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LAS MENINAS. EL TRIUNFO DE LA PINTURA


por Fernando Marías

En 1656, Diego Velázquez concluyó el gigantesco lienzo, de 3,18 metros de alto y 2,76 de ancho, que hoy conocemos como Las Meninas. El pintor debió de haberlo iniciado en el otoño de 1655, pues la relación entre la luz que entra por las ventanas y las sombras parece indicar esta estación del año. Velázquez no firmó el cuadro. No solía hacerlo, pero en este caso habría sido absolutamente innecesario. Su tamaño, a escala natural, la presencia de un autorretrato del pintor, el hecho de que estuviera destinado al privadísimo despacho de verano del rey, localizado al fondo del sótano del antiguo Alcázar, donde el único que lo contemplaría sería Felipe IV, y el estilo en el que estaba realizado –entre el retrato y la pincelada suelta– hacían de Las Meninas una pintura excepcional que sólo podía ser obra del pintor de cámara de Felipe IV.

La obra constituyó una especie de cuadro "secreto" y en cierto sentido un escándalo; nadie habló de Las Meninas hasta que en 1696 el portugués Félix da Costa, que lo había visto hacia 1662, lo describió en su Antiguidade da arte da pintura, donde lo criticaba por considerarlo "más un autorretrato de Velázquez que un retrato de la emperatriz [la infanta Margarita]". Hacia 1700, el pintor cortesano Luca Giordano lo elogió como "la teología de la pintura".

El pintor y teórico Antonio Palomino, en su Parnaso español –un libro de 1724 que incluía una larga biografía del pintor sevillano–, nos dejó la más exacta relación del cuadro que ha llegado hasta nosotros e identificó a sus personajes: la infanta doña Margarita María de Austria y sus aristocráticas damas o meninas, doña María Agustina Sarmiento y doña Isabel de Velasco; el enano y ayuda de cámara Nicolasito Pertusato y la enana Mari Bárbola; doña Marcela de Ulloa, señora de honor de las damas de la reina, junto a un anónimo guardadamas, y el propio Velázquez, que aparece trabajando ante un gran lienzo cuya cara se nos oculta.

HIDALGO Y CABALLERO

Si se compara con otras obras del arte cortesano del siglo XVII, uno de los aspectos que más llaman la atención en Las Meninas es la presencia del propio pintor, a la izquierda del óleo, en una imagen escandalosamente innovadora de cuerpo entero. En realidad, Velázquez figura en el cuadro no tanto como pintor, sino como criado del rey. Su traje y la llave de oro que ciñe a la cintura indican el importante cargo de aposentador de palacio que había obtenido gracias al favor del rey Felipe IV.

Desde su nombramiento en 1623 como pintor del rey, Velázquez había acumulado cargos no estrictamente artísticos en la corte española que le supusieron jugosos salarios y gajes. Logró también que le concedieran el estatus social de hidalgo, y en 1659 alcanzó el honor más preciado de todos: su nombramiento como caballero de la orden militar de Santiago, como se refleja precisamente en la cruz que luce en Las Meninas y que él mismo (u otro pintor conocido suyo) pintó sobre el cuadro ya terminado.

Velázquez no tuvo fácil conseguir estos honores, especialmente el último de ellos. Los estatutos de la orden de Santiago requerían de los candidatos que su linaje fuera de cristianos viejos y de condición hidalga, y que no hubieran practicado un oficio manual. Todos estos requisitos resultaban problemáticos en el caso de Velázquez, quien seguramente tuvo antepasados judeoconversos y cuyo abuelo paterno trabajó como calcetero y pequeño comerciante. Además, la pintura se consideraba un "oficio mecánico" incompatible con el estatus de un noble.

