya se sabe, en España también se sabe, cuánto tiempo
llevan estas cosas. ¡Si tras tantas décadas no es posible solucionar el
problema, y ni siquiera se sabe dónde está enterrada la gente y quién mató a
quién y a cuántos! Esto luego se convierte en historia. Es una cuestión
compleja que siempre me ha preocupado: ¿cómo se originan las grandes acciones
políticas?, ¿cómo surgen los aparatos de poder o las jerarquías? Sólo está
claro cómo se origina la impotencia, pues ella se queda fuera de todo. Siempre
me he preguntado por qué funcionan sistemas en los que se degrada, destroza y
aniquila al ser humano. Y por lo visto, funcionan tanto mejor cuanto más
potencial destructivo desarrollan.
Haber reflexionado
sobre esto tiene que ver con su biografía.
Naturalmente, tiene
que ver con todo lo que durante décadas vi a mi alrededor en esta Rumania
empobrecida, mísera, lúgubre. Por un lado, puntualmente descubres su juego, y,
por otro, la pregunta permanece inexplicable. No existe un método clarificador.
En casi cualquier asunto te encuentras sin saber qué hacer, deberías encontrar
otra forma de tratarlo y no sabes cómo, especialmente cuando estás en el medio.
Yo he estado muchos años en el medio.
¿Y qué hizo?
Bueno, intentas
manejarlo. Es decir, te conviertes en objeto de ti misma. Intentas ponerte al
lado de ti misma, clasificarte, clasificar lo que estás experimentando. Y
también lees para entender mejor la situación. Yo nunca he leído literatura,
siempre he querido saber cómo funciona la vida. Los autores que me han
fascinado siempre han sido los que en sus textos presentaban alguna
problemática que me enseñaba cómo se hace esto: vivir. ¿Cómo transcurre la
vida? ¿Cómo se puede soportar? Sin engañar, sin mentir. Eso está en los libros
de Ruth Klüger, su gran claridad; en los de Kramer es la historia de la
persecución; en Inge Müller la sinceridad implacable, ella que se suicidó tan
temprano, porque la experiencia de la guerra la dejó completamente hundida.
¿Era esto lo que
pensó desde el principio cuando leyó a estos autores?
Sabes que eres
presa de tu vida, también de tu biografía, que hay hechos que no se pueden
cambiar, que existen y ya existían antes de tu nacimiento. Te los ponen delante
y crecen en tu cabeza y ahí tú no haces nada. Por ejemplo, que mi padre estaba
en las SS, ahí no puedo hacer nada de nada; es una realidad que ya existía
antes de nacer yo. Sin embargo, la tengo que asumir y saber qué significa
dentro de un gran marco histórico que abarca prácticamente medio mundo. Por
desgracia, pues esos estuvieron casi en todas partes. Tantas veces he tenido la
sensación, cuando llegaba a un sitio: él ya estuvo aquí. En todos los lugares
donde los nacionalsocialistas estuvieron y destrozaron todo, mataron a la
gente, siempre pensaba: mi padre, mi padre. No puedo abstraerme de ello, ¿cómo
podría desentenderme de algo así? Y eso no sólo me ocurre en Israel, me pasa en
Polonia, en los países escandinavos, en Francia, en casi toda Europa.
Supuestamente todo eso es historia. [Suspira y hace una pausa]. No importa de
qué estemos hablando, siempre hablamos de historia o desde dentro de la
historia. Siempre nos encontramos dentro de la historia, de ahí no salimos, nos
pongamos donde nos pongamos.
“La historiografía
se limita a hacer recuento de lo sucedido, en el mejor de los casos”, porque
deja fuera las vivencias individuales. Usted se pronuncia en contra de las
generalizaciones de la historiografía.
Sí, por supuesto.
Aunque, la historiografía también es necesaria. Precisamos de un armazón
externo, necesitamos estadísticas, cifras, necesitamos grandes comparaciones
para las cosas que tuvieron lugar. Para concebir las grandes dimensiones. Pues
de dimensiones también se trata. Pero la parte individual la necesitamos
igualmente. Lo individual se escapa a esta historiografía. Eso incumbe a otros
ámbitos, como el arte, la literatura o el teatro. Todo aquello que no puede
prescindir del individuo, que vive a través del detalle, pues en el fondo
nosotros vivimos en el detalle, no somos capaces de existir en el panorama.
