1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en
colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
PRIMERA PARTE
UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA
URBANA
I.
PRIMER PERÍODO:
EL
ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (5)
Conviene sin embargo,
para captar mejor el homenaje manifiesto rendido a esta, no disociarla de un impetuoso
recurrir a la metáfora que también se exhibe en forma ostensible en el relato.
El vínculo casi orgánico que liga circularidad y metáfora está por otra parte
sugerido en las primeras líneas de Los niños en el bosque por la
evocación de la extraña canción sin palabras a la que se ha aludido más arriba.
En efecto, este pasaje de carácter onírico es tan acogedor a la curva como a la
metáfora. Formación compuesta, polivalente, reveladora de la dialéctica del
deseo y la prohibición y asimilable al contenido manifiesto de un sueño,
culmina en un despliegue de metáforas insólitas –“péndulo”, “cuna”, “caballo”-
que se suceden en una procreación irreprimible a intentan apresar la escena de
la canción sin palabras:
Aunque atristada de
aquella tarde del extravío de sus tres músicas -la que daba vueltas; aquella
otra que saltaba como una pelota en el chorro de agua de un salón de tiro,
yendo y viniendo la tercera: péndulo, cuna, caballo, el cepillo, oloroso a la
palabra “bosque”, de las carpinterías, aunque triste, era bailarina la canción.
Sin palabras, hablaba del anzuelo de plata en el mar; la niña hija del clavel y
la rosa; la caja de cristal y oro donde viaja muerto Mambrú entre sus cuatro
oficiales, frío y blanco, sordo al pío pío, pío pío pío pá del pajarillo sobre
la tapa. Hija de la tristeza; pero va en rápidos giros, la canción (55).
No puede sorprender entonces
el ver ampliarse el campo de acción de la metáfora, siempre estrechamente
asociada a la imagen de la curva. Bastaría como prueba de la metáfora
-recurrente en Los niños en el bosque- del “viboreo”:
La canción trepando
lenta, aire con sueño; cayendo en vértigo, crepitando en la granizada de las
botas.
La chica que él veía
recostarse y sonreírse en el balcón de la casa de la otra cuadra -la cada que
tenía un gran pájaro tendido y ensartado en los hierros de la puerta, hería el
piso luciente con las extrañas botas de terciopelo y le sonreía entre las
palabras sin voz del canto, guiñando los ojos pesados, ofreciéndose y
burlándose con el viboreo de la cintura. (…) Con un acompasado chisporroteo de
los grillos, la canción; y otra vez enmarcada en la puerta rojiza, los brazos
de la niña retomaban las mallas huidas de su red y -contoneo, oferta y burla-
continuaba el baile (56).
Recordemos que esta interviene
en un contexto muy particular: el sueño, o mejor dicho tal vez, la penosa
ensoñación o pesadilla que asalta al joven Raucho, víctima angustiada de
imágenes que transparentan y evidencian las pulsiones de su sexualidad
incierta. Heterosexualidad y homosexualidad se enfrentan a través del extraño y
andrógino objeto de su deseo, la “muchacha-Coco”, y le confieren a la metáfora
erótica del “viboreo de la cintura” su plenitud semántica. Pero más allá de la
sensualidad del movimiento serpentino, la agresividad larvada y el difuso
sentimiento de culpa ligados en lo sucesivo al amor es a decir verdad la función
misma de la metáfora -lo que en ella se transparenta- en Los niños en el
bosque. Al igual que el círculo, figura incluyente por excelencia, la
metáfora, a través de sus puentes extendidos entre realidades a primera vista
desemejantes, afirma por lo alto su capacidad englobadora, su voluntad de
integración. Pero a diferencia de aquel en el que todos los rayos convergen
ineluctablemente hacia un centro un tanto dominante (a imagen del “ojo bilioso”
(57) de la iglesia, símbolo de la censura moral), la metáfora no ejerce ninguna
coacción. Ella se contenta con sugerir la verticalidad vertiginosa del mundo
urbano, con celebrar su magia proliferante pero siempre frágil -como lo
recuerda la amenazadora imagen, plana y empobrecedora, de la “lámina” (58)- con
exaltar románticamente (59) sus correspondencias insospechadas (60). En una
palabra, la escritura metafórica de Los niños en el bosque implica un
acercamiento benévolo al mundo exterior, un acto de fe en la vida.
Al término de este
relato, pero también en Tiempo de abrazar y en El obstáculo -aunque
aquí con menos acierto- la ciudad adquiere una innegable dimensión poética.
