El sitio de la Mulita (12)
Ratos antes, de hallarse
realmente en confidencias con su Asistente, el veterano Sargento hubiera dicho:
-A mí denme un taita, un
matrero, pie con pie y mano a la espalda, si quieren. ¡Pero esto… de ensañarse
con dos infelices!
De este modo, en el
salvador fantaseo, y con ayuda del delirio entusiasta del joven Macá, habría
podido huir de la malhadada situación presente, y abrirse paso, entre tiros y
puñaladas, hasta dar en un radiante ensueño de consecuentes felicitaciones y de
ufanías embebecedoras.
Mas así, solo en su
carpa, acostado, no surgió nada que atenuara su desaliento. Y se quedaba apenas
con su desolador,
-¡Esto de ensañarse con
dos infelices…! -que le sostenía su sentimiento como la prolongación de una
campanada. -¡…dos infelices!
Envuelto en su
conmiseración por los sitiados, y bajo el influjo de un reflejo de la frase, lo
fue embargando intensa piedad por sí mismo, también. Al principio, resultó como
si la mención de la cifra fuera desvaneciéndose, al tiempo que, desde lejos,
pero insistente, alguien aproximara un nuevo guarismo. Y este lo exponía al
Cimarrón de cuerpo presente junto a los del encierro… Tres, no dos, eran, sí.
Al poco rato, la idea desapareció llevándose de tiro la frase entera, con todas
sus palabras y la imagen par de la Mulita y del Aperiá encima; ¡y un sitio allí
vacío, ahora, pues, como en su tienda, así estaba el Cimarrón en su propia mente,
ya! Sólo, él. Por eso, por eso llegado el término normal de la siesta, todavía
la cabeza del viejo se revolvía de una a otra cabezada del basto. Ahora, para
librarlo del asedio de aquellos sentimientos, le insinuaba como una picada
cierta imagen ecuestre que parecía llamarlo con el brazo desde la orilla de un
monte distante. El aparecido en la mente del Cimarrón, apenas una mancha
imprecisable al principio, cobró absoluta nitidez, de golpe. Sin embargo, el
brusco reconocimiento no causaba al Sargento la menor sorpresa; como si antes
de saber algo, ya lo estuviera sabiendo todo. Medio ladeado en su malacara, corpulento
y bastante barrigón, tenía sable y bombachas rojas, de reglamento; pero no
chaquetilla, sino un saco, asimismo mucho más chico que él, el de los llamados
lejanos: el Carpincho.
-¡Ah, Recluta desertor!
¡No sólo no te hallo delito por haber querido estar más en la milicia; te tengo
envidia, derecho! ¡Y tan de poca cabeza que parecías!
Para espantar su
desaliento el Sargento alargó el brazo, cogió las botas y, acostado no más, se
las puso. Después, sacó las piernas a fin de no pisar los cojinillos y se
incorporó, gacha la cabeza, cuidando de no dar en el travesaño de la tienda. Se
aseguró de seguido el correaje, acomodó la pistola, enganchó el sable. Y salió
encasquetándose con rabia el quepis, entre un trinar de espuelas duramente
arrastradas. Su mirada, antes de proyectarse sobre la soldadesca tendida en sus
recados a la sombra de los árboles, se fijó en un punto lejano del horizonte.
Detrás de este, leguas más atrás, estaba, en lo para él invisible, el monte que
cobijaba, entre otros, al Recluta Carpincho de la deserción. A esas horas ya se
habría levantado de la siesta. En torno al fogón, estaría mateando contento,
como Don Juan, con el sublevado Avestruz Tuerto, con el Zorrino, con el Venado
payador y el acompañante de este, el Montés alarife. Sabedor el Sargento
Cimarrón de que el Venado había llevado su guitarra (porque fue lo primero que
le contaron sus subalternos que con tan poca fortuna actuaron en la pulpería)
no le fue difícil imaginarse hecho un rey al Recluta; sorbiendo el mate,
escuchando con embeleso décimas bizarras… La brusca media vuelta, casi de
salto, que dio el Sargento, fue porque ya se iba a ver él también en aquella
rueda matrera. Y al recobrar la estabilidad, gritó a quienes, muy como dormidos
sobre sus aperos, no le sacaban sin embargo la mirada, desde los párpados
apenas entreabiertos:
-¡Qué siesta ni qué
siesta! ¡A traer leña para la noche! ¡Y esos caballos se les van a pasar de sé!
¡Y salga el Cabo Pato, y el Cabo Lobo y el Soldado… Comadreja y el Soldado…
Pajero a hacerme una descubierta!
Como no veía al Macá
entre los que presurosos se incorporaban, se ponían los quepis, arreglaban sus
cacharpas o se dirigían hacia las estacas de sus respectivas cabalgaduras,
soltó otro grito colérico:
-¡Asistente, caray! ¿Ande
anda ese Asistente?
Restregándose los ojos,
surgió detrás de un tala el requerido. Al llegar a dos metros, se sacudió la
tierra y las pajitas de la ropa y se cuadró:
-Que quede mi caballo en
la estaca pa que me le arreglés los vasos. Fijate en el de la mano izquierda, que
se ha desemparejado. Y después usté mismo me lo lleva al arroyo y me le da un
buen baño… que a él le gusta.
Tornábase el Sargento,
cuando pensó que si se introducía otra vez en la carpa iba a ser peor, porque
lo embargaría otra vez su desánimo. Giró de nuevo, pues, y alcanzó entre una agitación
de soldados al Asistente. Montados en pelo el Soldado Flamenco y el Soldado
Tamanduá, arreaban ya la tropilla hacia el arroyo, siguiendo el sendero que el
barril de rastra del finado Peludo había trazado entre la grama.
El Macá ya estaba junto
al bayo, cuchillo en mano.
-Dejá. Vamos a bañarlo
primero. Yo voy al arroyo con ustedes dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario