jueves

PABLO SILVA OLAZÁBAL - TRES CAPÍTULOS DE EL RUN RUN DE LAS COSAS


“En El run run de las cosas, la novela que ganó el tercer galardón de los Premios Nacionales de Literatura 2018, un escritor sueña con otros escritores, desdibujando los límites entre la ficción, la realidad y el oscilante mundo onírico. Para el autor, en este proyecto se traza un doble juego de metaficción, ya que si bien el escritor sueña con otros escritores y cada capítulo se corresponde con un sueño, también se incluyen notas o acotaciones del narrador, que trata de analizarlos. Esto, plantea Silva Olazábal, conduce a cierta “puesta en abismo y hace que no sea un libro de cuentos extraños”.

La novela comienza con un prólogo del narrador, un tal Héctor Corvalán Ramos, quien advierte, desde el comienzo, su odio personal por la escritura autobiográfica. “En la mal llamada escritura del yo –rimbombancia que de sólo oírla provoca náuseas– siempre se nota el esfuerzo por ser cool o por inspirar lástima, que al fin y al cabo son la misma cosa”, señala Corvalán, que hace más de tres años que no logra escribir una sola línea, pero eso no le impide asumir un ambicioso propósito: publicar una novela de autoficción que termine con todos los libros del género.

Así, mientras anota sus sueños, comienzan a circular sugestivas anécdotas con escritores (…)

“Las escrituras del yo son como andar por el mundo con la cámara siempre encendida, pero en ‘modo reversa’, esto es, apuntándola contra uno mismo. El gran Stendhal dejó escrito que ‘una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino’; jamás imaginó que ese espejo reflejaría únicamente la cara de quien lo sostiene”, se advierte en el prólogo, cuando el lector ya no podrá eludir la invitación a ese viaje de realismo onírico”. (La Diaria, 13/6/20)

A continuación ofrecemos tres capítulos de “El run run de las cosas”.

Onetti en la Costa Azul

Estábamos sentados en una terraza en la Costa Azul, en una noche de verano. Era un restaurante de lujo y había mucha gente: todos bebíamos felices al aire libre. Debajo de la terraza se desplegaban enormes jardines: la brisa nocturna traía el aroma de árboles y vegetación. Éramos muchos, tantos que habíamos juntado varias mesas redondas, pegadas unas a otras como un collar mal hilvanado. En el centro estaban Onetti y Julianne Moore; ella, brillante con su cara limpia y su aire de inocencia –que no descartaba una adultez asumida y plena–, él literalmente subyugado por aquella presencia femenina que le dibujaba una sonrisa permanente en el rostro. No hablaba, porque no lo necesitaba: se limitaba a contemplarla y a festejar cada una de sus ocurrencias. Todos estábamos felices. Incluso Dolly, sentada un poco más lejos, levantó un vaso para brindar porque “estamos todos juntos”.

Un integrante de otra mesa se aproximó y con cierta timidez pidió un autógrafo. Lo miramos en silencio. “¿A quién?”, dijo alguien, “hay tantas personalidades…”. Todos reímos por la boutade, que en realidad no era tal: sólo Moore y Onetti eran famosos.

Un señor que estaba a mi lado, un francés de bigotito, tocó mi antebrazo y me susurró “vas a ver cómo Juan firma con la cara”. No lo entendí muy bien pero no me importó porque estaba concentrado en ver qué hacía Julianne. Con infinita gracia y sin dejar de sonreír la vi tomar varios papeles y firmarlos rápidamente. Luego los repartió entre los fans que, como un cardumen, se arremolinaban alrededor de ella. Mientras tanto Onetti, con los brazos cruzados, dialogaba distraído con algunos de ellos. Comprendí que no les firmaba nada porque no tenía dónde hacerlo; rápidamente le alcancé una libretita que llevaba en mi saco. Él la tomó al vuelo y sin dejar de hablar ni de mirar a aquella gente que lo escuchaba hipnotizada, extrajo de su bolsillo un pequeño lápiz rojo y se lo apoyó en el rostro. Lentamente, sin dejar de hilvanar ironías de doble y triple sentido que concitaban la admiración de todos, empezó a marcarse las comisuras de los labios con una línea finísima. Luego siguió con el contorno inferior de la cara: la nariz, la barbilla y la mandíbula, todo sin dejar de hablar un instante.

