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MARYSE RENAUD - A LA BÚSQUEDA DE UNA IDENTIDAD EN LA OBRA DE JUAN CARLOS ONETTI (12)

 

1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.

Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola


PRIMERA PARTE

UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA URBANA


I. PRIMER PERÍODO:

EL ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (5)

Conviene sin embargo, para captar mejor el homenaje manifiesto rendido a esta, no disociarla de un impetuoso recurrir a la metáfora que también se exhibe en forma ostensible en el relato. El vínculo casi orgánico que liga circularidad y metáfora está por otra parte sugerido en las primeras líneas de Los niños en el bosque por la evocación de la extraña canción sin palabras a la que se ha aludido más arriba. En efecto, este pasaje de carácter onírico es tan acogedor a la curva como a la metáfora. Formación compuesta, polivalente, reveladora de la dialéctica del deseo y la prohibición y asimilable al contenido manifiesto de un sueño, culmina en un despliegue de metáforas insólitas –“péndulo”, “cuna”, “caballo”- que se suceden en una procreación irreprimible a intentan apresar la escena de la canción sin palabras:

Aunque atristada de aquella tarde del extravío de sus tres músicas -la que daba vueltas; aquella otra que saltaba como una pelota en el chorro de agua de un salón de tiro, yendo y viniendo la tercera: péndulo, cuna, caballo, el cepillo, oloroso a la palabra “bosque”, de las carpinterías, aunque triste, era bailarina la canción. Sin palabras, hablaba del anzuelo de plata en el mar; la niña hija del clavel y la rosa; la caja de cristal y oro donde viaja muerto Mambrú entre sus cuatro oficiales, frío y blanco, sordo al pío pío, pío pío pío pá del pajarillo sobre la tapa. Hija de la tristeza; pero va en rápidos giros, la canción (55).

No puede sorprender entonces el ver ampliarse el campo de acción de la metáfora, siempre estrechamente asociada a la imagen de la curva. Bastaría como prueba de la metáfora -recurrente en Los niños en el bosque- del “viboreo”:

La canción trepando lenta, aire con sueño; cayendo en vértigo, crepitando en la granizada de las botas.

La chica que él veía recostarse y sonreírse en el balcón de la casa de la otra cuadra -la cada que tenía un gran pájaro tendido y ensartado en los hierros de la puerta, hería el piso luciente con las extrañas botas de terciopelo y le sonreía entre las palabras sin voz del canto, guiñando los ojos pesados, ofreciéndose y burlándose con el viboreo de la cintura. (…) Con un acompasado chisporroteo de los grillos, la canción; y otra vez enmarcada en la puerta rojiza, los brazos de la niña retomaban las mallas huidas de su red y -contoneo, oferta y burla- continuaba el baile (56).

Recordemos que esta interviene en un contexto muy particular: el sueño, o mejor dicho tal vez, la penosa ensoñación o pesadilla que asalta al joven Raucho, víctima angustiada de imágenes que transparentan y evidencian las pulsiones de su sexualidad incierta. Heterosexualidad y homosexualidad se enfrentan a través del extraño y andrógino objeto de su deseo, la “muchacha-Coco”, y le confieren a la metáfora erótica del “viboreo de la cintura” su plenitud semántica. Pero más allá de la sensualidad del movimiento serpentino, la agresividad larvada y el difuso sentimiento de culpa ligados en lo sucesivo al amor es a decir verdad la función misma de la metáfora -lo que en ella se transparenta- en Los niños en el bosque. Al igual que el círculo, figura incluyente por excelencia, la metáfora, a través de sus puentes extendidos entre realidades a primera vista desemejantes, afirma por lo alto su capacidad englobadora, su voluntad de integración. Pero a diferencia de aquel en el que todos los rayos convergen ineluctablemente hacia un centro un tanto dominante (a imagen del “ojo bilioso” (57) de la iglesia, símbolo de la censura moral), la metáfora no ejerce ninguna coacción. Ella se contenta con sugerir la verticalidad vertiginosa del mundo urbano, con celebrar su magia proliferante pero siempre frágil -como lo recuerda la amenazadora imagen, plana y empobrecedora, de la “lámina” (58)- con exaltar románticamente (59) sus correspondencias insospechadas (60). En una palabra, la escritura metafórica de Los niños en el bosque implica un acercamiento benévolo al mundo exterior, un acto de fe en la vida.

