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Los tiempos todavía eran
duros. Cuando Mears-Starbuck me llamó por teléfono para pedirme que me
presentara a trabajar el lunes yo fui el más sorprendido. Ya había trabajado en
decenas de cosas a lo largo de toda la ciudad y no me quedaba más nada por
hacer. Yo no quería un empleo, pero tampoco quería vivir con mis padres. Mears-Starbuck
era una compañía que tenía grandes almacenes en muchas ciudades, y no podía
imaginarme lo que me iba a tocar hacer.
El lunes fui caminando
hasta el gran almacén que quedaba a pocas cuadras de mi antiguo instituto, con
mi comida envuelta en una bolsa de papel marrón.
Todavía no entendía por
qué me habían elegido. La entrevista duró apenas unos minutos, y después tuve
que llenar varios formularios respondiendo lo que había que responder.
Con el primer sueldo que
me paguen, pensé, me voy a alquilar una pieza cerca de la Biblioteca Pública de
Los Angeles.
Mientras caminaba no me
sentí tan solo. Y en realidad no estaba solo, porque me venía siguiendo un
perro vagabundo. El pobre animal estaba terriblemente flaco, y se le podían ver
las costillas debajo del poco pelo que le quedaba. Era otra víctima apaleada, asustada
y acobardada por el homo sapiens.
Cuando me arrodillé para acariciarlo
pegó un salto hacia atrás.
-Vení, compañero… Soy tu
amigo… Vení…
Entonces se acercó, con
unos ojos inmensamente tristes.
-¿Qué te hicieron,
muchacho?
Él se siguió arrastrando
sobre la vereda, temblando y moviendo mucho la cola. Era bastante grande, y de
golpe se abalanzó empujándome la espalda con las patas delanteras y cuando me
caí me empezó a lamer la cara, la boca, las orejas y la frente. Me lo saqué de
arriba y me paré limpiándome la cara.
-¡Tranquilo! ¡Lo que
precisás es comer algo! ¡COMIDA!
Saqué un refuerzo de la
bolsa y le di un pedazo.
-¡Una parte para cada
uno, compañero!
Él apenas olfateó la
comida y después se fue cabizbajo y dando vuelta la cabeza para mirarme.
-¡Esperá, compañero! ¡Es
crema de maní! ¡Vení a comer un poco! ¡Dale, vení!
Entonces se me volvió a
acercar con mucha desconfianza. Busqué un refuerzo de bologna, lo partí, le
saqué la capa de mostaza barata y lo puse en la vereda.
El perro se acercó a
olerlo y se volvió a ir, aunque esta vez ni siquiera daba vuelta la cabeza.
Y yo me di cuenta que me había sentido tan deprimido toda la vida porque nunca me alimenté correctamente.
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