Alguien que estaba más atrás dijo “mucha simpatía, pero en el fondo Onetti es un amargado”. Nadie lo rebatió y eso me llamó la atención, porque el comentario había sido muy agresivo, pero la sensación de bienestar era tan intensa que nadie quiso arruinarla refutando a un pesado.

Cuando Onetti terminó de delinearse la mitad inferior de la cara, acercó el papel al rostro y lo apoyó ante la mirada atenta de todos. Cuando lo sacó había una caricatura de trazos simples y certeros: era su cara sonriente. La mostró a todo el mundo como si fuera un mago y luego, en el aire y sin apoyo alguno, escribió una dedicatoria. Debajo, con el pulso tembloroso de los borrachos, agregó: Juan Carlos Onetti.

Nota actual: curioso sueño del que tampoco conservo la fecha. Es muy simbólico porque reúne en una sola escena el anhelo secreto de todo escritor: estar rodeado de amigos junto a una mujer exquisita y culta, en un clima agradable, de buen gusto, disfrutando de la fama, el dinero y los buenos tragos luego –y esto es lo más importante– de haber creado alta literatura. El sueño realiza incluso una última fantasía: sobre el papel –sobre la página– queda estampada su cara de mejor felicidad.

Y todo transcurre en un entorno de humor, sin tomarse en serio a sí mismo. Casi nada.

Nota bis: una poeta lacaniana de cuyo nombre no quiero acordarme señaló con singular perspicacia que el apellido Moore suena igual a Muhr, apellido de soltera de Dolly, lo que la transfigura en la bella y talentosa actriz. Así, aparece dos veces: brindando alegría y tolerancia y también aportando belleza, dos vectores que configuran la mujer ideal, la musa y la compañera a la vez.

Encuentro con Borges

¡Qué bien se ve la tarde
desde el fácil sosiego de los bancos!
J.L.B.

Todo arranca con un viaje. Estoy en el metro de Madrid, dentro de  un vagón luminoso y lleno de gente. Voy agarrado a una de esas manivelas que cuelgan de los caños metálicos y no estoy incómodo, al contrario, tengo la cabeza apoyada en el antebrazo, mecido por el tren y envuelto por el calor tibio de la gente: es la situación ideal para dejar vagar la cabeza, para concentrarse en lo que uno quiere sin preocuparse por el entorno. En este caso un solo tema me ronda la cabeza y me absorbe por completo: cómo ser un buen escritor.

¿Cómo hacer para mejorar en un oficio que nadie enseña? Además de lo obvio, leer y  escribir ¿existe algo que te enseñe las técnicas, los trucos…? No se me ocurre una respuesta clara, o las que se me ocurren son poco convincentes. La única plausible es “solo pueden hacerlo los que saben”, es decir, los escritores talentosos que uno conoce a través de los libros y que suelen vivir siempre lejos, en otro país o en otra ciudad.

Aunque el viaje es cómodo y me siento relajado, me bajo en una estación.  Subo las escaleras y salgo al exterior. Hay unos edificios, altos, lisos y rectangulares, tipo caja de zapatos que no tienen nada especial; son feos y burocráticos como conejeras hechas para gente de clase media. Se nota que hace mucho eran blancos, pero ahora están oscurecidos por el musgo: unas manchas porosas como sombras chorreteadas aparecen bajo cada una de las ventanas. De pronto veo a Borges sentado en un banco de la plaza que está enfrente.

