EL TEATRO INMEDIATO (19)
Presenciar el estreno de
la obra que se ha dirigido es una extraña experiencia. La víspera, durante el
ensayo general, uno está completamente seguro de que tal actor realiza un buen
trabajo, de que tal escena es interesante, airoso aquel movimiento, claro y
significativo ese pasaje. Situado entre el público, una parte de uno mismo
reacciona como este y se dice: “Me aburro”, “Ya lo ha dicho antes”, “Me va a
ocurrir algo si sigue moviéndose de esa afectada manera” e incluso “No entiendo
lo que quieren decir”. Aparte de que los nervios han puesto la sensibilidad a
flor de piel, ¿qué es lo que ocurre para que el punto de vista del director
sobre su propio trabajo sufra tan sorprendente cambio? Fundamentalmente, el
orden en que se suceden los hechos. Intentaré explicarlo con un ejemplo
concreto. En la primera escena de una obra la actriz se reúne con su amante. Ha
ensayado dicha escena con gran ternura y sinceridad y confiere al simple saludo
una intimidad que emociona a todos, si bien al margen del contexto. Ante el
público, queda de repente claro que el texto y la acción anteriores no han preparado
en modo alguno esa escena: tal vez el espectador está interesado en seguir la
pista a otros personajes y temas y, de pronto, se encuentra ante una joven que
murmura algo de manera casi inaudible a un hombre. Lo que parece frío, de
intención no clara e incluso incomprensible, en una escena posterior la
secuencia de los hechos hubiera podido llevar a un silencio en el cual ese
murmullo amoroso cobraría pleno significado.
El director intenta
mantener un panorama de la totalidad, pero ensaya fragmentos de la obra e
incluso cuando ordena un ensayo general es inevitable que tenga un conocimiento
previo de todas las intenciones de la pieza. En presencia del público, que le
obliga a reaccionar como público, ese conocimiento previo se desvanece y por
primera vez recibe las impresiones que produce la obra al desarrollarse en su
adecuada secuencia temporal, una escena tras otra. No es de extrañar que todo
parezca diferente.
Por esta razón cualquier
experimentador se interesa por todos los aspectos de su relación con el
público. En su búsqueda de nuevas posibilidades sitúa al espectador de
distintas maneras. Un proscenio, un ruedo, una sala perfectamente iluminada, un
granero o cuarto abarrotados, condicionan hechos diferentes. Cabe, sin embargo,
que la diferencia sea superficial; una más profunda puede darse cuando el actor
es capaz de interpretar sobre la base de una cambiante e interna relación con
el espectador. Si el actor consigue captar el interés del público, abatiendo
así sus defensas, y luego le engatusa para llevarlo a una inesperada posición o
conocimiento de la pugna entre creencias opuestas y absolutas contradicciones,
el espectador se hace más activo.
Dicha actividad no exige manifestaciones externas; el público que responde puede parecer activo, aunque esto sea superficial, ya que la verdadera actividad puede ser invisible, pero también indivisible.
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