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Desplegábamos nuestras
líneas, mandábamos una pequeña avanzada de exploradores y empezábamos a arrastrarnos
entre la maleza. Yo podía ver al coronel Sussex con su cuaderno, allá arriba de
la colina. Éramos los azules contra los verdes. Nos identificábamos con cintas
que llevábamos en el brazo derecho. Nosotros éramos los Azules. Arrastrarse
entre los arbustos era un verdadero infierno. Hacía calor. Estaba lleno de bichos,
polvo, piedras y espinas. Yo no sabía ni dónde estaba. Kozac, nuestro jefe de
escuadrón, se desmayó. Quedamos incomunicados y bien jodidos. Nuestras madres
iban a ser violadas. Entonces seguí arrastrándome, despellejado, arañado,
perdido y asustado, pero sobre todo sintiéndome un tonto bajo aquel cielo
despejado y en aquella tierra vacía, llena de colinas y arroyos. ¿Quién era el
dueño de aquella cantidad de acres? Posiblemente el padre de alguno de los
muchachos ricos. El Instituto había alquilado aquel campo, y no teníamos a
nadie a quien capturar. Había orden de NO FUMAR. Seguí reptando. No teníamos
cobertura aérea ni tanques. Nada. Éramos un puñado de maricones haciendo una
estúpida y absurda maniobra, sin mujeres ni comida. Al final me levanté y me
senté de espaldas contra un árbol. Dejé el fusil en el suelo y esperé.
Estábamos todos perdidos
y a nadie le importaba. Me saqué la cinta azul del brazo y esperé que llegara una
ambulancia de la Cruz Roja o algo así. La guerra podía ser el infierno, pero en
los intervalos te aburrías.
De golpe sentí crujjr la
maleza y vi aparecer a un muchacho que llevaba una cinta Verde en el brazo. Un violador. Me apuntó con su fusil. Yo ya no
tenía el distintivo en el brazo y estaba allí, sentado en el pasto. Lo que él
quería era llevarse un prisionero. Yo lo conocía. Era Harry Missions, y su
padre tenía una compañía aserradora. Yo seguía allí sentado.
-¿Azul o Verde? -aulló
él.
-Soy Mata-Hari.
-¡Un espía! ¡Yo me llevo
presos a los espías!
-Dejate de joder, Harry.
Esto es nada más que un jueguito. No armes un melodrama asqueroso.
Los arbustos volvieron a
crujir y apareció el teniente Beechcroft. Se miraron con Missions.
-¡Ahora sos mi prisionero!
-le gritó Beechcroft a Missions.
-¡Ahora sos mi
prisionero! -le gritó Missions a Beechcroft.
Me di cuenta que estaban
verdaderamente rabiosos.
Beechcroft desenvainó su
sable.
-¡Rendite o te atravieso!
Missions levantó su fusil
agarrándole por el caño.
-¡Vení que te aplasto la
cabeza!
Entonces la maleza crujió
por todos lados. La gritería había atraído tanto a los Azules como a los
Verdes. Yo seguí apoyado en el árbol, mientras ellos se entreveraban provocando
una polvareda, hasta que se oyó el terrible chasquido de un fusil machacando un
cráneo.
-¡Jesús! ¡Dios mío!
Algunos se caían, perdían
los fusiles y se agarraban a piñazos. Vi a dos muchachos con distintivos Verdes
trenzados en una llave letal. Hasta que apareció el coronel Sussex tocando frenéticamente
el silbato y mientras chorreaba saliva le iba pegando a las tropas con su
bastón de mando. Era bastante bueno. Los azotaba como si tuviera un látigo
acuchillador.
-¡Mierda! ¡ME RINDO!
-¡Pare de una vez!
¡Jesús! ¡Piedad!
-¡Mamá!
Al final las tropas se
separaron y quedaron mirándose. El coronel Sussex recogió su cuaderno. Ni siquiera
se le había arrugado el uniforme y las medallas estaban todas en su sitio. Con
la gorra inclinada en un ángulo perfecto blandió el bastón de mando, lo lanzó
por el aire, lo recogió y se retiró. Nosotros lo seguimos.
Terminamos trepándonos a
los rotosos camiones del ejército que nos habían traído. Cuando arrancamos nos
íbamos encarando unos a otros sentados en los largos bancos de madera. Ya no
estábamos sentados los Azules de un lado y los Verdes del otro como cuando nos
trajeron. Y la mayoría nos mirábamos los zapatos deshechos mientras nos zarandeábamos
para todos lados cuando el camión tropezaba con las viejas raíces que
atravesaban la carretera. Nos sentíamos cansados, derrotados y frustrados. La
guerra se había terminado.
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