El sitio de la Mulita (10)
Seguía creyéndose, sí, el
Sargento que guardaba un momento silencio y que, después, continuaba diciendo
esto y lo otro a su Asistente y que le retrucaba aquello y lo de más allá; pero
sin acritud y siempre, ya dijimos, sin hacer sonar las frases. Es que en el
fondo ninguna era de su gusto, aunque, a decir verdad, él mismo no sabía cuál
era su gusto en aquel momento. Hasta que, muy repentinas, unas palabras
cobraron relieve y se le fijaron adentro, cual si esperaran impulso para
manifestarse. Tal como uno anda paseando sin rumbo en el monte, se araña entre
las zarzas, lo traban los matorrales y las lianas, lo atajan troncos, anda a
las eses para adelantar y, de pronto, los mil rumores son hendidos por un canto
de vidrio, y se pone a seguirlo por verle al pájaro, a ese canto, y, con eso,
lo que hace es alejarlos a los dos, al pájaro y a su silbo, hasta que, cada vez
procediendo con más cautela, logra al fin sorprender al ave detenida entre las
hojas y, si guarda quietud el intruso, es capaz que hasta le ve abrir el
piquillo y otra vez lo vuelve a escuchar; así, de esa manera, de emoción en
emoción, la mente del Cimarrón se halló con un sentimiento para el que su
atención le quedó aguaitante.
De pronto, al tiempo que
la mirada del Cimarrón se hundía dominadora en los ojos del Macá y permanecía
allí hecha puntal de rancho, una voz comenzó a levantarse despacio, apagada,
como las que de toda soledad se sienten solos en el mundo:
-Yo he peleado… ¿sabés
vos?... he salido bien, he salido… he salido, te voy a decir, ¡bah!, regular…
Yo he dejao muchos difuntos por esos caminos y esas pulperías, y a mí mismito
también me han dejao… no difunto, ¡claro!, pero por difunto, lo menos en dos
ocasiones…
El Macá cabeceó
aprobatorio, abandonando el mate a tientas, a lo ciego contra la caldera,
porque no quitaba sus cada vez más grandes ojos de los ahora emparejados de su
superior. Pero se acordó de las reprimendas de siempre y ya iba a seguir
cebando, cuando las palabras que siguieron le derrumbaron la intención, lo
hicieron olvidar de todo. Así, pues, embelesado de antemano, con mucha circunspección,
sin acordarse más del mate se puso cómodo nuestro amigo y se dispuso a dejarse
introducir en un mundo cuya existencia dependía, tanto para él como para su
interlocutor, de la muda aceptación, que ya estaba otorgando con todo gusto.
-…Por eso, m’hijo, me
cuesta, me cuesta mucho luchar en estas condiciones, sabiendo que estos infelices
de la Mulita y el Aperiá no van a hacer resistencia. Pelear así, mirá, es como
si uno diera sablazos en el agua. A este Aperiá sólo lo conozco de vista. Al
que conozco más es al hermano, al coimero de “La Flor de un día”, que sin ser
una cosa del otro mundo, es bastante decentito. ¡Pero a la Mulita!
Tal,como sobre las verdes,
más altas hojas y entre la radiante luz, el pájaro canoro hace un momento
trajimos al caso, se da cuenta de que quedan muy, muy abajo los sigilos de la
víbora con sus dos chispas malditas, y no distingue en el contorno los agoreros
círculos de las aves carniceras, y así, en una bienhechora paz, en vez de
volar, de tan complaciente que está el mundo, canta y logra, sin tener
necesidad de mover las alas, sentirse de bien lo mismo que si volara, así, así
seguía hablando el Cimarrón, faltando, con cautela, a la verdad:
-Debés de saber vos que
con la Mulita tengo trato desde que ella era una criatura. ¡Vieras vos qué mano
tanto para los pasteles y empanadas como para el locro! ¡Y se sabe preparar
unas humitas!
La sonrisa extática que
le apareció al Cimarrón hizo innecesarias las palabras. Pero como cae el
guijarro en el medio de la escarcha del charquito, se oyó un,
-¡Pah! -del Macá.
El Sargento, entonces,
quedó de golpe serio. Pero la ternura siguió con sus efluvios, otra vez desde
lo más adentro:
-A mí, debés de saber
vos, debés de saber vos que a mí, ella me quiere… como a un padre. Es un
cariño, mirá… ¡Bueno, habés de saber vos, ellas es huérfana desde chica!
De un salto el Sargento
se puso de pie, la mano en la cabeza para sujetar el quepis, y corrió fuera de
la carpa (forcejeando por sacar el sable que al pasarle al lado había agarrado)
hacia el chocar de dos machetes con saña empuñados entre un griterío por el
Cabo Pato y el Soldado Halcón.
-¡Entreguen sus armas y
dense presos y encomunicaos! ¿Y ustedes, en vez de apartar, presenciando, muy
regocijados, el espectáculo? ¡Ya van a tener pelea para rato cuando se topen
con Don Juan y los suyos, pierdan cuidao, que esos no son de arriar con el poncho,
y que en el monte van a tener tiempo de militarizarse como ustedes, estoy
segurito! ¡A ver esas armas!
Abrumado, el Halcón
envainó, desenganchó y entregó el machete, yendo a buscar el quepis que, en uno
de sus salvadores esquives, había rodado varios metros. Aunque sabía lo que se
le vendría encima, el Cabo Pato estaba tan ciego de rabia, que agachó la cabeza
y no se movía. Su superior se adelantó, le retiró el machete como quien
maniobrara con un espantapájaros por la rigidez del desarmado y, luego,
desviándose en el pensamiento hacia donde menos quería, les habló con
austeridad, pero tan sin energía que asombró al destacamento:
-¿No ves que los están
oyendo? ¿Les parece lindo que los que tenemos que prender se estén diciendo que
somos una manga de indisciplinaos?
Al sentirles el peso
advirtió que tenía los dos sables en la mano.
-Bueno -continuó- tomen
sus armas, vayansé como dos hermanos al fogón, y no me obliguen a mandarlos
arrestaos a la Comisaría. Ustedes saben que el Comisario anda con la sangre en
el ojo.
Y tornó a entrar a la
carpa seguido por su Asistente, que al salir tras él, sin querer se presentó
ante el tumulto mate y caldera en mano.
-¿Pero qué le pasará a
este?; ¿qué le pasará, que cualquier cosita le pone tan basilisco? Este es muy
capaz de… Y como, por más que empleara a fondo su imaginación, ella se negaba a
traerle alguna imagen inconveniente de su Sargento, el joven dio un furtivo
chupetazo al mate, manteniendo asimismo, con ello, su reflexión.
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