El sitio de la Mulita (11)
Se estremecieron los
sitiados, soltando el pico el Aperiá, y la Mulita, la pala, al oír el ruido de
machetes. Ninguno de los dos reveló que, con brusca iluminación de esperanza, una
misma imagen a ambos se les había aparecido al escucharlo: la del grupo de Don
Juan y sus amigos llegados presurosos a correr de la “autoridad”; a libertarlos
y a llevárselos con ellos hacia su escondido refugio de los montes. No lo
dijeron, pero el penoso dialogado, que el estrépito interrumpiera, tardó en
recobrar, al continuarse, su reconfortante estímulo; mayor, es claro, sobre el
ánimo ingenuo de la Mulita que para el criterioso Aperiá.
Las herramientas del
rincón, traídas por el Peludo cuando plantó los frutales, le habían sugerido al
Aperiá la idea de hacer un túnel a través de la pared que no era de roca (la
del lado de la tinaja y del caballete del apero del finado), buscar algunas
raíces y abrir salida detrás de ellas. Pero no escapaba a su agudez que el
trabajo sería abrumador por la rapidez con que habría que obrar dado la escasez
de alimentos y la posibilidad, muy remota pero admisible, de un ataque en
cualquier momento por el pasadizo. O algo peor, aun: humo, fuego: ¡el horror!
Con cuidado de no hacer
ruido, lo que obligaba a procesar todavía con mayor lentitud, retiraron entre
los dos el caballete del recado y, pronto, iniciaban ya el hueco de la
esperanza. A pesar de que la Mulita constituía muy menguada ayuda, el Aperiá
calculaba que para el anochecer el túnel podría llegar hasta un poco más atrás
del horno, a espaldas de la casa. Por consiguiente el boquete quedaría oculto a
los soldados, cuyo fogón, a juzgar por las voces, estaba situado en el lado
opuesto, de donde ya llegaba olorcillo de carne que se asaba.
La tierra, a poco, era
arenosa, fácil de excavar y de retirar hacia adentro, con la pala. Además, en el
pronunciado declive, la humedad aumentaba hacia arriba, porque la lluvia caída
días antes (demasiado fuerte, por lo que lavó el suelo y corrió) había
penetrado algo, sin embargo. El Aperiá, que a fin de afirmarse mejor se había
quitado las alpargatas -calcetines no tenía- paraba de cuando en cuando su
trabajo, más que para descansar él, para dar resuello a la Mulita, de cuya
frente el sudor manaba inagotable.
-¡Hace un calor! -decía
el Aperiá sonriendo con esfuerzo-. ¡Pero, después, afuera, ya verá que va a
estar fresquito!
Y otra sonrisa le
permitía ocultar la idea de que, una vez as campo raso, los esperaban peligros
intrincados y que, aunque la Mulita y él ganaran distancia, aquellos peligros
los seguirían sin perderles el rastro hasta el momento justo en que Don Juan o
alguno de los suyos los pudieran ver desde el monte, si es que tenían la suerte
de llegar a alcanzarlo.
Con frecuencia resonaban
voces de la soldadesca, alguna inocente risotada que al penetrar se hacía
corrosiva. Sin embargo, la angustia oprimía más el corazón del Aperiá cuando el
silencio se prolongaba mucho. Entonces detenía su empeño, iba hasta el estrecho
pasadizo, aguzaba el oído… Por su parte, la Mulita, asustada, cuando eso, se recostaba
a la pared opuesta y soltaba la pala creyendo que algún ruido sospechoso, que
ella no oía, hubiera llegado a su compañero.
Mas, allá arriba, nadie
pensaba en desatender las órdenes del Comisario. Al contrario, estas se
cumplían punto por punto. Bajo el ombú de la alta loma, primeramente el voluntario
Terutero avizoró durante horas el horizonte, pronto a dar la señal de alarma. Hasta
que después, claro, de la hora del rancho, lo relevó el soldado Tamanduá.
Frente a la boca del pasadizo, sustituyendo al Soldado Flamenco, un viejo Avestruz
armado de carabina montaba guardia ahora al rayo del sol, con la mirada siempre
junto a la salida, como si allí la hubiera atado a estaca. Y ya el Sargento
Cimarrón tenía resuelto que, desde el anochecer, el valeroso Cabo Lobo se
apostara con dos hombres de confianza sobre el paso del Sarandí, y el Cabo
Pato, con otros dos veteranos, en la picada de la Tapera.
Poco después del bullicio
provocado por el almuerzo del destacamento, el Aperiá interrumpió con más
frecuencia su zapa porque reinaba un silencio sobrecogedor. Y había que prestar
mucho oído, internándose hasta el fin del pasadizo, para percibir ya la
presencia de la soldadesca.
Era que en el campo
marcial no se hablaba más que en cuchicheos, en atención a que el superior
hacía su siesta. Pero en el interior de la carpa, como si sus rígidas botas
apoyadas en el rincón cabecero lo estuvieran haciendo objeto a él también de
severa vigilancia, el Cimarrón se daba vueltas en su recado, sin poder conciliar
el sueño. Veía claro que la Mulita y su defensor tenían las horas, a lo sumo
los días, contados. Y que, muy pronto, el sol iba a hinchar, primero, y a
reventar, después, dos cuerpos inocentes, abandonados en el campo…
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