El sitio de la Mulita (25)
Y cuando en su refugio el
joven Asistente hacía ratos que roncaba a pata suelta; y, más tarde todavía,
cuando el mundo entraba ya de lleno al anchuroso amanecer, el viejo Sargento Primero Cimarrón, revolviéndose
sobre los cojinillos, mantenía a raya el sueño y veía surgir de a una, detenerse
un momento y, luego, desaparecer para dar sitio a otra, las imágenes del Macá,
del Cabo Pato, del Cabo Lobo, del Gato Pajero, del Trompa Tamanduá, del Cuzco
Overo, del Veterano Avestruz, del Mao Pelada, del Halcón, del Flamenco, en fin,
de los catorce soldados momentáneamente a sus órdenes. Cada miliciano era
observado con minuciosidad en aquella especie de revista militar silente y a
ojos cerrados. Algunos, demoraban un rato en la mente del viejo Cimarrón;
otros, pasaban en seguida, como cuando el que sabe leer aprieta entre dos dedos
por el filo todas las hojas del libro y afloja después un poquito el pulgar… y
antes de llegar a las últimas páginas vuelve a abarcar todo el grueso… y
empieza otra vez…
-El hombre, el hombre hubiera
sido el Avestruz -se decía.
Y patente se le representaba
delante con la cabeza medio alzada de un costado, como cuando quería ver bien,
porque ya estaba muy corto de vista el viejo Veterano. Pensaba que a ese no lo
atajaban ni era capaz de entretenerse por el camino, en ranchos y pulperías. Y
que si había que pelear, ese hacía pata ancha y, allí no más, había desparramos.
Porque era serio. Pero los años acarreábanle al Avestruz el defecto de no darse
idea de nada…
Se superponían el Halcón,
asomando por el extremo de las botas de potro unos dedos como argollas, de
estribar desde chico en un huesito.
-¡Pero de este nadie
podrá saber nunca lo que piensa! -meditaba el Cimarrón.
Y era cierto. Imposible
conocer de quiénes era amigo el Halcón, y de quiénes no lo era. Y siempre
callado, empacado… ¡un verdadero cuero al sol, de seco! Capaz que se le proponía
la cosa y salía como escupida entre los dientes a contárselo al Comisario…
Tapó al Halcón el Cabo
Pato. Y se quedó de retrato a los pies del improvisado lecho de su Sargento
Primero, el quepis asomado hacia un hombro, las piernas abiertas; atrás, las
espuelas buscándose una a otra y, delante, las puntas de las botas mirando,
una, bien a su derecha y, la otra, a su zurda.
-¡No, qué esperanza!
Este, lo que quiere, es agarrar todo a chacota. Buen sentimiento tiene, no hay
que negar. Pero… ¡Y es comodón… como él solo! Y nunca se compromete a fondo.
También aquí se mostraba
sagaz el veterano Cimarrón. En efecto: viendo un rancho cerca de su trayecto,
ya estaba el caballo del Cabo Pato al rayo del sol, sin siquiera los cojinillos
dados vuelta, con las riendas por el suelo; y el “clase” adentro, precedido por
un ceremonioso “¡Compermiso!”, para quedarse, después, prendido al mate,
diciendo chuscadas por hacerse el sencillo a pesar de su autoridad, e incorporándose
de a poco cuando van a poner la mesa, a fin de dar tiempo al obligado:
-“Si gusta quedarse a comer
con nosotros”. Y si topa pulpería, hay chupandina, guitarra y patada para rato…
-Alarife, es, no hay que
negarlo -seguía en sus barruntos a ese respecto, el Cimarrón. -Y cuando cuadra,
con el sable hace una raya en el suelo al que sea… Pero le propongo la cosa… y
se zambulle entre las chilcas, que no le distingo ni el quepis.
Toda la razón seguía
teniendo el Sargento Primeto. Andar siempre contento era lo que al Cabo Pato le
pasaba. Y no hay alegre malo ni, tampoco, muy decidido para entrar de lleno en
las cosas. No es que sea cobarde el alegre, hay que aclarar. Lo que hay es que,
para todo, él es regularón, no más.
-¡Pucha, el Avestruz sí
que, hace unos años, hubiera servido para una misión de esta gravedá!
La imagen de este verano,
corriéndose desde atrás como en insistente oferta, había suplantado de golpe a
la estampa del Cabo Pato. Mas, en seguida, cubriola, a su vez, la de alguien
que, al sentirse metido en aquella exposición escudriñante, miraba para abajo
como sin saber qué hacer. Era el Trompa Tamanduá, desvanecido hasta el rosado
el rojo de sus bombachas por causa de los días que debieron estar bajo el agua con
el ahogado milico que fue su primitivo dueño. De ahí, asimismo, la razón del
herrumbre de la vaina del sable, el antiguo propietario del conjunto había
caído armado al arroyo, y de los botones de la chaquetilla; y de ahí, también,
la del tinte de esta, que de azul que había sido, tiraba en la actualidad al
celeste del alba.
-Cuando te afirmás a tocar el clarín, lo he dicho la mar de veces, hay que sacarte el sombrero. Pero a vos no te mandaría allí yo, ni aunque me encontrara en tranca.
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