Cuando pase la pandemia del
coronavirus no nos estará permitido volver a la «normalidad» anterior. Sería,
en primer lugar, un desprecio a los miles de personas que han muerto asfixiadas
por el virus, y una falta de solidaridad con sus familiares y amigos. En
segundo lugar, sería la demostración de que no hemos aprendido el mensaje de lo
que, más que una crisis, es un llamado urgente a cambiar nuestra forma de vivir
en nuestra única Casa Común. Se trata de un llamamiento de la propia Tierra
viva, ese superorganismo autorregulado del que somos su parte inteligente y
consciente.
El sistema actual pone en peligro las
bases de la vida
Volver a la anterior configuración
del mundo, hegemonizado por el capitalismo neoliberal, incapaz de resolver sus
contradicciones internas –y cuyo ADN es su voracidad por un crecimiento
ilimitado a costa de la sobreexplotación de la naturaleza y la indiferencia ante
la pobreza y la miseria de la gran mayoría de la humanidad producida por ella–,
es olvidar que dicha configuración está sacudiendo los cimientos ecológicos que
sostienen toda la Vida en el planeta. Volver a la “normalidad” anterior
(business as usual) sería prolongar una situación que podría implicar nuestra
propia destrucción.
Si no hacemos una «conversión
ecológica radical», en palabras del Papa Francisco, la Tierra viva podrá
reaccionar y contraatacar con virus aún más violentos, capaces de hacer desaparecer
a la especie humana. Ésta no es una opinión meramente personal, sino la opinión
de muchos biólogos, cosmólogos y ecologistas que están estudiando
sistemáticamente la creciente degradación de los sistemas-Vida y del
sistema-Tierra. Hace diez años (2010), como resultado de mis investigaciones en
cosmología y en el nuevo paradigma ecológico, escribí el libro Cuidar la
Tierra-proteger la vida: cómo evitar el fin del mundo (Dabar, México). Los
pronósticos que adelantaba han sido confirmados plenamente por la situación
actual.
El proyecto capitalista y neoliberal
ha sido rechazado
Una de las lecciones que hemos
aprendido de la pandemia es la siguiente: si se hubieran seguido los ideales
del capitalismo neoliberal –competencia, acumulación privada, individualismo,
primacía del mercado sobre la vida y minimización del Estado– la mayoría de la
humanidad estaría perdida. Lo que nos ha salvado ha sido la cooperación, la
interdependencia de todos con todos, la solidaridad y un Estado suficientemente
equipado para ofrecer la posibilidad universal de tratamiento del coronavirus,
en el caso del Brasil, el Sistema Único de Salud (SUS).
Hemos hecho algunos descubrimientos:
necesitamos un «contrato social mundial», porque seguimos siendo rehenes del
obsoleto soberanismo de cada país. Los problemas mundiales requieren una
solución mundial, acordada entre todos los países. Hemos visto el desastre en
la Comunidad Europea, en la que cada país tenía su plan, sin considerar la
necesaria cooperación con otros países. Ha sido una devastación generalizada en
Italia, en España y últimamente en Estados Unidos, donde la medicina está
totalmente privatizada.
Otro descubrimiento ha sido la
«urgencia de un centro plural de Gobierno Mundial» para asegurar a toda la
comunidad de Vida (no sólo la vida humana sino la de todos los Seres Vivos) lo
suficiente y decente para vivir. Los bienes y servicios naturales son escasos y
muchos de ellos no son renovables. Con ellos debemos satisfacer las demandas
básicas del sistema-vida, pensando también en las generaciones futuras. Es el
momento oportuno para crear una renta mínima universal para todos, la
persistente prédica del valiente y digno político Eduardo Suplicy.
Una comunidad de destino compartido
Los chinos han visto claramente esta
exigencia al promover una comunidad de destino compartido para toda la
humanidad, texto incorporado en el renovado artículo 35 de la Constitución
china. Esta vez, o nos salvamos todos, o engrosaremos la procesión de los que
se dirigen a la fosa común. Por eso, debemos cambiar urgentemente nuestra forma
de relacionarnos con la Naturaleza y con la Tierra, no como señores, montados
sobre ella, dilapidándola… sino como partes conscientes y responsables,
poniéndonos junto a ella y a sus pies, cuidadores de toda la Vida.
