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LA PATRIA Y LA TUMBA (8) Crónica ficcionada del golpe de estado y de la Huelga General - RICARDO AROCENA


RICARDO AROCENA

A la memoria de María Cristina Díaz Marrero

30 DE JUNIO. Como gigantescos tentáculos de metal, las columnas motorizadas surgen desde distintos puntos, para lanzarse sobre la ciudad. Avanzan por General Flores, por Carlos María Ramírez, por Camino Maldonado, por Veracierto... Cabe imaginarlas, en conjunto, como partes de una gigantesca araña que tiene su cabeza y sus múltiples ojos, con los que todo quieren vigilarlo, en la calle Agraciada, sede de la Región Militar Nº 1. Durante toda la noche el país entero esperó expectante la ofensiva machaconamente anunciada para generar miedo, inseguridad, parálisis, hasta que la araña despertó y comenzó a crecer. Tiene fuerza y poder y actúa como si la ciudad le perteneciera. Los Generales lo vienen reiterando en decenas de comunicados, el objetivo son las fábricas y las facultades ocupadas y por supuesto, dada la emergencia, las zonas que les son hostiles, en otras palabras los barrios populares. Es lo que planificó la estrategia militar y que los diarios de la dictadura describen como “un complejo operativo”. Las amenazas forman parte de la psicopolítica de Inteligencia Militar, que sabe que el enemigo continúa siendo peligroso mientras esté dispuesto a combatir y por eso lo intenta desarticular desde antes de cualquier posible confrontación, recurriendo al amedrentamiento. Su objetivo es desgarrar sus fuerzas, fragmentarlo, para concentrarse en el núcleo duro de los que resisten.  En la medida que los tentáculos avanzan, su retaguardia se aleja del socavón inicial. Los componen autos, motos, tanques, tanquetas, carros blindados y enormes camiones, sobre los cuales la soldadera arracimada entona cánticos anticomunistas para darse ánimo y sobrellevar el intenso frío. Entre aquella masa uniforme, más de uno se ve a sí mismo como el protagonista de la serie norteamericana, que por sí sólo acaba con la sedición y el mal, en todo caso es con lo que los cebaron sargentos y tenientes previamente al despliegue militar. Desde los vehículos otean con ojos fieros en la noche, en este caso no es como en el cine y el enemigo resulta inasible, vaporoso, fantasmal, su fisonomía no es muy diferente a la suya propia y se parece a la del que alguna vez se cruzaron en el barrio, en el almacén, en la puerta de la escuela. Para aquellos soldados adoctrinados y embrutecidos, esos rostros son solamente máscaras que ocultan la degeneración facinerosa de lo que llaman “pichi”. A nadie escapa que en cualquier momento iniciará un nuevo escalón en la espiral represiva, un nuevo apriete del cerrojo y crecerá la represión indiscriminada al hermano, al padre, a la madre, al hijo, a la hermana, a la esposa, al vecino, al compañero. En fábricas y facultades la consigna es clara, cuando lleguen no se les facilitará el ingreso, pero tampoco habrá resistencia y los locales serán entregados, la consigna del momento es reagruparse, organizarse y combatir.

***

Gloria Fernández camina nerviosa por la casa. Tiene mucho trabajo pendiente y para colmo los chiquilines con el encierro por el mal tiempo estuvieron insoportables, pero los golpes en la puerta la dejan paralizada. No espera a nadie a esa hora. ¿Quién será? Nada sabe de Tito ni de Milton y es un peso enorme el que tiene sobre sus espaldas. Mira por la ventana y ve un hombre alto, de unos cuarenta años, tiene pinta de obrero y un aire conocido y eso la tranquiliza.

-Traigo una carta de parte de su hermano -le dice ni bien abre. Gloria lo invita a pasar, pero el hombre se niega, dice que no es conveniente. La mujer lo deja todo y se sienta nerviosa en torno a la mesa, adonde en confuso orden, están amontonados una panera, útiles de costurera y pedazos de género prontos para coser. Le tiemblan las manos cuando abre las ajadas y amarillentas hojas de cuaderno y lo primero que constata es que efectivamente la letra es de Milton. Y con esfuerzo comienza a leerla.