Pasado el primer asombro, me acerco con timidez. Está ciego, las manos apoyadas en el bastón curvo y la cabeza levemente erguida, como observando algo a lo lejos. Está solo e irradia placidez.

Me siento a su lado y sin presentarme ni saludarlo le digo:

–Usted dijo una vez que escribir es una cuestión de oído.

Asiente con la cabeza y sonríe. Una moderada alegría confirma que el recuerdo le resulta positivo.

–También –agrego– dijo que el oído hay que cultivarlo.

Borges alza las cejas y mueve la cabeza mirando hacia delante, más intrigado. La sonrisa se le borra y presta más atención a lo que digo:

–¿Cómo se hace eso? 

Retrasa la cara como si la pregunta lo hubiera impactado. Murmura “caramba”. No sé si va a agregar algo más porque no le doy tiempo, y lo interrumpo con otra pregunta:

–¿Probando de todo?

Inclina la cabeza hacia la izquierda. Como si el gesto le facilitara decidirse, tartamudea:

–Y… puede ser ¿por qué no?

Lo dice dulcemente, mirando al infinito, sin dirigirse a mí en ningún momento. Yo dudo, me arrepiento de haberlo interrumpido. Tampoco sé si lo dijo sinceramente o por afán de no contradecirme, por pura educación. Necesito  que sea más exacto así que vuelvo a preguntar:

–Pero ¿qué quiere decir probarlo todo? ¿leer cosas buenas y malas?

Como si lo moviera un titubeo interno, la cabeza bascula un poco y luego vuelve a su lugar. Tal vez no fui claro, pienso así que añado:

–¿Tengo que leer, por ejemplo, una novela de García Márquez y luego otra de cowboys, como esas de Marcial Lafuente Estefanía? ¿Leer toda clase de libros? ¿Escuchar la música interna de la prosa?

Esto último le hace arquear las cejas. Serio, abre las manos, pero sin dejar de tocar el bastón y tras un momento, sonríe.

–Y…

Quedo esperando a que termine pero su voz se apaga y no agrega nada más. Es fácil darse cuenta de que este silencio es claramente intencional. Ese “y…”  es como si dijera “qué le vamos a hacer” o “qué quiere que le diga” o muchas otras cosas más. Lo entiendo. Hay muchos caminos, son innumerables y este que propongo no es mejor ni peor que cualquier otro. En el caso de que no fuera el de él -que no lo sé- podría ser el mío: son solo circunstancias que se dan en este momento y en este universo. En otras vidas podría ser al revés. Esta verdad que he formulado, se cultiva el oído leyendo de todo, me satisface sólo a mí y si lo pienso bien ya estaba implícita en mi pregunta inicial.

Lo miro, o mejor, me quedo admirado por su inteligencia, por todas las cosas que logra expresar sin decir nada. En ese instante, como si oyera un llamado, alza la cabeza. Arriba los árboles, las hojas y el sereno de la tarde que cae sobre toda la plaza, se sienten con particular intensidad, vuelven su expresión beatífica, serena, y la inundan de una leve satisfacción. Sin emitir una sola palabra ha afirmado que los caminos del Arte son infinitos y ahora, con esta expresión, agrega que no vale la pena hablar de ellos en este momento. Se trata de un tema demasiado amplio que requiere demasiadas palabras, siempre bajo el riesgo de suscitar malentendidos y la tarde está tan linda...

Apoya la cara en las manos y en el bastón. Ahora soy yo quien asiente con la cabeza. Le doy las gracias en voz baja y me voy. Lo dejo disfrutando del rocío, del día que se extingue con lentitud. Antes de cruzar giro para mirarlo: detrás de él veo los árboles y enseguida, como si estuvieran al lado, los edificios cuadrados y mohosos. Entonces, recién ahí, me doy cuenta de que estamos en Santiago de Compostela.

Nota: sueño antiguo al que poco puedo agregar salvo el detalle de que años después, en mi primera visita a Santiago, confirmé que los edificios nuevos eran tan feos como los soñados.