Ella es belleza, siempre amenazada y siempre renaciente. Fortificada por su
homogeneidad y el espesor tranquilizador que le confiere la paleta de un
refinado colorista y el trazo ondulante y vivo de un dibujante visionario, ella
proyecta, por primera y quizás única vez en la obra de Juan Carlos Onetti, la
imagen de una sensualidad dichosa. Más allá de toda ideología precisa, el
Buenos Aires que se bosqueja lentamente en estas tres obras de juventud
participa de una visión mítica: él es la tierra prometida a cuyo asalto Juan
Carlos Onetti, joven escritor de treinta años, decide lanzarse para penetrar
sus misterios. Ciudad del deseo, atrayente pero igualmente inquietante. Tal vez
habría que buscar más allá del desafortunado extravío de algunas hojas las
razones profundas de la inconclusión de Los niños en el bosque y Tiempo
de abrazar. Es cierto que podríamos contentarnos con la cómoda versión de
los hechos aventurados por Juan Carlos Onetti y retomada por Jorge Ruffinelli
en el artículo que le dedica a las obras juveniles: la pérdida del final de Tiempo
de abrazar sería estrictamente casual y el carácter parcial del relato Los
niños en el bosque algo no significante. Pero la burlona desenvoltura con
la que Juan Carlos Onetti evoca, por ejemplo, Tiempo de abrazar, esa
“novela genial (…) que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso,
simplemente, porque la perdí en alguna mudanza” (61) y la sorpresiva
publicación, algunos años más tarde, de estos dos textos en su estado primitivo
hacen pensar que la no terminación de Tiempo de abrazar y Los niños
en el bosque no se debió simplemente al azar sino más bien a alguna
motivación misteriosa.
No sería forzar el texto
entrever en el destino extrañamente similar de estas dos obras el rechazo
(¿inconsciente?) a una cierta clausura del sentido, a una dramatización hacia
la cual el relato parece encaminarse pero que el novelista descarta con todas
sus fuerzas. Porque, ¿qué desenlace asignarle -especialmente en Los niños en
el bosque- a esa exaltada búsqueda que hace oscilar constantemente a los
personajes entre la esperanza y la desilusión, el agobio y el fervor, que sea
capaz de no empobrecer ni empañar la visión maravillada de estas dos obras de
juventud? Un final feliz, sin notas discordantes, hubiese podido parecer artificial
e incluso empalagoso, mientras que un final manifiestamente pesimista hubiese
resultado bastante desacertado por ser contrario a la lógica interna de los dos
relatos. La no-clausura del texto, en cambio, en la medida que evita la
necesidad de una elección apremiante y permite que coexistan las concepciones
más opuestas de la existencia, respeta el humanismo generoso que subyace en la
estética metaforizante de Los niños en el bosque y Tiempo de abrazar.
Pero, si bien ella puede aparecer como un tierno subterfugio del inconsciente
dirigido a prolongar cueste lo que cueste la visión encantada de los primeros relatos
de Juan Carlos Onetti, no es capaz de aplazar indefinidamente el surgimiento de
esa otra cara del mundo urbano, de esa aprehensión más brutal de la ciudad que
caracterizará plenamente a las obras de los años cuarenta.
Notas
(55) Ibíd., p. 111.
(56) Ibíd., p. 112.
(57) Ibíd., p. 111.
(58) Ibíd., p. 140. “Y me
parece haber perdido mi otra vida mágica. Pienso en la música; y la callejuela,
alero, rejas y hornacina, es sólo una lámina, grabado a tinta, que se sabe
muerta y por donde no es posible pasearse, ni desenroscar el agudo de los
violines ni saltar al misterio de la luna. Todo perdido”.
(59) Cf. el artículo
titulado “Hyperboles” de Gérard Genette, en Figures, colección “Tel Quel”,
Ed. du Seuil, 1966, pág. 250, donde el autor recuerda oportunamente que toda
retórica implica cierta idea de la Naturaleza. La poética clásica se apoyaría
-según él- sobre una retórica de la metonimia mientras que la poética romántica
privilegiaría una retórica metafórica. Porque la Naturaleza clásica es “reseentie
comme une surface sans profondeur, comme un enchainement de contigüités, elle
est horizontale et sans en-dessous; la nature romantique est au contraire
verticale: cést la forêt de symboles dont parle Baudelaire, ou la résonance
analogique se propague de bas en haut et de haut en bas”.
(60) Numerosos pasajes lo
confirman, especialmente el episodio donde Raucho y Coco penetran en un parque
para observar un muerto misterioso “que se mató en un banco al lado de las
rosas” (p. 134); e incluso el pasaje que lo sigue, en el que las percepciones
objetivas de Raucho lo arrastran insensiblemente hacia un universo irreal y
paralelo donde él evoluciona sin dificultad: “Alzó los hombros, coqueto y petulante.
Siguieron en silencio por un repentino olor de flores. Madreselvas o jazmines.
Pero Raucho los cambiaba en una vieja blancura lunar nunca vista, oída en una
música cuyo nombre no sabía. Limpia y serena, con una tristeza desgarrada de
gran noche de diciembre: e iba alguno, solo y lento, caminando por callejuelas
desiertas donde tomaban vuelo los violines, saliendo de la sombra de los viejos
muros para tocar la orilla y adentrarse en la zona misteriosa del blanco
reflejo, los callados espacios de claror donde golpeaban los pianos severos, lentos,
engolados por un terco pie en los pedales. (p. 135).
(61) Jorge Ruffinelli, “Onetti
antes de Onetti”, en Tiempo de abrazar, p. XLII.
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