A la famosa TINA (There Is No
Alternative), «no hay alternativa» de la cultura del capital, debemos
confrontar una TIaNA (There Is a New Alternative), «hay una nueva alternativa».
Si hasta ahora la centralidad estaba ocupada por el beneficio, el mercado y la
dominación de la naturaleza y de los otros (imperialismo), en esta segunda será
la vida en su gran diversidad, también la humana con sus muchas culturas y
tradiciones la que organizará la nueva forma de habitar la Casa Común. Esto es
imperativo, y está dentro de las posibilidades humanas: tenemos la ciencia y la
tecnología, tenemos una acumulación fantástica de riqueza monetaria, pero falta
a la gran mayoría de la humanidad y, lo que es peor, a los Jefes de Estado,
conciencia de esta necesidad y voluntad política de implementarla. Tal vez,
ante el riesgo real de nuestra desaparición como especie, por haber llegado a
límites insoportables para la Tierra, el instinto de supervivencia nos haga a
todos sociables, fraternos, colaboradores y solidarios unos con otros. El
tiempo de la competencia ha pasado. Ahora es el tiempo de la cooperación.
La inauguración de una civilización
biocentrada
Creo que inauguraremos una
civilización biocentrada, cuidadosa y amiga de la Vida, como algunos dicen, “la
tierra de la buena esperanza”. Se podrá realizar el «bien vivir y convivir» de
los pueblos indígenas andinos: la armonía de todos con todos, en la familia, en
la sociedad, con los demás seres de la naturaleza, con las aguas, con las
montañas y hasta con las estrellas del firmamento.
Como el premio Nobel de economía
Joseph Stiglitz ha dicho con razón: “tendremos una ciencia no al servicio del
mercado, sino el mercado al servicio de la ciencia”, y yo añadiría: y la
ciencia al servicio de la Vida.
No saldremos de la pandemia de
coronavirus como entramos. Seguramente habrá cambios significativos, tal vez
incluso estructurales. El conocido líder indígena, Ailton Krenak, del valle do
Rio Doce (del Río Dulce, en Brasil), ha dicho acertadamente: «No sé si
saldremos de esta experiencia de la misma manera que entramos. Es como una
sacudida para ver lo que realmente importa; el futuro está aquí y es ahora,
puede que mañana ya no estemos vivos; ojalá que no volvamos a la normalidad» (O
Globo, 01/05/2020, B 6).
Lógicamente, no podemos imaginar que
las transformaciones se produzcan de un día a otro. Es comprensible que las
fábricas y las cadenas de producción quieran volver a la lógica anterior. Pero
ya no serán aceptables.
Deberán someterse a un proceso de
reconversión en el que todo el aparato de producción industrial y
agroindustrial deberá incorporar el factor ecológico como elemento esencial. La
responsabilidad social de las empresas no es suficiente. Se impondrá la
responsabilidad socio-ecológica.
Se buscará energías alternativas a
las fósiles, menos impactantes para los ecosistemas. Se tendrá más cuidado con
la atmósfera, las aguas y los bosques. La protección de la biodiversidad será
fundamental para el futuro de la vida y de la alimentación, humana y de toda la
comunidad de la Vida.
¿Qué tipo de Tierra queremos para el
futuro?
Seguramente habrá una gran discusión
de ideas sobre qué futuro queremos, y qué tipo de Tierra queremos habitar. Cuál
será la configuración más adecuada a la fase actual de la Tierra y de la propia
humanidad, la fase de planetización y de la percepción cada vez más clara de
que no tenemos otra casa común para habitar que ésta. Y que tenemos un destino
común, feliz o trágico. Para que sea feliz, debemos cuidarla para que todos
podamos caber dentro, incluida la naturaleza.
Existe el riesgo real de polarización
de modelos binarios: por un lado los movimientos de integración, de cooperación
general; y, por otro, la reafirmación de las soberanías nacionales con su
proteccionismo. Por un lado el capitalismo «natural» y verde, y por otro el
comunismo reinventado de tercera generación como pronostican Alain Badiou y
Slavoy Zizek.
Otros temen un proceso de
brutalización radical por parte de los “dueños del poder económico y militar”,
para asegurar sus privilegios y sus capitales. Sería un despotismo de forma
diferente, porque se basaría en los medios cibernéticos y en la inteligencia
artificial, con sus complejos algoritmos, un sistema de vigilancia sobre todas
las personas del planeta. La vida social y las libertades estarían
permanentemente amenazadas. Pero a todo poder le surgirá siempre un
contrapoder. Habría grandes enfrentamientos y conflictos a causa de la
exclusión y la miseria de millones de personas que, a pesar de la vigilancia,
no se conformarán con las migajas que caen de las mesas de los ricos epulones.
