1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
II. SEGUNDO PERÍODO:
VIOLENCIA Y HOSTILIDAD
DEL ESPACIO URBANO (4)
En La casa en la arena,
la brutal resinserción de la ciudad de la ciudad en el apacible universo de
Díaz Grey, refugiado en la playa tras graves problemas profesionales, trastorna
al médico habitualmente flemático, cuando surge un romance entre él y Molly, la
enigmática amiga de Quinteros “retirada por un tiempo de circulación”. Pero la intensidad
de esta relación con una enviada del mundo urbano tiene por contrapartida la
versatilidad, la extravagancia y hasta la falsedad de la mujer. ¿Ha sido
realmente enriquecedora la aventura? Si bien su esterilidad parece quedar
abierta a múltiples interpretaciones, en cambio, el poder brutalmente desestabilizador
de la ciudad, simbolizada aquí por la irrupción y la repentina retirada del
personaje femenino, no deja lugar a dudas. Sólo un anillo regalado por Molly a
Díaz Grey -sugeridor de la circularidad hechizante y oprimente a la vez del
recuerdo- atestigua la realidad de la aventura:
Díaz Grey abre la mano,
se acerca a la luz para mirar el anillo y soplar los granos de arena que se le
han pegado; lo deja sobre la mesa, bebe lentamente un vaso de vino, como si
fuera bueno, como si le quedaran cosas en qué pensar. Hay tiempo, se dice; está
seguro de que el Colorado no necesita ayuda. Cuando se resuelve a salir
encuentra, examina con indiferencia el último momento que puede ser incorporado
a la tarde brumosa: una franja de luz rojiza se estira muy alta sobre el río.
Enciende un cigarrillo y camina hacia el costado de la casa donde está el
galpón; piensa con indolencia que terminó por guardarse el anillo, que dejó
sobre la mesa el papel con los versos, que tal vez el deliberado cinismo baste
para limpiarlo de la pasión y su ridículo. (85)
Estos ejemplos, tomados
de textos que se inscriben en diferentes épocas y temáticas, demuestran que la
ciudad afirma, más allá de sus creencias, su poder corrosivo y su vitalidad.
Una vitalidad que aparece a todas luces en dos grandes novelas, Tierra de
nadie y La vida breve, concretando el objetivo confesamente
perseguido por la primera de ellas: la descripción del indiferente, el hombre
sin fe en su destino que representa la desgreñada y amorfa sociedad rioplatense
de los años cuarenta. Vemos entonces que si bien el mundo urbano onettiano no
ofrece el espesor del cosmos balzaciano -al que ha sido frecuentemente
contrapuesto- y el renunciamiento implícito del narrador a la omnisciencia en
favor del “perspectivismo” (o la múltiple focalización) fragmenta el relato, su
evocación de la ciudad no resulta en absoluto menos coherente. Más allá del
hormigueo de sensaciones visuales, auditivas y táctiles que intentan reproducir
las dos novelas, hay dos grandes temas que sobresalen y se perpetúan hasta las
últimas obras del escritor: la violencia y la geometrización del espacio, ejes
en torno a los cuales se estructurará el mundo urbano y la búsqueda de la
identidad.
El primero de estos dos
temas nace en la confluencia de una multiplicidad de agudos toques sensoriales,
como sucede en las primeras páginas de El pozo. Violencia visual y
violencia auditiva aparecen indisolublemente ligadas desde el comienzo. El
texto onettiano tiene bastante a menudo como punto de arranque un núcleo
funcional reducido y de una simplicidad por momentos desconcertante, sustentada
en verbos tan elementales como entrar, salir, caminar, mostrar, bajar, ver u
oír. Pero, insensiblemente, el lector accederá a un mundo regido por la tensión
y la agresividad. Agresividad más o menos evidente en la ciudad y generalmente
simbolizada, en Tierra de nadie, Para esta noche, La vida breve o Esbjerg,
en la costa, por la presencia chillona de algún letrero luminoso o el
brillo frío y duro de las luces de la calle. O la agresividad más acechante
todavía, aunque no menos real, de algunos toques insistentes o estridentes -“el
martilleo del puerto” (86) o los “golpes en erre” (87) de un inesperado
timbrazo de teléfono- que sobresalen entre una masa de sonidos amortiguados y
anónimos.
En todas las obras que
tiene por escenario a la gran ciudad, la hostilidad de los ruidos aparece
acompañada por la de los colores. Pero es en Tierra de nadie donde se
percibe con más intensidad la agresividad subyacente del mundo urbano, porque
el rigor de la composición favorece aquí notablemente el enfoque del tema de la
violencia. Analizaremos entonces más específicamente esta obra cuya
ejemplaridad al respecto y calidad estética ya han sido señaladas por la
crítica (87 bis). El primer capítulo de Tierra de nadie se abre con una
escena nocturna estructurada flexiblemente en torno a una luz, un rascacielos,
una esquina, un olor. Estos elementos pueden considerarse como definiciones del
rostro evanescente e inasible -casi hasta el límite de lo irreal- de Buenos
Aires. Sin embargo, más allá del chisporroteo de las notas sensoriales, la
ciudad no demora en adquirir una dimensión opresiva, como lo revelan las
primeras dos secuencias de este capítulo que no dudamos en citar extensamente,
dada la sutileza con que el tema de la violencia se encuentra abordado y desplegado:
El taxi frenó en la
esquina de la diagonal, empujando hacia el chofer el cuerpo de la mujer de pelo
amarillo. La cabeza, doblada, quedó mirando la carta azul que le separaba los
muslos. “Nos devolveremos el uno al otro como una pelota, un reflejo…”.
Mientras suspiraba, “nos
devolveremos el uno al otro”, sorprendió el nacimiento del
gran letrero rojizo.
Una mancha de sangre: Bristol.
En seguida el cielo azuloso y otro golpe de luz: Cigarrillos importados.
Nuevamente el cielo. En la cruz de las calles las enormes letras golpeaban el
flanco del primer rascacielos, su torre escalonada. Bristol, el aire,
cigarrillos, pequeñas nubes. Los golpes rojos se corrían por las azoteas
desiertas, manchando fugazmente el gris hosco de los pretiles.
Atravesando la ventana
sucia, sonrojaban la sonrisa del hombre en la lámina
pegada a la pared. Un rápido abanico cerrado en los muros y una gruesa barra en
la colcha de la cama, cruzando la culata ya fría del revólver. La mano del
hombre dormido colgaba junto al piso. Ausente de las sombras y las rápidas palabras
rojas, el hombre respiraba lento y sonoro, una mano en la hebilla del cinturón,
la derecha hacia las tablas con manchas y escupitajos.
Afuera, en la luz
amarilla del corredor, otra mano avanzó, doblándose, en el pestillo. Llave. El
hombre gordo dobló los dedos fastidiado y esperó. “Con tal que no se le haya ocurrido…”
Golpeó
con los nudillos.
Pero la única cosa viva
en el pequeño cuarto era el temblor luminoso en la pared y la gruesa franja
ligera que resbalaba en la colcha. (88)
Notas
(85) La casa en la
arena, en Tiempo de abrazar, pp. 106-107.
(86) Tierra de nadie,
pp. 25-26
(87) Ibíd., p. 13.
(87 bis) Jaime Concha, “Sobre
Tierra de nadie” en Onetti, Biblioteca de Marcha, Montevideo,
Uruguay, 1973.
(88) Ibid, p. 9. El subrayado es nuestro.
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