Al término de este relato, pero también en Tiempo de abrazar y en El obstáculo -aunque aquí con menos acierto- la ciudad adquiere una innegable dimensión poética. Ella es belleza, siempre amenazada y siempre renaciente. Fortificada por su homogeneidad y el espesor tranquilizador que le confiere la paleta de un refinado colorista y el trazo ondulante y vivo de un dibujante visionario, ella proyecta, por primera y quizás única vez en la obra de Juan Carlos Onetti, la imagen de una sensualidad dichosa. Más allá de toda ideología precisa, el Buenos Aires que se bosqueja lentamente en estas tres obras de juventud participa de una visión mítica: él es la tierra prometida a cuyo asalto Juan Carlos Onetti, joven escritor de treinta años, decide lanzarse para penetrar sus misterios. Ciudad del deseo, atrayente pero igualmente inquietante. Tal vez habría que buscar más allá del desafortunado extravío de algunas hojas las razones profundas de la inconclusión de Los niños en el bosque y Tiempo de abrazar. Es cierto que podríamos contentarnos con la cómoda versión de los hechos aventurados por Juan Carlos Onetti y retomada por Jorge Ruffinelli en el artículo que le dedica a las obras juveniles: la pérdida del final de Tiempo de abrazar sería estrictamente casual y el carácter parcial del relato Los niños en el bosque algo no significante. Pero la burlona desenvoltura con la que Juan Carlos Onetti evoca, por ejemplo, Tiempo de abrazar, esa “novela genial (…) que nunca llegó a publicarse, tal vez por mala, acaso, simplemente, porque la perdí en alguna mudanza” (61) y la sorpresiva publicación, algunos años más tarde, de estos dos textos en su estado primitivo hacen pensar que la no terminación de Tiempo de abrazar y Los niños en el bosque no se debió simplemente al azar sino más bien a alguna motivación misteriosa.

No sería forzar el texto entrever en el destino extrañamente similar de estas dos obras el rechazo (¿inconsciente?) a una cierta clausura del sentido, a una dramatización hacia la cual el relato parece encaminarse pero que el novelista descarta con todas sus fuerzas. Porque, ¿qué desenlace asignarle -especialmente en Los niños en el bosque- a esa exaltada búsqueda que hace oscilar constantemente a los personajes entre la esperanza y la desilusión, el agobio y el fervor, que sea capaz de no empobrecer ni empañar la visión maravillada de estas dos obras de juventud? Un final feliz, sin notas discordantes, hubiese podido parecer artificial e incluso empalagoso, mientras que un final manifiestamente pesimista hubiese resultado bastante desacertado por ser contrario a la lógica interna de los dos relatos. La no-clausura del texto, en cambio, en la medida que evita la necesidad de una elección apremiante y permite que coexistan las concepciones más opuestas de la existencia, respeta el humanismo generoso que subyace en la estética metaforizante de Los niños en el bosque y Tiempo de abrazar. Pero, si bien ella puede aparecer como un tierno subterfugio del inconsciente dirigido a prolongar cueste lo que cueste la visión encantada de los primeros relatos de Juan Carlos Onetti, no es capaz de aplazar indefinidamente el surgimiento de esa otra cara del mundo urbano, de esa aprehensión más brutal de la ciudad que caracterizará plenamente a las obras de los años cuarenta.


Notas

(55) Ibíd., p. 111.

(56) Ibíd., p. 112.

(57) Ibíd., p. 111.

(58) Ibíd., p. 140. “Y me parece haber perdido mi otra vida mágica. Pienso en la música; y la callejuela, alero, rejas y hornacina, es sólo una lámina, grabado a tinta, que se sabe muerta y por donde no es posible pasearse, ni desenroscar el agudo de los violines ni saltar al misterio de la luna. Todo perdido”.

(59) Cf. el artículo titulado “Hyperboles” de Gérard Genette, en Figures, colección “Tel Quel”, Ed. du Seuil, 1966, pág. 250, donde el autor recuerda oportunamente que toda retórica implica cierta idea de la Naturaleza. La poética clásica se apoyaría -según él- sobre una retórica de la metonimia mientras que la poética romántica privilegiaría una retórica metafórica. Porque la Naturaleza clásica es “reseentie comme une surface sans profondeur, comme un enchainement de contigüités, elle est horizontale et sans en-dessous; la nature romantique est au contraire verticale: cést la forêt de symboles dont parle Baudelaire, ou la résonance analogique se propague de bas en haut et de haut en bas”.

(60) Numerosos pasajes lo confirman, especialmente el episodio donde Raucho y Coco penetran en un parque para observar un muerto misterioso “que se mató en un banco al lado de las rosas” (p. 134); e incluso el pasaje que lo sigue, en el que las percepciones objetivas de Raucho lo arrastran insensiblemente hacia un universo irreal y paralelo donde él evoluciona sin dificultad: “Alzó los hombros, coqueto y petulante. Siguieron en silencio por un repentino olor de flores. Madreselvas o jazmines. Pero Raucho los cambiaba en una vieja blancura lunar nunca vista, oída en una música cuyo nombre no sabía. Limpia y serena, con una tristeza desgarrada de gran noche de diciembre: e iba alguno, solo y lento, caminando por callejuelas desiertas donde tomaban vuelo los violines, saliendo de la sombra de los viejos muros para tocar la orilla y adentrarse en la zona misteriosa del blanco reflejo, los callados espacios de claror donde golpeaban los pianos severos, lentos, engolados por un terco pie en los pedales. (p. 135).

(61) Jorge Ruffinelli, “Onetti antes de Onetti”, en Tiempo de abrazar, p. XLII.

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