¿Lo equívoco de la
perspectiva histórica, cuando se adopta, es que el individuo no aparece?
Claro. Tampoco eso se le puede reprochar a la historia. Debe haber paralelamente otras cosas para contemplar un suceso, para evaluarlo. Probablemente no a través de uno solo, sino de muchos. Las perspectivas son cambiantes, cada individuo tiene una mirada diferente, un acceso diferente y finalmente también una posición diferente. Así se genera un conjunto a través de tantos y tantos elementos. La historiografía no puede acoger todo esto.
MUCHO MÁS QUE LITERATURA
El exhibicionismo propio de una época que ha
perdido por completo la noción de la intimidad, y la falta de calibre literario
de la mayoría de los escritores del yo, han conseguido que el
término “autobiográfico” se haya convertido en sinónimo de fatua insustancialidad.
Sin embargo, justamente la literatura del siglo XX, con sus dictaduras, guerras
y genocidios, debe a la concienzuda, dolorosa elaboración de relatos
autobiográficos no pocas obras de rango universal —de Primo Levi, Imre Kertész
o Varlam Shalámov— que reflejan la infinita gama del sufrimiento humano. Herta
Müller remite al lector de sus ensayos al término “autoficcional” de
Georges-Arthur Goldschmidt. Su proyecto literario se ha definido desde el
principio por la explícita reivindicación de la experiencia propia como
elemento fundamental de la escritura. Tanto sus novelas ubicadas en la Rumania
del conducator Ceausescu, En tierras bajas, La piel
del zorro y La bestia del corazón, como sus ensayos y
novelas posteriores, El rey se inclina y mata o Todo
lo que tengo lo llevo conmigo, procesan sus angustiantes vivencias y
giran siempre en torno a la persona interiormente rota por un régimen de
terror.
En los tres ensayos de En la trampa que acaba de publicar Siruela se presentan ahora las bases teóricas de la obra narrativa de la autora rumanoalemana. A raíz de unas lecturas en la Universidad de Bonn (en 1994), desarrolla su poética de la inseparabilidad de vida y obra, partiendo de textos —“la palabra expulsada por la angustia mortal”— que fueron escritos por personas “cuya amistad deseé e imaginé, cuando en la Rumania de Ceausescu buscaba algo a lo que aferrarme”. A Herta Müller nunca le ha planteado un dilema la relación entre escritura y vida como al por ella venerado Jorge Semprún. “Por los libros de los que quiero hablar, los autores pagaron un precio muy alto (casi siempre demasiado alto). Por eso no son mera literatura, entendida en el sentido más habitual de ‘trabajo con el lenguaje’. Son más que eso, porque al mismo tiempo constituyen una prueba de integridad personal de quienes escriben”.
Pocos ensayos consiguen perfilar con tanta inmediatez el contenido
político de un texto literario y establecer un nexo tan claro con la
actualidad. El lenguaje empleado es de una sencillez y a la vez precisión asombrosas
(aunque la traducción no siempre esté a la altura). El hecho de que se
originaron solo cinco años después de la caída del muro, ha motivado
seguramente en el primer ensayo las “hipótesis”, como llama Herta Müller su
tipología del colaborador, “pues hoy vuelve a haber mucha gente que, al hablar
de la RDA antes de la caída del muro, dice que no hay ninguna diferencia entre
plegarse a un régimen y negarse a hacerlo”. Las trampas de las que tratan estos
ensayos son diversas: por un lado, la gran trampa tendida por el régimen
totalitario al individuo que no renuncia a su dignidad; por otro lado, las
múltiples pequeñas trampas: de la honestidad, de la verdad, de la propia
memoria, de la reconstrucción. Imprescindible. C. D.
En la trampa. Herta Müller. Traducción de Isabel Adánez. Siruela. Madrid, 2015. 110 páginas.
(EL PAÍS de España / 8-8-2015)
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