Zapatitos blancos

Era un mediodía radiante y más de sesenta personas estábamos sentadas en torno a una mesa larguísima, que se extendía en el amplio patio de un liceo. Celebrábamos una fecha patria o tal vez la despedida de fin de año. No hacía mucho calor ni mucho frío; había un sol de otoño que abrigaba sin sofocar.

El poeta Gerardo Ciancio y yo estábamos sentados en el centro de la mesa. Frente a nosotros estaba su esposa y otros amigos. También había padres, autoridades, etcétera. Ciancio es director de liceo, por lo que seguramente era la máxima autoridad en aquel centro, aunque no se comportaba como tal. Estaba feliz y dicharachero. Había un clima festivo y, luego de un almuerzo opíparo, todos disfrutábamos de una sobremesa pacífica en un ambiente de camaradería. Observé que todos los objetos (el mantel, los platos vacíos, los vasos y los adornos) eran blancos. Incluso muchas de las personas vestían de ese color –aunque eso no era tan raro: varios se habían quitado el saco y se habían arremangado las camisas blancas. En el centro de la mesa había una fuente que llamó mi atención. Era muy, pero muy larga, seguramente medía más de un metro y medio. El almuerzo había terminado y habíamos dado cuenta de toda la comida a excepción, de unas presas blancas y unas migas intrigantes que habían quedado en un extremo de la fuente. Todo el mundo reía y hablaba, pero una rara sensación me impedía integrarme a aquella pacífica sobremesa. Era algo inquietante, pero no sabía qué. De pronto comencé a mirar con mayor detenimiento lo que había quedado en aquel plato tan largo. Las presitas tenían una forma particular: después de contemplarlas detenidamente caí en la cuenta de que parecían unos zapatitos blancos. Los miré fijo, incluso se veía una media de puntillitas (blancas, claro está)… pero ¿una media? ¿Con un piecito adentro?

El golpe mental fue tan fuerte que no pude verbalizarlo. Ni siquiera podía procesar ese pensamiento. Solo quedaban esos zapatitos ¿Nos habíamos comido a un niño?

Respiré agitado. Todo parecía cerrar, el tamaño de la fuente, su largo desmesurado y su ancho no demasiado angosto parecían las medidas apropiadas para…

“No”, pensé. “Basta”. Mi paladar se llenó de un sabor dulce. Era un recuerdo que se materializaba dentro de mi boca. Recordé el azúcar, era azúcar.

—Claro —murmuré— por eso las miguitas blancas…

Respiré con alivio, casi convencido. Debía ser eso. “Azúcar, claro”. Mientras tanto Ciancio, su esposa y los otros seguían riendo a mi alrededor. Intenté sumarme a ellos, imitarlos, pero no pude. La otra posibilidad era terrorífica. Impensable.

Nota: uno de mis cuentos se llama Zapatos Blancos y se centra en esa clase de calzado infantil (incluidas las medias con puntillas) pero no tiene nada que ver con este posible canibalismo... Ciancio trabaja una poética barroca con una sensibilidad donde lo orgánico y matérico es central y donde la canibalización artística no solo es aceptada sino buscada.

Los comensales eran adultos, no había jóvenes y sin embargo estábamos en un centro de enseñanza, que es un lugar habitual para jóvenes y adolescentes. El azúcar es energía, todo ese jolgorio alimentario bien podría tener un sesgo vampírico si no ocurriera en pleno día.

Pienso también en esos dulces mexicanos (ahora que lo escribo, todo ese blanco tenía un regusto a primera comunión) con formas de esqueletos y calaveras que son el manjar de los niños, aunque no se me ocurre cómo encajaría todo esto en el sueño. Tal vez hable del sacrificio del niño interior que todos llevamos a cabo cuando estamos entre adultos, sobre todo en una institución de enseñanza, pero esta interpretación me parece demasiado forzada, además de poco elegante.

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