“En El
run run de las cosas, la novela que ganó el tercer galardón de los Premios
Nacionales de Literatura 2018, un escritor sueña con otros escritores,
desdibujando los límites entre la ficción, la realidad y el oscilante mundo
onírico. Para el autor, en este proyecto se traza un doble juego de
metaficción, ya que si bien el escritor sueña con otros escritores y cada
capítulo se corresponde con un sueño, también se incluyen notas o acotaciones
del narrador, que trata de analizarlos. Esto, plantea Silva Olazábal, conduce a
cierta “puesta en abismo y hace que no sea un libro de cuentos extraños”.
La novela
comienza con un prólogo del narrador, un tal Héctor Corvalán Ramos, quien
advierte, desde el comienzo, su odio personal por la escritura autobiográfica.
“En la mal llamada escritura del yo –rimbombancia que de sólo oírla provoca
náuseas– siempre se nota el esfuerzo por ser cool o por inspirar lástima, que
al fin y al cabo son la misma cosa”, señala Corvalán, que hace más de tres años
que no logra escribir una sola línea, pero eso no le impide asumir un ambicioso
propósito: publicar una novela de autoficción que termine con todos los libros
del género.
Así,
mientras anota sus sueños, comienzan a circular sugestivas anécdotas con
escritores (…)
“Las
escrituras del yo son como andar por el mundo con la cámara siempre encendida,
pero en ‘modo reversa’, esto es, apuntándola contra uno mismo. El gran Stendhal
dejó escrito que ‘una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino’;
jamás imaginó que ese espejo reflejaría únicamente la cara de quien lo
sostiene”, se advierte en el prólogo, cuando el lector ya no podrá eludir la
invitación a ese viaje de realismo onírico”. (La Diaria, 13/6/20)
A
continuación ofrecemos tres capítulos de “El run run de las cosas”.
Onetti en la Costa Azul
Estábamos
sentados en una terraza en la Costa Azul, en una noche de verano. Era un
restaurante de lujo y había mucha gente: todos bebíamos felices al aire libre.
Debajo de la terraza se desplegaban enormes jardines: la brisa nocturna traía
el aroma de árboles y vegetación. Éramos muchos, tantos que habíamos juntado
varias mesas redondas, pegadas unas a otras como un collar mal hilvanado. En el
centro estaban Onetti y Julianne Moore; ella, brillante con su cara limpia y su
aire de inocencia –que no descartaba una adultez asumida y plena–, él
literalmente subyugado por aquella presencia femenina que le dibujaba una
sonrisa permanente en el rostro. No hablaba, porque no lo necesitaba: se
limitaba a contemplarla y a festejar cada una de sus ocurrencias. Todos
estábamos felices. Incluso Dolly, sentada un poco más lejos, levantó un vaso para
brindar porque “estamos todos juntos”.
Un
integrante de otra mesa se aproximó y con cierta timidez pidió un autógrafo. Lo
miramos en silencio. “¿A quién?”, dijo alguien, “hay tantas personalidades…”.
Todos reímos por la boutade, que en
realidad no era tal: sólo Moore y Onetti eran famosos.
Un señor
que estaba a mi lado, un francés de bigotito, tocó mi antebrazo y me susurró
“vas a ver cómo Juan firma con la cara”. No lo entendí muy bien pero no me
importó porque estaba concentrado en ver qué hacía Julianne. Con infinita
gracia y sin dejar de sonreír la vi tomar varios papeles y firmarlos
rápidamente. Luego los repartió entre los fans que, como un cardumen, se arremolinaban
alrededor de ella. Mientras tanto Onetti, con los brazos cruzados, dialogaba
distraído con algunos de ellos. Comprendí que no les firmaba nada porque no
tenía dónde hacerlo; rápidamente le alcancé una libretita que llevaba en mi
saco. Él la tomó al vuelo y sin dejar de hablar ni de mirar a aquella gente que
lo escuchaba hipnotizada, extrajo de su bolsillo un pequeño lápiz rojo y se lo
apoyó en el rostro. Lentamente, sin dejar de hilvanar ironías de doble y triple
sentido que concitaban la admiración de todos, empezó a marcarse las comisuras
de los labios con una línea finísima. Luego siguió con el contorno inferior de
la cara: la nariz, la barbilla y la mandíbula, todo sin dejar de hablar un
instante.