Por ello, Velázquez debió buscar testigos –no sabemos si sobornándolos o convenciéndolos de que testificaran en falso– para probar su linaje y ratificar que él mismo se dedicaba a la pintura no como "oficio", sino como "ejercicio", "sólo por distracción personal y para contentar el gusto del monarca". Finalmente, la decisión taxativa de Felipe IV y una licencia papal lo eximieron de probar lo improbable, y en noviembre de 1659, en el convento del Corpus Christi de Madrid, recibió públicamente el hábito y la venera o insignia de la orden de Santiago, pese a que los demás caballeros, descontentos con la decisión del rey, le hicieron el vacío en ese acto.

MUCHO MÁS QUE UN RETRATO CORTESANO

Es posible que esta peripecia personal tenga algo que ver con la composición de Las Meninas. En efecto, la aparente naturalidad, incluso banalidad, de la escena representada en el cuadro esconde una carga de profundidad: mediante esa obra maestra, Velázquez quería desmentir a aquellos que consideraban la pintura como un oficio mecánico y defender su arte como una actividad liberal y no servil. De ahí el protagonismo que el pintor se da a sí mismo en el cuadro, poniéndose en un lateral, pero como la figura más elevada.

UNA OBRA REVOLUCIONARIA

En el siglo XVIII, Las Meninas eran conocidas simplemente como La familia de Felipe IV, como si fuera un típico retrato de corte. Pero el cuadro de Velázquez era una obra mucho más compleja y original. En él se mostraba una escena de la vida de la corte que, en la personalísima visión de Velázquez, quedaba duplicada en el retrato que el pintor ejecutaba sobre el cuadro. La escala natural hacía del óleo un gigantesco y revolucionario trampantojo, un "lienzo tridimensional", como si se tratara de una puerta o ventana a través de la cual el espectador puede contemplar la realidad que se encuentra más allá, no sobre su superficie, como en los espejos y las pinturas. No es extraño que, en el siglo XIX, el escritor francés Théophile Gautier se preguntara: "Pero ¿dónde está el cuadro?".

RETRATOS DENTRO DEL RETRATO

Las Meninas era también una obra revolucionaria en cuanto al género pictórico en el que se inscribía. Palomino la definió como un "capricho nuevo", es decir, un producto de la imaginación del pintor que debía causar sorpresa y asombro entre quienes la contemplaran. Si hasta entonces el retrato se había considerado como un género secundario, basado en la mera imitación, Velázquez demostraba que también podía ser un arte de la invención y el concepto.

Una prueba del virtuosismo e ingeniosidad conceptual que mostró Velázquez en esta obra se encuentra en el espejo situado al fondo del cuadro. Este nos devuelve la imagen de los reyes Felipe y Mariana, que el propio Velázquez está pintando (la perspectiva hace improbable que el espejo refleje a los reyes como si estuvieran viendo la escena desde el otro extremo de la sala). En 1656, hacía más de diez años que el rey se negaba a que lo retratara su pintor de cámara –en una carta de 1653 dijo: "No me inclino a pasar por la flema de Velázquez, así por ella como por no verme ir envejeciendo"–, por lo que cabría pensar que Las Meninas fue para Velázquez un modo de superar aquella prohibición, de retratar al rey aunque no quisiera, creando así un nuevo tipo de retrato regio.

Los milagros de la naturaleza podían plasmarse con un pincel, como si un lienzo fuera un espejo "permanente"; pero la pincelada deshecha de Velázquez, con borrones y manchas distantes, demostraba que había una mano entre el instrumento y la mente del pintor; la mano del que plasmaba las pinceladas con desdén, sin esfuerzo aparente, como quien no quiere la cosa, como símbolo supremo de la nobleza y la cortesanía del que la ejecuta. "El primor consiste en pocas pinceladas, obrar mucho, no porque las pocas no cuesten, sino que se ejecuten con liberalidad, que el estudio parezca acaso, y no afectación", escribió un contemporáneo, que añadió: "Ese modo galantísimo hace hoy famoso Diego Velázquez […], pues con sutil destreza, en pocos golpes, muestra cuánto puede el Arte, el desahogo, y la ejecución pronta". Este era, pues, el milagro de su arte.

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