EN UN MUNDO Y UNA ÉPOCA EN DONDE SE NOS INSTA A
CONSUMIR EXPERIENCIAS, LA NOCIÓN NIETZSCHEANA DE AMOR FATI SE CONTRAPONE COMO
UNA FORMA DE VIVIR OTORGANDO UN SENTIDO DENTRO DE NUESTRA PROPIA EXISTENCIA A
CADA
En nuestra época, la noción de
“experiencia” tiene una alta estima. Por todos lados se nos ofrece la
posibilidad de vivir experiencias únicas, irrepetibles. Se nos insta también a
aprovechar cada oportunidad que se nos presenta, a no perder ni un minuto en la
duda o la ponderación, a hacerlo porque “sólo se vive una vez”.
La idea podría ser familiar, aceptable,
de no ser por esa cualidad casi obligatoria que la acompaña, ese ritmo
vertiginoso con el que parece imponerse y por el cual dichas experiencias se
viven menos como hechos con un sentido específico en nuestra vida y más como
una especie de suma, una acumulación en el sentido capitalista del término:
absurda, que se ejerce únicamente por la acción en sí o porque se encuentra
disponible en el mundo en que vivimos, como mercancía en un anaquel.
La mención del capitalismo no es
fortuita: si nuestro tiempo está dominado, esencialmente, por el consumo, las
experiencias no son la excepción. Pertenecen también a este sistema en el que
somos compradores que adquieren aquello que alguien más pone a nuestro alcance,
casi con el único fin de mantener andando la maquinaria de la producción. Y esa
es la segunda cualidad que merece destacarse de las “experiencias”
contemporáneas: ante una de estas, cabe preguntarse si se trata de una acción
que buscamos genuinamente o que se encuentra ahí porque en lo inmediato supone
un beneficio para otro agente, una ganancia que generaremos para alguien más
mientras creemos que vivimos algo que surgió de un deseo auténtico.
Hace un par de semanas, en el
diario The Guardian, Oliver Burkeman escribió esta columna a propósito del intento de vivir sin
arrepentimientos, esto es, el dictado de la ideología de nuestra época por
llevar una existencia en la que nos atrevemos a todo lo que cruza por nuestra
mente o nuestros instintos, sea abandonar nuestro trabajo para viajar por el
mundo o, como el propio Burkeman ironiza, vaciar un cartón de leche sobre
nuestras cabezas para postear la grabación del hecho en YouTube. Entre otros
señalamientos agudos que el periodista y escritor hace a ese motto contemporáneo
del “no regrets”, destaca la distinción inteligente en torno a la supuesta
valentía que entraña seguir ese impulso aparentemente irrefrenable de hacer
algo: ¿por qué romper una relación de varios años tiene que considerarse
atrevido y no, a cambio, mantenerse y probar a hacer que las cosas funcionen?
Sin embargo, el texto es aun más
interesante porque Burkeman recupera un concepto acuñado y utilizado por
Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia, Ecce homo y otros
lugares de su obra: el “amor fati”, una expresión latina que puede traducirse
como “amor al destino”. Escribe Nietzsche, en la sección 10 de Ecce homo:
Mi fórmula para expresar la grandeza en
el hombre es amor fati [amor al destino]: el no-querer que
nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No
sólo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo ―todo idealismo es
mendacidad frente a lo necesario― sino amarlo.
Como han glosado algunoscomentadores, en español la palabra “destino”, ya en latín y por consecuencia en
español, admite varios significados, desde su sentido como profecía hasta otros
como fortuna o muerte. En este caso, sin embargo, casi todos coinciden en que
debe entenderse como “fatalidad”, como algo necesario, aunque con un matiz
específico: no en una perspectiva esencialista o teleológica, de aquello que
tuvo que suceder porque así estaba dispuesto, sino más bien como aquello que
porque ya ocurrió no puede modificarse y ante lo cual, en todo caso, no queda
más que intentar entenderlo como parte de nuestra vida. Esa, existencialmente,
es nuestra fatalidad. Al respecto escribe Burkeman:
Amor fati trata sobre
todo de vivir sin arrepentimientos, pero no en el sentido moderno. Mientras que
carpe diem significa tomar decisiones osadas para no arrepentirse
después, amor fati significa (entre otras cosas), aprender a
amar las decisiones que ya tomaste, osadas o no. Después de todo, si un aspecto
dado de la vida es verdaderamente “necesario”, rehusarse a aceptarlo significa
rechazar la realidad. ¿Y qué puede ser más verdaderamente necesario que el
pasado, el cual ya sucedió y no puede deshacerse?
Hasta este punto, la noción de
Nietzsche puede ayudarnos, como a Burkeman, para refutar el mandato de “vivir
sin arrepentirse”. Sin embargo, también puede ser útil para entender el
paradigma de únicamente vivir experiencias ―o quizá sea mejor decir, a pesar
del pleonasmo, “experimentar experiencias”. El matiz, de hecho, se desprende
del concepto mismo de amor fati.
¿Cuál es la diferencia entre vivir y
experimentar? En pocas palabras, entender o no el sentido de un hecho dentro de
nuestra propia vida. Cuando Wittgenstein escribe, al inicio de su Tractatus logico‐philosophicus,
que “El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas” (1.1) y, más
adelante, que “Una cosa puede acaecer o no acaecer y el resto permanece igual”
(1.21), en cierta forma ambas aseveraciones pueden entenderse a la luz de este
mismo contraste: un hecho, una experiencia auténtica, irrumpe en el mundo, se
hace presente, conforma parte de este mundo, mientras que una
cosa es prescindible, no provoca ningún tipo de efecto en este mundo.
La diferencia, un poco, es tomar per
se las experiencias que se nos ofrecen o buscar o incluso generar las
que queremos, aquellas que vislumbramos como resultado de un proceso consciente
de decisión y comprensión del deseo. Vivir, es cierto, es pasar de una
experiencia a otra, pero no como en un zapping estéril en
donde jamás encontraremos la transmisión que nos satisfaga, la compra de
mercancías de un sistema de producción infinito, sino más bien como en esa
imagen un tanto bucólica de quien cruza un río saltando entre algunas piedras
que sobresalen y que juntas crean un puente espontáneo e inesperado. Vivir las
experiencias sería entonces comprenderlas, entender el lugar que tienen en
nuestra vida, reconocer los motivos por los cuales las emprendimos, abrazarlas
como parte de lo que somos o fuimos en un momento específico de nuestra
existencia.
Amar el destino sería así otra forma de
decir amar la propia vida.
(ALTERCULTURA / 7-6-2015)
(ALTERCULTURA / 7-6-2015)
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