“Querida hermana. Te mando estas líneas con un compañero. Estoy bien y te pido que se lo transmitas a la familia. ¡No imaginás cómo los extraño a todos! Me angustia pensar que no tenés dinero, que no tenés nada y que los gurises están en el medio de todo esto, pero es lo que nos ha tocado vivir y confío que el futuro es nuestro. Junto a otros trabajadores me tienen retenido, parece que nos van a llevar y a traer en camiones de ANCAP al cuartel y del cuartel a la Planta sin permitirnos pasar por nuestras casas, pero igualmente me las ingenié para mandarte estas líneas con un compañero que vive cerca de tu domicilio. No te preocupes, es de total confianza. Aprovecho para contarte lo que he vivido para que lo transmitas a todos los que puedas; como habrás visto, durante todo el viernes repitieron por televisión que hoy sábado a primera hora seríamos desalojados, por eso muchos no dormimos y nos preparamos para cuando entraran. Desde donde estaba, durante toda la noche, escuché los discursos de los oficiales arengando a la tropa con consignas anticomunistas. Lo habrás visto o te lo habrán contado, pero la “Operación Látigo” como la llaman, comenzó cerca del mediodía con tanquetas que tiraron la puerta de entrada. Me impactó el despliegue militar, autos, camiones, tanques, caballos y perros ocuparon las distintas calles de la Planta; con bocinas especiales hicieron un ruido ensordecedor, por lo visto querían asustarnos. Creo que quedaron sorprendidos por la cantidad de gente con que se encontraron. Cada pocos metros de cada camión saltaba un milico y quedaba en postura de combate, como si estuviera en Viet-Nam, sin embargo tardaron en ocupar la Refinería, adonde están obligando a trabajar a más de doscientos compañeros a punta de revólver. Pero nadie afloja y el resto del personal continúa en huelga, es importante que le digas a todos los que puedas, que el apoyo del barrio, de La Teja, nos da fuerzas como para continuar. Me sentí un poco impotente cuando la gente rodeó a los milicos para que no desocuparan. Entre la multitud reconocí a huelguistas de otras fábricas, a comerciantes, a estudiantes, a familiares de compañeros, a vecinos, ninguno patrinqueó pese a la prepotencia, a las amenazas y al imponente silbido de las bocinas. Y me sentí orgulloso de este barrio, en el que vos y yo nacimos y crecimos. Mientras unos soldados cegados de odio nos pegaban, otros temblaban con los gritos de ustedes y te confieso que me dio miedo de que ocurriera una masacre. Para siempre quedará en mi memoria la imagen de miles de manos aferradas a los alambrados, en particular de ustedes las mujeres, de abuelas, de hermanas, de esposas, de hijas, que nos alentaban. Desde el otro lado veía las manos ajadas, gastadas, arrugadas por el trabajo duro en las fábricas, en los talleres, en el trabajo doméstico, que se cerraban en un puño o nos saludaban y me sentí orgulloso de nuestra clase. Adentro de ANCAP también grupos de compañeros intentaron resistir: algunos se encerraron en un taller mecánico y los milicos tuvieron que romper los vidrios y tirar gas lacrimógeno, para poder entrar. En un principio hasta donde yo estaba no llegaron, llamé a otras secciones pero nadie contestaba, por lo que supuse que los habían desalojado. Al cabo de varias horas, unos compañeros y yo caminamos hasta la calle de la Gerencia. ¡Había cientos, miles de trabajadores! Hacían fila para que les tomaran una declaración. Algunos fuimos separados para habilitar el suministro y como te decía quedé retenido, pero nada cambia mi compromiso, es un compromiso contigo, con la memoria de nuestros padres, con Carolina, con la familia, con mi gente, con mi pueblo.  Y no les voy a fallar. Un beso grande a todos. ¡El fascismo no pasará! ¡Viva la CNT y la huelga general!”

Gloria relee varias veces la carta, luego la dobla meticulosamente y la esconde atrás de un portarretratos. Queda pensativa: le pesa no haber estado en el momento del desalojo, pero se justifica diciendo que los niños y el trabajo la absorbieron y que se enteró tarde de lo ocurrido, aunque en realidad, no está segura que de haber podido ir, realmente lo hubiera hecho. Durante los últimos años ha apoyado las "locuras", tal como las llama, de su marido y de su hermano, pero ha sido a regañadientes, lo suyo a lo sumo ha sido participar en alguna reunión en su casa y poca cosa más. Una vez Milton le dio algunos folletos para que leyera, pero la aburrieron y nunca pasó de la primera página. Es que esto de la política le ha parecido algo ajeno a sus necesidades cotidianas, por lo menos hasta ahora, ya que desde hace días su rutina ha sido completamente trastocada. Está cansada, vencida, y decide postergar el trabajo pendiente e irse a acostar. Poco a poco le va ganando el sueño, pero no puede evitar que la abrumen las imágenes de lo que Milton le relata en la carta, son imágenes con manos alzadas, con puños, con gritos y en las que se ve a sí misma colgada del alambrado de la Refinería, gritando por los suyos.