Alguien
que estaba más atrás dijo “mucha simpatía, pero en el fondo Onetti es un
amargado”. Nadie lo rebatió y eso me llamó la atención, porque el comentario
había sido muy agresivo, pero la sensación de bienestar era tan intensa que
nadie quiso arruinarla refutando a un pesado.
Cuando
Onetti terminó de delinearse la mitad inferior de la cara, acercó el papel al
rostro y lo apoyó ante la mirada atenta de todos. Cuando lo sacó había una
caricatura de trazos simples y certeros: era su cara sonriente. La mostró a
todo el mundo como si fuera un mago y luego, en el aire y sin apoyo alguno,
escribió una dedicatoria. Debajo, con el pulso tembloroso de los borrachos,
agregó: Juan Carlos Onetti.
Nota
actual: curioso sueño del que tampoco conservo la fecha. Es muy simbólico
porque reúne en una sola escena el anhelo secreto de todo escritor: estar
rodeado de amigos junto a una mujer exquisita y culta, en un clima agradable,
de buen gusto, disfrutando de la fama, el dinero y los buenos tragos luego –y esto es lo más importante– de
haber creado alta literatura. El sueño realiza incluso una última fantasía:
sobre el papel –sobre la página– queda estampada su cara de mejor felicidad.
Y todo
transcurre en un entorno de humor, sin tomarse en serio a sí mismo. Casi nada.
Nota bis:
una poeta lacaniana de cuyo nombre no quiero acordarme señaló con singular
perspicacia que el apellido Moore
suena igual a Muhr, apellido de soltera de Dolly, lo que la transfigura en la
bella y talentosa actriz. Así, aparece dos veces: brindando alegría y
tolerancia y también aportando belleza, dos vectores que configuran la mujer
ideal, la musa y la compañera a la vez.
Encuentro
con Borges
¡Qué bien se ve la
tarde
desde el fácil
sosiego de los bancos!
J.L.B.
Todo arranca con un viaje. Estoy en
el metro de Madrid, dentro de un vagón
luminoso y lleno de gente. Voy agarrado a una de esas manivelas que cuelgan de
los caños metálicos y no estoy incómodo, al contrario, tengo la cabeza apoyada
en el antebrazo, mecido por el tren y envuelto por el calor tibio de la gente:
es la situación ideal para dejar vagar la cabeza, para concentrarse en lo que
uno quiere sin preocuparse por el entorno. En este caso un solo tema me ronda
la cabeza y me absorbe por completo: cómo ser un buen escritor.
¿Cómo hacer para mejorar en un
oficio que nadie enseña? Además de lo obvio, leer y escribir ¿existe algo que te enseñe las
técnicas, los trucos…? No se me ocurre una respuesta clara, o las que se me
ocurren son poco convincentes. La única plausible es “solo pueden hacerlo los
que saben”, es decir, los escritores talentosos que uno conoce a través de los
libros y que suelen vivir siempre lejos, en otro país o en otra ciudad.
Aunque el viaje es cómodo y me
siento relajado, me bajo en una estación.
Subo las escaleras y salgo al exterior. Hay unos edificios, altos, lisos
y rectangulares, tipo caja de zapatos que no tienen nada especial; son feos y
burocráticos como conejeras hechas para gente de clase media. Se nota que hace
mucho eran blancos, pero ahora están oscurecidos por el musgo: unas manchas
porosas como sombras chorreteadas aparecen bajo cada una de las ventanas. De
pronto veo a Borges sentado en un banco de la plaza que está enfrente.
Pasado el primer asombro, me acerco
con timidez. Está ciego, las manos apoyadas en el bastón curvo y la cabeza
levemente erguida, como observando algo a lo lejos. Está solo e irradia
placidez.
