(UNA NOVELA CONCEBIDA EN EL PARÍS DE LOS AÑOS 70, CUANDO LA PANDEMIA ESPIRITUAL DE LA TRANSMODERNIDAD YA NOS HABÍA JAQUEADO MORTALMENTE)
1ª edición bilingüe:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
SAINT-TROPEZ
LA PAREJA de artesanos que los
cobijó en Cogolin vivía en una casona impersonal y gris, como todo el pueblito.
La mujer -Claudine- era una tropeziana treintona que había llegado a dar
recitales de folklore andino en Cannes y en Saint-Raphael acompañada por los
mellizos, hasta que se le fue la voz de golpe: lo contaba desnudando sin el
menor pudor una sonrisa cariada donde ya no brillaba ni la autocompasión. Nos
recibió vestida apenas con una bombacha. “¿Así que hablás español?” dijo
Pedrito mirándole agresivamente las enormes tetas vinosas: a ver, decí
na-ran-ja”. “Na-jan-ja” dijo la mujer, y no tuvimos más remedio que reírnos
todos juntos. Mili Gastón y la Miguela no querían saber nada de dormir, pero
nosotros nos derrumbamos en unos colchones donde me desperté al atardecer sin
saber ni quién era. Después reconocí las risas de la pieza de al lado y me puse
los pantalones salmodiando el versículo y le pegué un par de patadas a los
colchones de los muchachos. Ninguno reaccionó. Abel siguió aporreando los
colchones hasta que lo insultaron inteligiblemente, y entonces salió más
tranquilo a afrontar la impostergable aventura de localizar un baño. Ni para
Don Quijote fue aventura mear, pensó apantallándose la cara en señal de saludo.
Encontró al grupo recortado sobre un fondo de sol anaranjado que rebrillaba en
las miradas y en las tazas de té. “¿En dónde queda el baño, Mili?” pregunté
refregándome los ojos para conservarlos escondidos. Fui atravesando piezas
oscuras y ruinosas mientras sentía crecer la sensación de que iba a ser
imposible soportarme la mirada, otra vez. Pero no hice la prueba: me lavé y me
peiné de espaldas al espejo y volví a terminar de despertar a los muchachos.
Después tomaron el té, escuchando
contar a Mili qué fabuloso almuerzo de pollo con papas fritas les habían
despachado en un restaurant de la ruta. “Te sirven en el auto” decía la enana
fingiendo un entusiasmo liceal: “Mañana los llevamos”. “Siempre que hoy
laburemos. Porque no tenemos un mango” le contestó Abel. “Sí. Ya nos vamos
todos a trabajar” aplaudió la Miguela haciéndole una guiñada a Pedrito, que ni
se inmutó. François y Claudine también vendían artículos de cuero en el puerto,
y Abel tuvo la esperanzada impresión de que aquellos dos náufragos podían estar
verdaderamente acampados al margen del degeneramiento. Vio libros interesantes
-Lovecraft y Bradbury, en su gran mayoría- alineados a lo largo de los zócalos
del taller, y se los elogió a François levantando un pulgar a la romana. El
artesano (joven rubio peludo amable parco y sucio) apenas sonrió.
Hicieron el viaje al puerto
deslumbrados por un atardecer que se hundía bajo el peso del cobalto
estrellado: viendo la flotación de la última paleta que se aterciopelaba entre
los yates Abel volvió a rendirse frente a la belleza. Para colmo de bienes,
apenas empezamos a caminar nos encontramos en el Gorille al Ceja y a Isabelle.
La muchacha se acariciaba la barriga con la mirada fija en el manso trasluz que
derramaba sobre el mundo. No me animé ni a saludarla.