***

1º DE JULIO. Los siete tanques de guerra y cinco camiones repletos de soldados, entreparan la marcha al llegar a Villa Española, un barrio considerado hostil. El helicóptero sobrevuela y tranquiliza a la columna militar, que es comandada por el General Esteban Cristi, un hombre de pocas palabras, tono agresivo, con fama de violento, cuya presencia infunde más temor que respeto y para quien todo lo que lo rodea es un potencial enemigo. Su carácter agrio y autoritario encontró refugio en el Ejército, lugar desde donde impone su soberbia. Inspirado en la Doctrina de la Seguridad Nacional, ve a los civiles como posibles amenazas, por eso sospecha de todo y de todos en la medida que avanza rumbo a su destino: del que se asoma, de los que se detienen en las puertas de las precarias viviendas, de los que caminan enfundados en sus abrigos, del que a esa hora madruga o vuelve a su casa. En cada esquina intuye emboscadas y trampas y el camino hacia la fábrica FUNSA le parece plagado de peligros; por eso, circunspecto, no cesa de elucubrar prácticas y técnicas para detectar y destruir posibles insurgentes y sus bases de apoyo, contra los cuales está dispuesto a utilizar todos los recursos con los que cuenta el Ejército. Su objetivo además de desalojar la empresa es mantener bajo control la zona, desestima en principio influir en ella y anular el apoyo a los rebeldes, como indican los manuales contrainsurgentes. Es que siempre que le han hablado de Villa Española, ha sido para contarle de su indisciplina, de humeantes barricadas, de ollas populares, de territorios "liberados" y de interminables conflictos. Todas historias que en definitiva forman parte de la memoria de los vecinos, que suelen reunirse en las instituciones del barrio, para, grapa con limón de por medio, desgranar recuerdos heroicos, tanto en lo social como en lo deportivo. Y así los más jóvenes van conociendo los enfrentamientos a las patronales salvajes y la guapeza de apreciados vecinos, como el gran Obdulio que se puso al cuadro al hombro en Maracaná, o Alfredo Evangelista, que le dio pelea al mismísimo Mohamed Alí. El general entrecierra los ojos iracundos y relame sus labios, cuando entre las penumbras adivina los bidones repletos de combustible que han sido colocados por los obreros ocupantes para proteger la fábrica; se lo ha comentado a sus cofrades de la logia militar, está dispuesto a arrasar con todo lo que se le oponga de ser necesario. Pero por el momento envía a uno de sus subalternos a entrevistarse con el “enemigo”. No se le escapa que la planta industrial lo recibe con las luces apagadas y belicosos resoplidos de calderas, por eso la orden no deja lugar a interpretaciones: los ocupantes deben acatar lo que manda, es decir la inmediata y total desocupación de los edificios de la empresa. Mira frente suyo y rumia que está frente a una gigantesca y peligrosa colmena, desde la que mientras su enviado desciende del blindado, cientos de ojos observan. No tarda en dar comienzo un juego tenso, de idas y vueltas, durante el cual, como en una partida de truco, cada jugador se esfuerza por adivinar la estrategia opuesta. Eso lo enfurece. Suele estallar con gritos e insultos para imponerse por la vía del temor y del falso respeto. No es capaz de ver al otro como persona, con pensamientos y opiniones propias, siempre que alguien lo ha enfrentado lo ha menospreciado o ridiculizado. Por eso lo solivianta que simples trabajadores no acaten, que no se rindan. Y mucho más cuando le comunican la amenaza irónica de los obreros, que mandan decir que “ante la prepotencia están dispuestos a irse pero que a la Planta industrial la van a tener que apagar los militares, con todos los riesgos que esto implica”. No soporta los rechazos, ni las amenazas solapadas de “estos pichis”.  Y mucho menos que amenacen con que “puede volar todo”, por eso responde que va a ingresar con la tropa ni bien inicie la mañana. Y con furor brama para que el enviado lo transmita: “si tengo que entrar voy a entrar, aunque vuele todo, nosotros inclusive”. Pero nada obtiene y a determinada altura decide apostar a la división, a las diferencias del sindicato de orientación anarquista con la dirección de la Central Obrera, pero con desagrado recibe una vez más la respuesta de que aunque existan discrepancias la lucha es la misma. Cristi está irascible. Intenta adivinar entre las penumbras los gestos de los que negocian. Las posiciones son irreductibles. Pero los negociadores al final acuerdan que las tropas no van a entrar, que ningún funcionario de FUNSA será detenido, pero que sus nombres serán registrados y que el lunes siguiente todo el personal se reintegrará a trabajar. Ni bien lo enteran del acuerdo el General resopla, a medias satisfecho, en líneas generales ha logrado su objetivo. Al final ha impuesto su autoridad. Pablo López y sus compañeros observan desde una ventana las conversaciones mientras chistosamente comentan que a los comandantes la soberbia no les permite sospechar que alguien pueda burlarse de la tortuosa inteligencia militar. Es que los huelguistas han pergeñado una estratagema propia del barrio, de esas que se aprenden en el campito, como quien hace un caño, un quiebre, una gambeteada. Y por eso están felices y conversan que por el momento no tienen otra alternativa que abandonar el lugar, pero que ni bien retornen al trabajo, volverán a ocupar.