No pocos proponen una gloca-lización,
es decir que el acento se ponga en lo local, en la región, con su especificidad
geológica, física, ecológica y cultural, pero abierta a lo global, que
involucra a todos. Con este «biorregionalismo» se podría lograr un verdadero
desarrollo sostenible, que aprovechara los bienes y servicios locales.
Prácticamente todo se realizará en la región, con empresas más pequeñas, con
una producción agroecológica, sin necesidad de largos transportes, que consumen
energía y contaminan. La cultura, las artes y las tradiciones serán revividas
como una parte importante de la vida social. La gobernanza será participativa,
reduciendo las desigualdades y haciendo que la pobreza sea menor, siempre
posible, en las sociedades complejas. Es la tesis que el cosmólogo Mark
Hathaway y yo defendemos en nuestro libro común El Tao de la Liberación
(Trotta, 2010) que fue bien acogida en el ambiente científico y entre los
ecologistas hasta el punto de que Fritjof Capra se ofreció a hacer un
interesante prólogo.
Otros ven la posibilidad de un
ecosocialismo planetario, capaz de lograr lo que el capitalismo, por su esencia
competitiva y excluyente, es incapaz de hacer: un contrato social mundial,
igualitario e inclusivo, respetuoso de la naturaleza, en el que el nosotros (lo
comunitario y societario) y no el yo (individualismo) será el eje estructurador
de las sociedades y de la comunidad mundial. El ecosocialismo planetario
encontró en el franco-brasileño Michael Löwy su más brillante formulador (O que
é ecossocialismo?, disponible en la red). Tendremos, como reafirma la Carta de
la Tierra, así como la encíclica del Papa Francisco «sobre el cuidado de la
Casa Común», un modo de vida verdaderamente sostenible, y no sólo un
«desarrollo» sostenible.
Al final, pasaremos de una sociedad
industrial/consumista a una sociedad de sustentación de toda la vida con un
consumo sobrio y solidario; de una cultura de acumulación de bienes materiales,
a una cultura humanístico-espiritual en la que los bienes intangibles como la
solidaridad, la justicia social, la cooperación, los lazos afectivos, y no en
última instancia la amorosidad y la logique du coeur (la lógica del corazón),
estarán en sus cimientos.
No sabemos qué tendencia predominará.
El ser humano es complejo, indescifrable, y se mueve por la benevolencia, pero
también por la brutalidad. Está completo pero aún no está totalmente
(terminado). Aprenderá, a través de errores y aciertos, que la mejor configuración
para la coexistencia humana con todos los demás seres de la Madre Tierra debe
estar guiada por la lógica del propio universo: éste está estructurado –como
nos dicen notables cosmólogos y físicos cuánticos– según complejas redes de
inter-retro-relaciones.
Todo es relación. No existe nada
fuera de la relación. Todo se ayuda «mutuamente» para seguir existiendo y poder
co-evolucionar. El propio ser humano es un rizoma (bulbo de raíces) de
relaciones en todas las direcciones.
Si se me permite decirlo en términos
teológicos: es la imagen y semejanza de la Divinidad que surge como la relación
íntima de tres Infinitos, cada uno singular (las singularidades no se suman),
Padre, Hijo y Espíritu Santo, que existen eternamente el uno para el otro, con
el otro, en el otro y a través del otro, constituyendo un Dios-comunión de
amor, de bondad y de belleza infinita.
Tiempos de crisis como el nuestro, de
paso de un tipo de mundo a otro, son también tiempos de grandes sueños y
utopías. Ellas son las que nos mueven hacia el futuro, incorporando el pasado
pero dejando nuestra propia huella en el suelo de la vida. Es fácil pisar la
huella dejada por otros, pero ella no nos lleva a ningún camino esperanzador.
Debemos hacer nuestra propia huella,
marcada por la inagotable esperanza de la victoria de la vida, porque el camino se hace
caminando y soñando. Así pues, caminemos.
(COMCOSUR INFORMA AÑO 20 No. 1961 / 22-5-2020)
(COMCOSUR INFORMA AÑO 20 No. 1961 / 22-5-2020)
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