Esa noche hicieron capote en el
restaurant conseguido en exclusividad y recibieron otra proposición más
importante: agarrar un famoso piano-bar llamado Chez Marlene a partir del
próximo sábado, con un sueldo de base canilla libre y cena. Lo festejaron como
correspondía, aunque también ya fue posible despejar casi cincuenta francos
para el fondo pro-recuperación de los pasaportes en Cannes. Pedrito salió a dar
un yiro, y el Cordobés y yo nos acomodamos en el Gorille a esperar a los
artesanos. Cuando el corso turístico ya empezaba a ralear sobre el empedrado,
Abel distinguió un nombre impreso en la cartelera callejera (en donde se
anunciaban los espectáculos de la Citadelle) que le hizo dar un salto. Me
acerqué a confirmarlo y no pude creerlo: Pablo Regusci -el bisnieto del hermano
del legendario Sabino Regusci- daba un concierto de guitarra, el próximo
sábado. Así que terminó por venirse a París, pensó Abel acordándose de los
proyectos de aquel muchacho tan parecido a él con quien habían desenterrado una
secular amistad familiar el verano anterior a su viaje. Y una voracidad de
verdadera compañía le aniñó las facciones hasta que vio venir a Pedrito con un
reventado al que seguramente le acababa de sacar gramos de hasch. “Dios nos
cría” dije en broma, y me volvía a sentar en el café.
CHAMBRE 9
UN MUCHACHO se friega el vientre
rabiosamente frente a un lavatorio, murmurando dos versos de César Vallejo. La
luz está prendida a mediodía. En la pieza más grande de la chambre 9 hay una
cama de una plaza y otras de matrimonio, una mesita hecha con tablas sueltas
sobre un armazón un rotoso ropero compartimentado y el lavatorio junto a la
ventana que da al pozo del patio. El muchacho se despertó a las once, calentó
agua en la olla y se cebó unos mates reconcentradamente: después fumó el primer
cigarrillo revisando manuscritos tachados con pulcritud maniática. Cuando se
oyeron doce campanadas empezó a contener arcadas silenciosas. Entonces se paró
para darle un tirón a las cortinas, haciendo que dos de sus compañeros se
dieran media vuelta sobre la cama grande. De la segunda pieza de la chambre
emerge al rato un hombre pelirrojo: encuentra al muchacho enjabonándose el
vientre con asco y se sienta a cebar. Los dos adolescentes dejan la cama grande
parsimoniosamente: el más alto se acerca a la mesa y desgrana un Kent y
chamusca una piedra color sopa en cubitos. Sólo el hombre pelirrojo acepta
compartir el cigarrillo de haschich. Después de media hora el muchacho se enoja
y acaba por echarlos: los otros no protestan, aunque demoran una media hora más
en vestirse y peinarse. Al salir de la pieza se cruzan con un mucamito que trae
un balde y un escobillón. El pelirrojo vuelve de apuro por el corredor,
mientras el mucamito y el muchacho disimulan como pueden el mugriento desorden
de la pieza: grita Suerte y se va con su mirada verde inyectada de odio.
AL VOLVER de mezclar unos huevos
con jamón y otra jarra de tinto con mi primer haschich, no me pude dormir. Esa
noche me tocaba la cama individual y estuve releyendo partes de El largo adiós mientras amanecía: fui
dos veces al water del corredor y recién ahí adentro me acordé nebulosamente de
Sinclair. Repasé los dibujos y las palabras sucias de la puerta del cagadero
haciendo cábalas pareadas: el primer objetivo era que hubiera carta familiar
puesta en la casilla a las ocho menos cuarto. Abel volvió a la chambre con un
poco de sueño pero se aguantó bien. Entre los recortes de los recientes goles
hechos por Liverpool a Nacional que había pinchados sobre el lambriz, se
agrietaba una foto donde Abel resplandecía abrazado con su hermana y sus padres
en la remota luz del penúltimo verano. La miré un rato largo. Bajé a las ocho
menos cuarto en punto y me encontré al Papito fregando una letrina: nos
peseteamos cariñosamente. Después me agaché en el medio de la escalera y vi
cartas brillando en casillas ajenas. Dormí tres horas pésimas.