Me siento a su lado y sin
presentarme ni saludarlo le digo:
–Usted dijo una vez que escribir es
una cuestión de oído.
Asiente con la cabeza y sonríe. Una
moderada alegría confirma que el recuerdo le resulta positivo.
–También –agrego– dijo que el oído
hay que cultivarlo.
Borges alza las cejas y mueve la
cabeza mirando hacia delante, más intrigado. La sonrisa se le borra y presta
más atención a lo que digo:
–¿Cómo se hace eso?
Retrasa la cara como si la pregunta
lo hubiera impactado. Murmura “caramba”. No sé si va a agregar algo más porque
no le doy tiempo, y lo interrumpo con otra pregunta:
–¿Probando de todo?
Inclina la cabeza hacia la
izquierda. Como si el gesto le facilitara decidirse, tartamudea:
–Y… puede ser ¿por qué no?
Lo dice dulcemente, mirando al
infinito, sin dirigirse a mí en ningún momento. Yo dudo, me arrepiento de
haberlo interrumpido. Tampoco sé si lo dijo sinceramente o por afán de no
contradecirme, por pura educación. Necesito
que sea más exacto así que vuelvo a preguntar:
–Pero ¿qué quiere decir probarlo
todo? ¿leer cosas buenas y malas?
Como si lo moviera un titubeo
interno, la cabeza bascula un poco y luego vuelve a su lugar. Tal vez no fui
claro, pienso así que añado:
–¿Tengo que leer, por ejemplo, una
novela de García Márquez y luego otra de cowboys, como esas de Marcial Lafuente
Estefanía? ¿Leer toda clase de libros? ¿Escuchar la música interna de la prosa?
Esto último le hace arquear las
cejas. Serio, abre las manos, pero sin dejar de tocar el bastón y tras un
momento, sonríe.
–Y…
Quedo esperando a que termine pero
su voz se apaga y no agrega nada más. Es fácil darse cuenta de que este
silencio es claramente intencional. Ese “y…”
es como si dijera “qué le vamos a hacer” o “qué quiere que le diga” o
muchas otras cosas más. Lo entiendo. Hay muchos caminos, son innumerables y
este que propongo no es mejor ni peor que cualquier otro. En el caso de que no
fuera el de él -que no lo sé- podría ser el mío: son solo circunstancias que se
dan en este momento y en este universo. En otras vidas podría ser al revés.
Esta verdad que he formulado, se cultiva
el oído leyendo de todo, me satisface sólo a mí y si lo pienso bien ya
estaba implícita en mi pregunta inicial.
Lo miro, o mejor, me quedo admirado
por su inteligencia, por todas las cosas que logra expresar sin decir nada. En
ese instante, como si oyera un llamado, alza la cabeza. Arriba los árboles, las
hojas y el sereno de la tarde que cae sobre toda la plaza, se sienten con
particular intensidad, vuelven su expresión beatífica, serena, y la inundan de
una leve satisfacción. Sin emitir una sola palabra ha afirmado que los caminos
del Arte son infinitos y ahora, con esta expresión, agrega que no vale la pena
hablar de ellos en este momento. Se trata de un tema demasiado amplio que
requiere demasiadas palabras, siempre bajo el riesgo de suscitar malentendidos
y la tarde está tan linda...
Apoya la cara en las manos y en el
bastón. Ahora soy yo quien asiente con la cabeza. Le doy las gracias en voz
baja y me voy. Lo dejo disfrutando del rocío, del día que se extingue con
lentitud. Antes de cruzar giro para mirarlo: detrás de él veo los árboles y
enseguida, como si estuvieran al lado, los edificios cuadrados y mohosos.
Entonces, recién ahí, me doy cuenta de que estamos en Santiago de Compostela.
Nota: sueño antiguo al que poco
puedo agregar salvo el detalle de que años después, en mi primera visita a
Santiago, confirmé que los edificios nuevos eran tan feos como los soñados.
