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La Instrucción me
mantenía apartado de los deportes, mientras los otros muchachos se pasaban jugando
todo el día y conquistando a las chiquilinas. Yo me pasaba casi todo el tiempo
marchando a pleno sol. Lo único que veía era la espalda y el culo del tipo que
tenía adelante, y en muy poco tiempo me desilusioné de las maniobras militares.
A los demás les seguían gustando y aparecían siempre contentos y con los
zapatos bien lustrados. Yo pensaba que era un absurdo vivir preparándose para
que un día te volaran las pelotas. Pero tampoco me gustaba imaginarme agachado
con los hombros acolchados por un equipo azul y blanco que llevaba el número 69
y con un casco de fútbol empotrado en la cabeza, tratando de bloquear a una
bestia de mal aliento de otro barrio, para que el hijo del fiscal del distrito
pudiera pegarse una carrera de seis yardas. El problema era tener que seguir
eligiendo entre lo malo y lo peor, hasta terminar siendo un don nadie. A los 25
años la mayoría de la gente ya estaba acabada, y todo el maldito país se
llenaba de pelotudos que se pasaban manejando, comiendo, teniendo hijos y
votando al candidato presidencial que se parecía más a ellos mismos.
A mí no me interesaba
nada, y no tenía la menor idea de cómo iba a poder zafar de todo aquello. Los
otros tenían algún motivo para vivir, por lo menos, pero yo me sentía un discapacitado
incapaz de entender nada y lo único que quería era estar lejos de ellos. Pero
no había adonde ir. ¿Suicidarme? Jesucristo, eso iba a ser más terrible
todavía. Lo que hubiese querido era quedarme durmiendo durante cinco años, y
eso no me lo iban a permitir.
Así que seguía haciendo
la Instrucción en el Instituto de Chelsey, con aquellos granos que no hacían
más que recordarme lo jodido que estaba.
Hasta que llegó un día
especial, donde un tipo de cada escuadrón que había ganado la competencia del
Manuel de Armamento daba un paso al frente y se colocaba en una larga fila para
someterse la última prueba. Nunca supe cómo lo logré, pero el ganador de mi
escuadrón era yo. Y yo no era un ganador.
Era sábado. Había muchos
padres y madres llenando las tribunas. Sonó un clarín. Brilló una espada.
Tronaron las voces de mando. ¡Armas al hombro derecho! ¡Al izquierdo! Los
fusiles nos golpearon los hombros, las culatas golpearon el suelo y volvieron a
empotrársenos en los hombros. Las chiquilinas estaban sentadas en las gradas
con sus vestidos azules, verdes, amarillos, naranjas, blancos y rosados. Hacía
calor, y aquel aburrimiento era completamente ridículo.
-¡Estás compitiendo por
el honor de tu escuadrón, Chinaski!
-Sí, cabo Monty.
Era algo triste ver a las
chiquilinas esperando a su amante, a su ganador o a su ejecutivo de la gran
empresa. De golpeó se oyó crujir y desaparecer a una bandada de palomas
asustadas por un pedazo de papel que tremolaba en el viento. Lo que yo
necesitaba era estar borracho de cerveza, y en cualquier lugar menos en ese.
Enseguida que alguno
cometía un error se tenía que ir de la fila. Al poco rato ya había seis,
después cinco, después tres. Yo seguía allí, aunque sin ganas de ganar. Sabía
que me iba a quedar eliminado en cualquier momento. Lo que quería era estar
lejos. Me sentía cansado, aburrido y lleno de granos. Me importaba un carajo lo
que ellos querían ganar. Pero no podía cometer un error demasiado obvio, porque
el cabo Monty se iba a sentir herido.
Y de golpe quedamos
solamente dos de nosotros. Yo y Andrew Post. Post era el favorito. Su padre era
un famoso abogado criminalista y estaba en la tribuna con su mujer, la madre de
Andrew. Él sudaba pero se tenía confianza. Yo podía percibir que el único que
tenía energía era él.
Está bien, pensé, él lo
necesita, ellos lo necesitan. Las cosas son así, y se supone que tienen que ser
así.
Seguimos y seguimos
repitiendo distintos ejercicios del Manuel de Armamentos. Mientras miraba de
reojo los palos del arco que había en la punta de la cancha pensé que si me lo
hubiese propuesto, podría haber llegado a ser un gran jugador de rugby.
-¡PRESENTEN! -chilló el comandante y le pegué un manotazo a mi fusil. Había sonado nada más que uno. Y a mi izquierda no sonó ninguno. Andrew Post se había quedado congelado. Se oyó un rumor en la tribuna-. ¡ARMAS! -ordenó el comandante, y yo completé el ejercicio. Post también lo completó, pero llegó a destiempo.
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