Cuando explotó la náusea entre
las campanadas de aquel mediodía gris, Abel pensó en el hígado. Después no
pensó más, y se tiró a esperar aguantandp las arcadas con naturalidad, como si
fueran accesos de tos. A las tres menos cinco golpearon a la puerta: Bénédicte
me saludó besándome a la francesa y se frenó a los pocos pasos de entrar,
estudiando la pieza como si fuera el círculo dantesco de los sátiros. “¿Los
demás?” preguntó. Puse cara de sátiro y dije que no estaban. Pero no tengas
miedo -volví a pensar, perdiéndola de entrada. Sin embargo cumplí con los ritos
machistas de tratar de besarla en la boca, mientras le preguntaba si le gustaba
hacer el amor. “Sí” me dijo: “J’aime bien” apoyándome apenas la sonrisa en la
cara. Entonces preparé un mate y no hice más comedia y me senté en la cama de
enfrente a conversar en paz. Abel no entendió nunca con qué clase de adoración
se enamoró de golpe, aunque sí la estrategia infantil del emputecimiento que
fingía la muchacha. Bénédicte era flaca y tenía proporciones de madonna
italiana en la exageración exacta de la boca, los pómulos y la nariz: sólo el
reflujo miel del pelo desgreñado le afrancesaba el norte de la cara, donde los
breves ojos castaños rebrillaban crecían o se hundían opacándose
intermitentemente. Lo demás no me importa, pensó Abel sin fijarse en el cuerpo
de garza que la infanta plegaba sobre la colcha roja.
Cuando bajamos a la calle eran
más de las seis, y en la última escalera nos cruzamos con Ray. Ray galeró una
tierna payasada como saludo para la chiquilina. A mí me miró fijo. Bénédicte
iba a visitar al padre (que vivía en Le Marais) y bajamos por la
Monsieur-le-Prince hasta las escaleras del passage Dubois. Nos despedimos en la
esquina de la rue de l’École de Médecine. Ella quedó en llamarme y corrió por
la noche hasta el túnel de Odéon. Abel volvió al hotel con un hambre de locos:
entró primero al bar-tabac y liquidó unos huevos con jamón y una jarra de tinto
sin problemas de estómago. En la gerencia del Stella recibió lujuriosas
felicitaciones de parte del Papito. Subió a la chambre y encontró a Ray y al
Cordobés terminando de instalar un tocadiscos prestado por Monsieur Amelot:
ninguno me preguntó nada. Ya se habrán dado cuenta de que la cama estaba
demasiado bien hecha, pensó Abel descifrando la contracarátula de un disco de
Pink Floyd. Ray me mostró al pasar un proyecto de gárgola que me gustó
muchísimo: se lo dije y hablamos de Yepes, de la función del hueco y de la
irradiación desde adentro hacia afuera que agarraba el Balzac de Rodin.
Después cayó Pedrito. Armó un
petardo y anunció que se habían decidido a alquilar una pieza con Colette en el
piso de abajo. “¿Y a usted cómo le fue con la minita, abuelo?” preguntó. Yo le
dije que bien. Ray siguió retocando el proyecto sin subir la cabeza y Abel
chupó el petardo por segunda vez. El Cordobés había puesto un long-play de
música hecha con sintetizador que me cerró los ojos y me voló por las ramblas
del cielo: iba en el auto sport de la felicidad jolivudesca. Cuando terminó el
disco hubo que aterrizar y aprontarse de apuro porque ya eran las ocho menos
cuarto. El camino que hacían hacia el Bateu torcía por Vaugirard para cruzar el Boul y la place de la Sorbonne
y seguir por Cujas y Clovis y Descartes. En la terma ventosa de un respiradero
de métro que esquinaba el Panthéon (frente al caserón célebre donde vivió
Erasmo de Rotterdam) ya dormía una pareja de clochards bajo el frío
acalambrante.
