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Yo podía ver con claridad lo que me esperaba: seguir siendo pobre toda la vida. Aunque tampoco me interesaba especialmente llegar a tener plata. No sabía bien lo que quería. Bueno, de alguna manera lo sabía. Lo que necesitaba era un lugar que me permitiera vivir escondido sin hacer nada. La posibilidad de llegar a ser alguien importante me enfermaba, en lugar de atraerme. Ser abogado, concejal, ingeniero o cualquier cosa por el estilo me parecía imposible. O casarme, tener hijos y enjaularme formando una familia. Tener que ir a trabajar todos los días y volver a mi casa de noche. Era imposible. ¿Acaso los hombres nacían para organizar picnics, festejar la Navidad, el 4 de Julio, el Día del Trabajo, el Día de la Madre y después morirse? Prefería ser un lavaplatos y volver de noche a mi pieza para emborracharme y dormir.
Mi padre tenía un plan extraordinario. Me dijo:
-Hijo mío, cada hombre tendría que poder llegar a comprar una casa. Después su hijo la hereda y compra su propia casa. Entonces cuando muere su hijo hereda dos casas y compra otra y su hijo va a tener tres casas…
La organización familiar era capaz de resolver todos los problemas. Él creía en eso. Mezclás a la familia con Dios y con la Nación, le agregás diez horas de trabajo diario y tenés todo lo que precisás.
Yo le miraba las manos, la cara y las cejas a mi padre y sabía que ese hombre no tenía nada que ver conmigo. Era un extraño. Mi madre no existía. Yo era un maldito. Todo lo que encontraba en mi padre era una especie de insipidez indecente. Y lo peor es que él tenía más miedo a fracasar que el resto de la gente. Cargaba con siglos de sangre campesina y de educación campesina. La sangre de los Chinaski había sido debilitada por unos cuantos esclavos que se pasaron la vida persiguiendo pequeños objetivos ilusorios. En el árbol genealógico de los Chinaski no hubo ningún hombre capaz de decir: “¡No quiero una casa, quiero mil casas y ahora mismo!”.
Mi padre me había mandado al instituto donde iban los ricos para que me contagiara observando a los muchachos que hacían chirriar sus cupés color crema acompañados por muchachas de vestidos brillantes. Y lo único que aprendí es que generalmente los pobres terminan sumergidos en la pobreza, y que los ricos no hacen nada más que olerlos y divertirse con ellos. No tienen más remedio que reírse, porque de lo contrario todo sería demasiado aterrador. Y eso pasa hace siglos. Nunca voy a perdonar a las muchachas que se subían a los cupés color crema donde ellos las esperaban riéndose. Era lo único que podían hacer, por supuesto, pero uno no dejaba de pensar que a lo mejor… Pero no. No había ninguna chance. El poderío económico significaba victoria, y la victoria era la única realidad.
¿A qué mujer le gusta vivir con un lavaplatos?
Durante todo el tiempo que estuve en el instituto traté de no pensar mucho en mi futuro. Me parecía mejor no pensarlo…
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