(LA SINOPSIS Y LOS DOS
CAPÍTULOS FINALES DE UN THRILLER DENUNCIATORIO DE LA IMPUNIDAD ENDÉMICA)
En 1965 Albert Constant
regresa, desganado, a Martinica, consciente de la inutilidad de la investigación
que se ha comprometido a emprender, hostigado por su esposa. No le interesa la
venganza, si ya saldó sus cuentas con el prefecto que intentó asesinarlo en el 50
en el patio de la Prefectura de Fort-de-France. Le salvó entonces la vida una
misteriosa llamada telefónica. A sus ojos, está resuelto su problema personal,
aunque todavía quedan algunas incógnitas que renuncia a dilucidar, convencido
de la opacidad del mundo que lo rodea. En resumen, no cree en la posibilidad de
nuevas revelaciones y se siente ridículo haciendo de detective de pacotilla
después de tantos años de ausencia de la isla. Los descubrimientos vertiginosos
que irá consiguiendo, para gran asombro suyo, sobre su propio caso y el de otro
compañero comunista asesinado en circunstancias misteriosas, lo dejarán sin
aliento. Una lucha sin tregua por la verdad, y contra la impunidad, lo
enfrentará entonces, así como su entrañable amigo Ozana, a una maquiavélica
pareja —Clarysse Lambert, una criolla manipuladora, y Málaga, su enigmático
jardinero andaluz—, en el marco falsamente bucólico de una plantación tropical.
CAPÍTULO 29
Una
semana más tarde, el 22 de junio, salió en la primera plana de los principales periódicos
una noticia que regocijó a muchos y entristeció a algunos. Una vez más los
insulares se dividieron en dos bandos frontalmente opuestos y se dispararon los
rumores.
Un
incendio devastador, propiciado por un tiempo particularmente seco y el soplo
regular de los alisios, acababa de arrasar la plantación Lambert. Era un jueves,
el día de asueto de los empleados. Se habían retirado la víspera a sus casas,
como de costumbre, a eso de las 18 horas. Sólo se encontraban en la finca
Clarysse Lambert y Magnífico López. Fallecieron ambos esa noche, sorprendidos
mientras dormían, según anunció precipitadamente la prensa local, estupefacta,
y algo avergonzada quizás por su tardío descubrimiento del refugio de la
relegada hija del ex prefecto Lambert. ¡Arropados en sus sábanas de seda!,
corearon las lenguas viperinas, que nunca faltan. Extrañamente de sus cadáveres
no quedaba ningún rastro. Algún perro errante habría tenido la rica idea de
llevárselos, a falta de zopilotes en la zona, comentaron los más rabiosos. Que
Martinica desafortunadamente no es México.
No
quedaba más que sembrar sal a lo romano por esa tierra dejada de la mano de
Dios.
Algunos
hacían responsable del desastre al personal, despedido con cajas destempladas y
soliviantado por los sindicatos. Una noche, cuando menos se lo esperaba uno, se
puso a retumbar de modo inquietante el tambor ancestral de todas las
rebeliones. Y hasta la caracola bronca de los caribes.
Otros
echaban la culpa al capataz, nacido en Andalucía, un holgazán de primera, que
en los últimos tiempos se había venido desinteresando ostensiblemente del mantenimiento
de la finca. Se acumulaban en la parte trasera del terreno troncos carcomidos y
malezas inflamables. Los hilos de los postes eléctricos rozaban, además, de
modo peligroso la copa del viejo framboyán.
Es
más, no faltaba quien insinuara que el español, harto de Nuevo Mundo, de
plantar, desramar, sembrar, poner abono, de calor, mosquitos, mangos y
guayabas, había asesinado a su patrona y tirado al mar su cadáver. Era capaz de
cualquier cosa, lo delataban sus labios apretados y su mirada incisiva. Debía
ella de encontrarse pudriéndose en una de esas cuevas profundas que bordean el
litoral de la banda de barlovento. Sólo la deficiente formación de los
policías, que no sabían nadar ni bucear, podía explicar que todavía al culpable
no se le hubiera echado el guante.