ESA NOCHE sufrimos como nunca las
consecuencias de la crisis del petróleo que descalabró a Francia durante aquel
invierno del 74. Y el sábado fue peor: salimos a 19 francos por cabeza que
alcanzaban apenas para pagar el hotel y almorzar unos sandwichs caseros y
comprar cigarrillos. El Bateau cerró temprano, y a Pedrito de le ocurrió bajar
por la bruma de la Mouffetard para buscar trabajo en una boîte regenteada por
un distribuidor de haschich de apellido Batalla. Era un negro esquelético que
cantaba las bossas entoldado por un chambergo blanco del tamaño de un plato
volador. Le había puesto Favela al sucucho, y declaraba aparatosamente ser
nacido en Bahía. Cuando Ray fue a Favela dos o tres días después sentenció que
aquel negro era más angolano que un cocodrilo del Kunene -aunque Batalla
siempre se agenciaba brasileros auténticos que hacían la percusión y los coros
con yeito.
Abel supo enseguida que no iba a
haber trabajo para ellos en aquel cuchitril: era una tapadera típica de
vendedor de droga adonde no iba nadie que no comprara droga. Y punto. De
repente al Cosmósfero se lo podría enganchar, pensó descubriendo un piano atrás
de la tarima. Batalla les pidió que cantaran a prueba y les pagó un gin-tonic
desprensivamente, como hacen los gerentes chupadores de shows. Cantamos tres
cuartos de hora frente a diez reventados que consumían sus cocteles con las
botas arriba de la mesa. Nadie los aplaudió. El negro nos felicitó con miopía
sobradora detrás del vidrio azul de sus lentes ahumados y prometió llamarnos
cuando ampliaran la boîte.
Volvimos al hotel encorvados y
roncos y puteando a pedrito encarnizadamente con el Cordobés: el degenerado
había aprovechado el rebote para sacarle al negro unos gramos de hasch, y se
borró a quemarlos sin el menor remordimiento al hotel de Colette. Al entrar a
la chambre nos encontramos visitantes ilustres, para gloria de Ray. Abel estaba
histérico y no les dio pelota ni a Sinclair ni al Cosmósfero, hasta que el
ugandés encrucijó al de Córdoba preguntándole a boca de jarro: “¿Jerusalén o
Atenas?”. Entonces ya no tuve más remedio que sentarme a escuchar el discurso
de réplica de Sinclair al Cosmósfero, que se había pronunciado por Atenas
desanimadamente. Sinclair parecía mucho más lúcido que la noche anterior
(aunque estaba vestido con los mismos harapos) y atacaba furioso a Spinoza y a
Hegel, masticando puñados de yerba Napoleón como si fueran pororó.
“Se dejaron joder por el
Renacimiento” decía en un francés híbrido: “Por la vieja serpiente. No
entendieron que Sócrates nunca dejó de ser el caballero de la resignación. Ni
entendieron que cuando Don Quijote se bajó del caballo renunció a la princesa:
sólo para morir”. Ray me hizo una guiñada, y Abel miró al Cosmósfero encogido
en el suelo: parecía un mosquetero traspasado. “¿Será que Sören Kierkegaard no
comprendió jamás los milagros subterráneos?” siguió Sinclair sentándose en la
cama grande: “La estrategia de Dios: Él hace lo imposible sólo bajo la máscara
de lo posible. Y eso le otorga al hombre la sobrenaturalidad. No, padre Job: yo
no me rendiré jamás a la filosofía especulativa. Yo me arrodillo frente a la
visión que sobrevive al triunfo del demonio: porque la luz no le será devuelta
a quien no encuentre la repetición del poder de la infancia, cuando mirábamos
una cruz negra y veíamos la verdad brillando adentro de ella. La ciencia física
cree en las señales. Y nosotros las creamos. Creer o reventar”. Sinclair se
levantó desorbitadamente y corrió hacia la puerta. “Soy el cielo de Auvers”
gritó llorando mocos: “La serpiente no pudo contra Jerusalén. El amor
resucita”. Y se fue de la pieza.