***

“Las Fuerzas Armadas, tienen dos caminos, estar con el pueblo, o ser sus asesinos” –gritan con furia Magdalena Martínez y Cristina Correa, tomadas del brazo. Forman parte de un cordón  que protege a la textil, cuando la consigna comienza a decaer, desde algún lugar cobra fuerza: “¡Soldado, soldado, también sos explotado!” El griterío tensa la atmósfera, sacude el follaje y espanta a los pájaros, que al volar esparcen una fina llovizna sobre sitiadores y sitiados. Pero además frena por un momento a la tropa y hace dudar a los oficiales que rodean la fábrica. El aire polar que llega desde el mar hace descender la sensación térmica y el frío congelante hace temblar a los militares, que sacuden, amenazantes, sus manos entumecidas.

No esperaban encontrar a tanta gente protegiendo el lugar. Miran y calculan: son cientos. A los ocupantes se les han sumado obreros de otras fábricas, estudiantes, comerciantes, vecinos, es una romería de gente que ha sido alertada por las bocinas y sirenas de los otros centros de trabajo. Ni bien comenzaron a zumbar, una verdadera multitud corrió a la textil; la gente tiene claro que si el Ejército logra desocupar, luego irá por el resto de las fábricas, talleres y lugares de trabajo de Maroñas, y también, que luego caerá sobre los ocupantes, como ya ha ocurrido en otros lados, con una represión sádica y salvaje. Por eso procuran frenar la embestida para negociar en igualdad de condiciones.

Los oficiales miran con furia a la multitud. Sus ojos están llenos de odio. Acostumbrados al “ordeno y mando”, no aceptan la desobediencia y lo que entienden es una subversión del orden. Están envalentonados y los une un sentimiento de cuerpo. Han arengado, acicateado y alimentado a la tropa con discursos de odio y compromisos de impunidad. Durante el día anterior, la Fuerzas Armadas desocuparon las empresas estatales y ahora, convencidas de su invencibilidad, se han propuesto hacer lo mismo en los cordones industriales diseminados a lo largo y ancho del país, en este caso en una zona adonde abundan las textiles, las curtiembres, las metalúrgicas y los talleres del transporte.

Cuando estalló el grito de alarma de que llegaban las tropas, Cristina arengaba a un centenar de trabajadores que no estaba ocupando y que simplemente se había acercado al portón de entrada para informarse, preocupados por las amenazas de despido. Aquella gente quedó, al igual que el resto, cercada por el cordón represivo, ya no podrá dar marcha atrás, pero la protege un denso colchón humano. Para ellos es hora de definiciones, de tomar partido. De romper con la indiferencia. Y muchos lo hacen. Frente suyo, a menos de media cuadra, un oficial conversa, mientras mueve sus brazos en forma enérgica, con un individuo bajo, calvo y de lentes dorados, que tiene el rostro enrojecido por la furia. Magdalena aprieta la mano de Cristina y la obliga a mirar:

–Ese es Daniel Mezzera, uno de los dueños de la fábrica. Seguramente está pidiendo que nos desalojen, sea como sea –le susurra al oído.