Las
portadas de los periódicos también se hicieron eco de la epidemia de cartas
calumniosas que habían llovido últimamente sobre Clarysse Lambert. Poco antes
de morir, ésta, exasperada, había acudido al puesto de policía y presentado una
denuncia. Iba enarbolando un anónimo infame.
Málaga, cuyo aliento huele deliciosamente a la rica uva de su bella probincia
—decía pérfidamente el libelo— no es más que un criminal : el matón a
sueldo de Clarysse Lambert, hija del abominable prefecto del mismo nombre.
Amenazado por su ingrata patrona, vuelta enfermisamente celosa y tacaña con los
años, ha resuelto desprenderse de ella.
Definitibamente. Le va a arrancar la vida lo mismo que... No, ¡mucho
mejor de lo que arrancaba las malas hierbas en la finca!
La
carta, particularmente vengativa, terminaba de modo contundente :
Aviso al pueblo
martiniqués
Magnífico López, alias
Málaga, hijo descastado, crápula itinerante, franquista disfrazado de rojo,
tahúr en Santo Domingo, en Martinica ladrón y asesino del compañero André
Justin. ¡Que vayas al infierno! Clarysse Lambert, devoradora de hombres, putana grande. Repugnante cómplice.
Pretendía
desvelar por fin a la isla los sombríos entresijos de su trágica historia.
CAPÍTULO 30
Albert
agarró con rabia el diario que le tendía blandamente el muchacho de Recepción.
Lo hojeó rápido. Desde hacía varios días por mucho que hiciera no conseguía
apaciguarse. Repetía para su capote, obsesivamente: ¡La rica uva de su bella probincia! ¡Definitibamente! Cómo no iba a haber reconocido ese estilo
grandilocuente cargado de furia, y salpicado de faltas de ortografía, que había
descubierto en la prensa de la semana anterior. ¡De modo que era esto la última
arremetida que se le había ocurrido a Rol! Podía darse por satisfecho. ¡El
honor estaba salvado! Con su encarnizamiento y sus insultos los había levantado
el uno contra el otro, y llenado de lodo para la eternidad. Es más, se
había concretado su lúgubre profecía: Trinité estaba libre por fin de esa gentuza,
se habían ido a otro mundo Clarysse y Málaga.
Albert
suspiró. Estaba harto de venganza, de injurias, de tragedia, de muerte inútil.
Descubrió
de golpe en el periódico del día, junto a anuncios de libros escolares,
horóscopos y el programa de la temporada musical, un artículo curioso. En éste
se señalaba con prudencia la turbadora presencia el pasado 22 de julio, en el
atrio de una pequeña iglesia de Auvernia, de la hija del prefecto Lambert. Con
el semblante serio, como crispado. Iba del brazo de un hombre moreno de traje
gris, asombrosamente parecido a Magnífico López. Los rodeaba un grupito de amigos de humor
festivo. La pareja parecía disponerse a subir a una limusina.
Albert
frunció los ojos. Clarysse... Málaga... ¡En Europa ! No lo pudo evitar.
Respiró hondamente, aliviado, y soltó una risa homérica. Resonó tan fuerte en
el vestíbulo que el joven recepcionista lo miró inquieto :
—¿Todo
va bien, señor ?
Y
Albert Constant exclamó, por fin reconciliado consigo mismo y con
Rol :
—Pero
¡qué fisgones esos periodistas ! Conque se nos escurrieron de las manos,
compadre, astuto fue el tipo, escapó de su jaula antillana... Para terminar los
dos amarrados de por vida, ¡madre mía!, por la santa soga del matrimonio. Que
tapa para siempre las bocas de los viejos cómplices.
Una
brisa fresca venida de las lomas, con olor picante a hojas y alcanfor, se
derramó por la planta baja. Albert, arrellanado en el sofá, entre las rosas
silvestres y el tornasolo plumaje de los pavos reales, cerró los ojos, divertido.
Un
largo infierno de rencor y amargas rememoraciones se venía abriendo ante
Clarysse y su jardinero andaluz.
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