AL FINAL tuvimos que levantar al
Cosmósfero entre Ray y yo, para desbarrancarlo en la cama individual desocupada
por Pedrito. Nos costó un disparate. El mosquetero estaba desmayado en posición
fetal y Ray saltó a la cama mientras yo le agarraba los pies elefantiásicos.
Tenía una jedentina proporcional a su peso, aunque cuando logramos colocarlo a
la altura del colchón pareció alivianarse. Ray destrancó los brazos y saltó de
la cama y esperó que cayera sobre la colcha roja. Entonces vi el prodigio. Abel
vio levitar la mirada entreabierta del elefante herido galopando hacia atrás
por los campos de Córdoba: su cuerpazo flotó durante un tiempo inmóvil en aquel
corredor de eternidad hasta que aterrizó sobre una cucaracha que cruzaba la
almohada. “La cruz negra es de oro” silabeó suavemente. Y después se durmió.
Ray se encorvó para agarrar los cigarrillos y se metió en su pieza sin decir
una palabra. El Cordobés roncaba contra la pared de la cama de matrimonio donde
me tocaba dormir, y me puse el piyama y viché unos capítulos semicorregidos sin
poder concentrarme. Entonces fui a ver a Ray.
Lo encontré con los brazos abajo
de la nuca, tapado hasta el pescuezo y torciendo los ojos relampagueantemente
hacia las dos paredes. Abel lo consultó sobre algunos detalles de la policial,
y el otro retornó de la desesperanza como expulsando extensiones de mar
bocabajo en la arena. Abel iba dragándolo con desinteresada devoción infantil,
compartiendo los túneles que van hacia el tesoro que un artista jamás debe
buscar con otro. Porque Ray escarbó de repente en un bolso y se decidió a
mostrar más de veinte proyectos escultóricos, y Abel pensó que verdaderamente
tenía garra de artista. Lo pensó y se lo dijo. Entonces empezamos a improvisar
a dos voces un ensueño completamente en joda: Ray exponía sus gárgolas en la
peor galería de París y un día entraba Cortázar casualmente imantado y las
compraba todas y Ray se hacía famoso y me lo presentaba y Cortázar leía mi
policial y la hacía publicar en Seix Barral.
“Yo te hago la portada: te dibujo
una chimère con una automática piripichada en la jeta del bicho” dijo Ray: “Y
un día Cortázar nos invita a cenar y vos le hablás de Onetti y yo miro las
chimères y digo: ¿Saben che -soñadores de pescaditos rojos- que se pueden meter
en el culo estos diablos que hice para embicharlos con mi vida de mierda?”.
Abel se rio sin ganas. Ray manoteó un Gauloise y habló con entusiasmo del
proceso infernal de adaptación al mundo que acaba en la locura, riéndose del
discurso que se mandó Sinclair frente al Cosmósfero despanzurrado. “Yo nunca
leí a Kierkegaard ni entendí demasiado lo que dijo este loco” dijo Abel
levantándose para agarrar un mazo de fotos que había arriba de la mesa de luz:
“Pero por lo menos me hizo dar cuenta de que siempre fui medio hincha de
Jerusalén”. “Yo me cago en Atenas y en Jerusalén” dijo Ray sin reírse.
“Che: te pasaste con estas fotos”
comentó Abel para cambiar de tema: “Cuando las mande a casa van a quedar
enloquecidos. Ahora hay que ver cómo salieron las del Evangelio”. Nos callamos
un rato. Yo miraba la Pentax brillar leonadamente bajo la portátil y las fotos
que Ray me sacó aquel otoño mientras pensaba en los milagros subterráneos de
los que habló Sinclair. Justo entonces el otro preguntó ¿Qué fue lo que pasó al
final con la pendeja che? y Abel prendió un Gauloise y lo apoyó temblando en la
Pentax. No se dio dónde lo apoyaba porque la sola invocación de Bénédicte
Froissart lo volvió a enamorar de la madre de Cristo, irrazonablemente. “Es una
criatura” dijo con timidez: “Quise hacer algo pero no se puede. Me va a llamar
para venir de nuevo. Si es que llama, no sé”. Ray no hizo comentarios. “Che ¿y
vos por qué no empezás con alguna escultura y te largás del todo?” dije para
embalarlo: “Material se consigue”. “Voy a ver” dijo Ray. Y fue en ese momento
que se olió el agujero que hizo el Gauloise de Abel en la Pentax del otro.
