En 1614 Cervantes publicó ‘Viaje del Parnaso’, un relato en verso sobre
una batalla alegórica que libran el propio autor y algunos de los poetas más
destacados de su época para defender el Monte del Parnaso del ataque de los
«poetastros» mediocres. Entre los que luchan a su lado, Cervantes nombra a Luis
de Góngora, de quien dice:
«Aquel que tiene de escribir la llave,
con gracia y agudeza en tanto extremo,
que su igual en el orbe no se sabe
es don Luis de Góngora, a quien temo
agraviar en mis cortas alabanzas,
aunque las suba al grado más supremo».
Góngora, junto a Lope de Vega y (su archienemigo) Quevedo, son los
nombres que sostienen el llamado Siglo de Oro de la Poesía Española. Sus vidas
se cruzaron en el barrio de las Letras, en el corazón de Madrid, donde los
tres, y otros autores como Cervantes, tuvieron su residencia durante años. Pero
antes de describir la relación que existía entre ellos necesitamos volver atrás
en el tiempo.
Fue un 11 de junio de 1561 cuando nació en Córdoba Luis de Góngora, hijo
de un juez de bienes confiscados por la Inquisición y de una dama de la
nobleza. Comenzó a llamar la atención por su talento como poeta cuando
estudiaba en la Universidad de Salamanca y su gusto por los versos satíricos (y
por las diversiones más terrenales) le causó más de un problema cuando actuaba
como canónigo en la catedral de Córdoba. Su trabajo en el cabildo le llevó a
viajar por distintas ciudades españolas, desde Granada o Jaén hasta Salamanca o
Madrid, y en esos años fue componiendo sonetos, romances y letrillas satíricas
con las que ya consiguió hacerse cierto nombre.
Su famosa enemistad con Quevedo surge, al parecer, cuando ambos
coinciden en Valladolid. Góngora había recalado en esa ciudad hacia 1603 en
busca de una mejor fortuna. Quevedo, diecinueve años más joven, se encontraba
estudiando en la Universidad, aunque ya tenía fama como escritor y poeta y una
cierta relevancia en la vida política. Durante aquella estancia en Valladolid
comenzaron a circular poemas en los que Quevedo, bajo el seudónimo de Miguel de
Musa, parodiaba el estilo cultista de Góngora. Al canónigo cordobés, por
supuesto, no le hicieron ninguna gracia. Estaba convencido de que lo que
buscaba Quevedo era conseguir la fama a su costa, dañando su reputación. Su
contestación llegó con estos versos:
«Musa que sopla y no inspira
y sabe que es lo traidor
poner los dedos mejor
en mi bolsa que en su lira,
no es de Apolo, que es mentira».
Lejos de apaciguarse, el enfrentamiento fue creciendo en intensidad con
cada poema que se dedicaban mutuamente, vistiendo los insultos y las pullas con
un gran ingenio, atacando y contraatacando con intercambios como estos.
Comienza Quevedo:
CONTRA DON LUIS DE GÓNGORA Y SU POESIA
Este cíclope, no sicilïano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisfero
zona divide en término italiano;
este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;
el minoculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;
éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.
Y responde Góngora:
Anacreonte español, no hay quien os tope.
Que no diga con mucha cortesía,
Que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope
¿No imitaréis al terenciano Lope,
Que al de Belerofonte cada día.
Sobre zuecos de cómica poesía
Se calza espuelas, y le da un galope?
Con cuidado especial vuestros antojos
Dicen que quieren traducir al griego,
No habiéndolo mirado vuestros ojos.
Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
Porque a luz saque ciertos versos flojos,
Y entenderéis cualquier gregüesco luego.
Se dice que cuando ambos coincidieron en el Barrio de las Letras, en
Madrid, solían lanzarse versos envenenados por la calle. Pero el golpe
definitivo sucedió cuando Quevedo echó a Góngora de su propia vivienda. El
poeta cordobés había acumulado cuantiosas deudas que le obligaron a vender su
casa en la entonces calle Cantarranas. La propiedad cayó en manos de su
archienemigo Quevedo quien, en el invierno de 1625, desahució a Góngora por no
poder pagar el alquiler.
