La aplicación de LSD en psiquiatría (2)
Al principio las alucinaciones eran del todo elementales: rayos, haces de
rayos, lluvia, aros, torbellinos, moños, sprays, nubes, etc., etc. Luego
aparecieron también imágenes más organizadas: arcos, series de arcos, mares de
techos, paisajes desérticos, terrazas, fuegos con llamas, cielos estrellados de
una belleza insospechada. Entre estas formaciones organizadas reaparecían también
las elementales que habían prevalecido al comienzo. En particular recuerdo las
siguientes imágenes:
-Una fila de elevados arcos góticos, un coro inmenso, sin que se vieran las
partes de abajo.
-Un paisaje de rascacielos, como se lo conoce de la entrada al puerto de
Nueva York; torres apiladas una detrás de otra y una al lado de otra, con innumerables
series de ventanas. Nuevamente faltaba la base.
-Un sistema de mástiles y cuerdas, que me recordaba una reproducción de
pinturas (el interior de una tienda de circo) vista el día anterior.
-Un cielo de atardecer con un azul increíblemente suave sobre los techos
oscuros de una ciudad española. Sentí una extraña expectativa, estaba contento
y notablemente dispuesto a las aventuras. De pronto las estrellas resplandecieron,
se acumularon y se convirtieron en una densa lluvia de estrellas y chispas que
fluía hacia mí. La ciudad y el cielo habían desaparecido.
-Estaba en un jardín; a través de una reja oscura veía caer refulgentes
luces rojas, amarillas y verdes. Era una experiencia indescriptiblemente
gozosa.
Lo esencial era que todas las imágenes estaban construidas por
incalculables repeticiones de los mismos elementos: muchas chispas, muchos
círculos, muchos arcos, muchas ventanas, muchos fuegos, etc. Nunca vi algo
solo, sino siempre lo mismo infinitas veces repetido.
Me sentí identificado con todos los románticos y fantaseadores, pensé en
E.T.A. Hoffman, vi al Malstrom de Poe, pese a que en su momento esa descripción
me había parecido exagerada. A menudo parecía hallarme en las cimas de la
vivencia artística, me abandonaba al goce de los colores del altar de Isenhaim
y sentía lo dichoso y sublime de una visión artística. También debo de haber hablado
repetidas veces de arte moderno; pensaba en cuadros abstractos que de pronto
parecía comprender. Luego, las impresiones eran extremadamente cursis, tanto
por sus formas cuanto por su combinación de colores. Me vinieron a la mente las
decoraciones más baratas y horribles de lámparas y cojines de sofá. El ritmo de
pensamiento se aceleró. Pero no me parecía tan veloz que el director del ensayo
no pudiera seguirme. A partir del puro intelecto por cierto sabía que lo estaba
apurando. Al principio se me ocurrían rápidamente denominaciones adecuadas. Con
la creciente aceleración del movimiento se fue haciendo imposible terminar de
pensar una idea. Muchas oraciones las debo haber comenzado solamente…
En general fracasaba el intento de concentrarme en determinadas imágenes.
Incluso se presentaban cuadros en cierto sentido contradictorios: en vez de una
iglesia, rascacielos; en vez de una cadena montañosa, un vasto desierto.
Creo haber calculado bien el tiempo transcurrido. No fui muy crítico al
respecto, puesto que esta cuestión no me interesaba en lo más mínimo.
El estado de ánimo era de una euforia consciente. Gozaba con la situación, estaba contento y participaba muy activamente en lo que me sucedía. De a ratos abría los ojos. La tenue luz roja resultaba mucho más misteriosa que de costumbre. El director del ensayo, que escribía sin cesar, me parecía muy lejano. A menudo tenía sensaciones físicas peculiares. Creía, por ejemplo, que mis manos descansaban sobre algún cuerpo; pero no estaba seguro de que fuera el mío.
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