“Puta que lo parió. Perdoná” dijo Abel: “Te la quemé apenitas”. Y aplasté el
cigarrillo y me puse a frotar el brillo chamuscado de la cuerina de la Pentax.
Ray muequeó sin hablar. Pero cuando crucé desconcertadamente la puerta de la
pieza me murmuró en la espalda: “Estoy acostumbrándome”.
ME DORMÍ molestado. La cama de
matrimonio tenía como una especie de colchón a dos aguas que hacía que el
Cordobés se me cayera encima a cada rato. Tuve que pasarme toda la noche
pegándole furiosas patadas espasmódicas para hacerlo rodar hacia su lado: él
era más cobarde dormido que despierto, y ni las retrucaba. Abel durmió hasta
tarde, amparado por la seguridad de que no podía haber carta los domingos. Se
despertó a las doce y estuvieron mateando con el Cosmósfero apaciblemente, y el
mosquetero habló sobre el jazz patafísico de Boris Vian sin acordarse para nada
de la noche anterior. Después cayó el Papito con el escobillón y el balde,
aunque muy excitado como para limpiar en serio: lo que hizo fue esconder el
reguero de puchos abajo de las camas mientras contaba que una de las muchachas
de la chambre 14 le ofreció fornicar por 25 francos siempre que no le besara la
cara. Eso me descompuso. Nadie me vio volver a reprimir la náusea menos mi
madre, que en la foto agrietada dejó dee sonreír casi completamente.
Cuando el Papito terminó de
barrer entró Ray a la pieza: estaba en calzoncillos y encajó la melena color
zanahoria bajo el chorro feroz de la canilla. Entonces se peinó meticulosamente
y se acercó al Papito para hacerle cosquillas con nerviosa ternura, como todos
los días. Eso nos hizo reír a todos. El Cordobés salió a buscar envases vacíos
de chucrut para fabricar bombos importados de Salta, y Ray y Abel bajaron a
celebrar el domingo a la rue de la Huchette. No encontramos el circo callejero
ni demasiados jipis acampando en la fuente de la place Saint-Michel. Ya era un
invierno crudo, y optaron por meterse en un restaurant tunecino donde empezaron
pidiendo bricks à l’oeuf hasta desembocar en un cous-cous orgiástico mientras
se tomaban un litro y medio de vino imaginando viajes a Bahía o al Sertón o a
Recife para cuando volvieran de París.
A las tres de la tarde salimos a
caminar un rato por los quais. Ray se arreglaba bien con el impresionante
sobretodo azabache que le prestó Pedrito, pero Abel no encontró quién pudiera
coserle resistentemente los botones del gamoulan: tenía que caminar con las
manos plegadas en los bolsillos para frenar el viento. Aquella tarde Ray no
planteó la batalla amistosa que nos trenzaba alrededor de temas tan
insignificantes como el de la pureza humana. Yo compré un Alka-Seltzer por las
dudas en el drugstore de Odéon, y después remontamos la rue Monsiuer-le-Prince
bajo la oscuridad de las 16:30. Ray me prestó la cama para sestear tranquilo
mientras en la otra pieza el Cordobés lijaba los cilindros de chucrut y
empapaba unos cueros flatulentos que compraba en la Porte de la Villette. Al
terminar la siesta me encontré con Colette y Pedrito abrazados sobre la cama
grande. Yo la saludé apenas, pero ella me alcanzó delicadamente los libros de
Prévert y de Vian que me había prometido cuando visitábamos juntos los museos
menos de un mes atrás. Pedrito armó de apuro el último petardo.
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