Góngora tuvo también una relación difícil con Lope de Vega, de quien
despreciaba tanto su fama como la facilidad con la que producía sus obras. En
este soneto, por ejemplo, se burla de la ‘simpleza’ de la poesía de Lope y de
sus seguidores:
«Patos de la aguachirle castellana,
que de su rudo origen fácil riega
y tal vez dulce inunda nuestra Vega,
con razón Vega por lo siempre llana:
pisad graznando la corriente cana
del antiguo idioma y, turba lega,
las ondas acusad, cuantas os niega
ático estilo, erudición romana.
Los cisnes venerad cultos, no aquellos
que escuchan su canoro fin los ríos;
aquellos sí, que de su docta espuma
vistió Aganipe. ¿Huis? ¿No queréis vellos,
palustres aves? Vuestra vulgar pluma
no borre, no, más charcos. ¡Zabullíos!»
Por su parte, Lope veía a Góngora con una mezcla de irritación y
respeto. No faltan las burlas, pero también hay constantes alabanzas…
«El ingenio deste caballero [Góngora], desde que le conocí, que ha más
de veinte y ocho años, en mi opinión (dejo la de muchos) es el más raro y
peregrino que he conocido en aquella provincia, y tal que ni a Séneca ni a
Lucano, nacidos en su patria, le hallo diferente, ni a ella por él menos
gloriosa que por ellos».
…reflejadas también en sonetos como este:
«Canta, cisne andaluz, que el verde coro
del Tajo escucha tu divino acento,
si, ingrato, el Betis no responde atento
al aplauso que debe a tu decoro.
Más de tu Soledad el eco adoro
que el alma y voz de lírico portento,
pues tú solo pusiste al instrumento,
sobre trastes de plata, cuerdas de oro.
Huya con pies de nieve Galatea,
gigante del Parnaso, que en tu llama,
sacra ninfa inmortal, arder desea,
que como, si la envidia te desama,
en ondas de cristal la lira orfea,
en círculos de sol irá tu fama».
Góngora falleció en 1627, en una extrema pobreza y víctima de una
prematura arterioesclerosis, una enfermedad que llevaba tiempo padeciendo y que
probablemente fue también la causa de la amnesia que sufrió en sus últimos
años. Su espíritu ha pervivido, sin embargo, y se convirtió en el nexo de unión
de los poetas que conformaron la Generación del 27, que se reunieron en torno a
su figura en el Ateneo de Sevilla con motivo del tercer centenario de su
muerte. Así describía Federico García Lorca en una conferencia las últimas
horas de vida de Góngora:
«La mañana del 23 de mayo de 1627 el poeta pregunta constantemente la
hora que es. Se asoma al balcón y no ve el paisaje, sino una gran mancha azul.
Sobre la torre Malmuerta se posa una Iarga nube iluminada. Góngora, haciendo la
señal de la cruz, se recuesta en su lecho oloroso a membrillos y secos
azahares. Poco después, su alma, dibujada y bellísima como un arcángel de
Mantegna, calzadas sandalias de oro, al aire su túnica amaranto, sale a la
calle en busca de la escala vertical que subirá serenamente. Cuando los viejos
amigos llegan a la casa, las manos de don Luis se van enfriando lentamente.
Bellas y adustas, sin una joya, satisfechas de haber labrado el portentoso
retablo barroco de las Soledades. Los amigos piensan que no se debe
llorar a un hombre como Góngora, y filosóficamente se sientan en el balcón a
mirar la vida lenta de la ciudad. Pero nosotros diremos este terceto que le
ofreció Cervantes:
Es aquel agradable,
aquel bienquisto,
aquel agudo, aquel sonoro y grave
sobre cuantos poetas Febo ha visto».
(Poética 2.0)
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