Lo conoce muy bien, es un individuo inflexible, duro con los trabajadores, que desde que comenzó la huelga no ha cesado de alentar públicamente a Bordaberry. En los últimos años ha estado en el tapete, acusado de malversación de fondos y otros escándalos.

El oficial da un grito y la tensión se rompe. Llueven los gases lacrimógenos sobre la gente. La primera fila de soldados avanza con bayoneta calada y protege al resto de uniformados que camina detrás, repartiendo garrotazos. Todo es confusión. Una niebla ardiente araña los pulmones, como si una mano invisible los apretara. Y entre gritos, decenas y decenas de manifestantes son empujados a ómnibus y camiones vacíos. Cristina enfurecida forcejea, le pica la piel, le arde la cara, se le queman los ojos. Pero resiste los intentos de arresto tirándose al suelo, desde donde la quieren levantar arrastrándola de un brazo. Súbitamente se ve libre y no entiende la razón, pero no tarda en comprender que sobre los uniformados llueven piedras, metales, cascotes, maderos, que permiten que Magdalena la arrastre hasta un lugar menos expuesto. Poco a poco la tropa va ganando espacios, ahora está frente al portón principal. Cuenta con el apoyo de una tanqueta, que lo arranca con gran estruendo. Y la gente va siendo colocada a lo largo del muro de la fábrica, con las manos apoyadas en él y las piernas abiertas. Es golpeada y manoseada por los oficiales, y controlada por perros adiestrados. Junto a ellos está Daniel Mezzera, que recorre la larga fila señalando a los delegados sindicales, que inmediatamente son apartados y encapuchados. Magdalena mientras corre, intenta ubicar a Cristina, pero no la ve por ningún lado y junto con otros compañeros busca refugio en la sección “Hilandería”. Por un momento el grupo se siente protegido. Magdalena se sienta contra una de las máquinas, entre los restos de hilo. Respira por la boca, cansada, hasta que le va llegando el sosiego. Uno de sus compañeros le dice que no pueden permanecer mucho tiempo en la sección y que mejor es buscar una salida, que en cualquier momento los milicos van a entrar. Pero otro le responde que no hay salidas, que los talleres están rodeados, que es imposible que no los encuentren. Magdalena escucha. Súbitamente recuerda que entre sus ropas guarda una carta de Héctor y decide destruirla, pero la lee por última vez. En realidad no necesita hacerlo, recuerda cada línea de lo que su esposo le ha escrito, en particular cuando le cuenta de la resistencia en Alpargatas. Claro está que lo que más la emociona son los versos camperos con que termina la carta y que la han conmovido, no solamente a ella sino a todos aquellos a los que se los ha leído. Los repasa una vez más para no olvidarse ni una coma y luego rompe el papel y lo esparce por el piso. Y como para reforzar su recuerdo recita las rústicas rimas en voz baja, hacerlo le da fuerza y paz. Pero la interrumpe la llegada de los soldados que con estruendo abren el portón de metal de la sección. Inmediatamente es detenida y puesta a disposición del oficial al mando, que le exige que diga el nombre de los dirigentes. Magdalena calla. Y junto con el resto de sus compañeros es atada y llevada a las piletas adonde se enjuaga la lana. Por alguna razón ha sido elegida para ser la primera en ser torturada. Piensa que con seguridad ha sido señalada por Daniel Mezzera, que la odia. Le ponen una capucha y después de alzarla en vilo, le hunden la cabeza en el agua sucia de orín, pasto y tierra, mientras es golpeada, manoseada y groseramente insultada. Magdalena contiene la respiración todo lo posible, pero le gana el pánico y la desesperación. Cada vez que la sacan del agua en que está sumergida intenta llenar sus pulmones de aire, pero la capucha no se lo permite y la ahogan los vómitos. Siente que le está llegando el final, pero en el momento menos esperado la dejan tirada en el piso, adonde tiembla por los nervios y por el frío congelante del patio. Su cara y sus manos han cobrado un color rojo azulado y es tal el temblor que le parece que en cualquier momento le va a fallar el corazón. Todo gira a su alrededor y la empuja a un pozo oscuro, pero la contienen los versos de Héctor, que tiritan en sus labios. Desde el casi desmayo en que se encuentra es testigo de otro interrogatorio, esta vez al compañero que había buscado salvarse y que desde su escondite, al ver que le hacían el submarino, detiene a los torturadores con gritos e insultos destemplados. Lo arrastran junto a ella. Y metódicamente lo golpean, hasta teñir de rojo el agua de la pileta.

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