Zapatitos blancos
Era un
mediodía radiante y más de sesenta personas estábamos sentadas en torno a una
mesa larguísima, que se extendía en el amplio patio de un liceo. Celebrábamos
una fecha patria o tal vez la despedida de fin de año. No hacía mucho calor ni
mucho frío; había un sol de otoño que abrigaba sin sofocar.
El poeta
Gerardo Ciancio y yo estábamos sentados en el centro de la mesa. Frente a
nosotros estaba su esposa y otros amigos. También había padres, autoridades,
etcétera. Ciancio es director de liceo, por lo que seguramente era la máxima
autoridad en aquel centro, aunque no se comportaba como tal. Estaba feliz y
dicharachero. Había un clima festivo y, luego de un almuerzo opíparo, todos
disfrutábamos de una sobremesa pacífica en un ambiente de camaradería. Observé
que todos los objetos (el mantel, los platos vacíos, los vasos y los adornos)
eran blancos. Incluso muchas de las personas vestían de ese color –aunque eso
no era tan raro: varios se habían quitado el saco y se habían arremangado las
camisas blancas. En el centro de la mesa había una fuente que llamó mi
atención. Era muy, pero muy larga, seguramente medía más de un metro y medio.
El almuerzo había terminado y habíamos dado cuenta de toda la comida a
excepción, de unas presas blancas y unas migas intrigantes que habían quedado
en un extremo de la fuente. Todo el mundo reía y hablaba, pero una rara
sensación me impedía integrarme a aquella pacífica sobremesa. Era algo
inquietante, pero no sabía qué. De pronto comencé a mirar con mayor
detenimiento lo que había quedado en aquel plato tan largo. Las presitas tenían
una forma particular: después de contemplarlas detenidamente caí en la cuenta
de que parecían unos zapatitos blancos. Los miré fijo, incluso se veía una
media de puntillitas (blancas, claro está)… pero ¿una media? ¿Con un piecito
adentro?
El golpe
mental fue tan fuerte que no pude verbalizarlo. Ni siquiera podía procesar ese
pensamiento. Solo quedaban esos zapatitos
¿Nos habíamos comido a un niño?
Respiré
agitado. Todo parecía cerrar, el tamaño de la fuente, su largo desmesurado y su
ancho no demasiado angosto parecían las medidas apropiadas para…
“No”,
pensé. “Basta”. Mi paladar se llenó de un sabor dulce. Era un recuerdo que se
materializaba dentro de mi boca. Recordé el azúcar, era azúcar.
—Claro
—murmuré— por eso las miguitas blancas…
Respiré
con alivio, casi convencido. Debía ser eso. “Azúcar, claro”. Mientras tanto
Ciancio, su esposa y los otros seguían riendo a mi alrededor. Intenté sumarme a
ellos, imitarlos, pero no pude. La otra posibilidad era terrorífica.
Impensable.
Nota: uno
de mis cuentos se llama Zapatos Blancos
y se centra en esa clase de calzado infantil (incluidas las medias con
puntillas) pero no tiene nada que ver con este posible canibalismo... Ciancio
trabaja una poética barroca con una sensibilidad donde lo orgánico y matérico
es central y donde la canibalización artística no solo es aceptada sino
buscada.
Los
comensales eran adultos, no había jóvenes y sin embargo estábamos en un centro
de enseñanza, que es un lugar habitual para jóvenes y adolescentes. El azúcar
es energía, todo ese jolgorio alimentario bien podría tener un sesgo vampírico
si no ocurriera en pleno día.
Pienso
también en esos dulces mexicanos (ahora que lo escribo, todo ese blanco tenía
un regusto a primera comunión) con formas de esqueletos y calaveras que son el
manjar de los niños, aunque no se me ocurre cómo encajaría todo esto en el
sueño. Tal vez hable del sacrificio del niño interior que todos llevamos a cabo
cuando estamos entre adultos, sobre todo en una institución de enseñanza, pero
esta interpretación me parece demasiado forzada, además de poco elegante.
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