La soledad, evidentemente, no es algo natural. Se dice que el hombre es un
animal gregario, que sólo vive en grupo y que cada individuo necesita del otro
individuo para vivir. Efectivamente, se comprueba al observar cómo la gente se
junta para poblar un territorio, para trabajar, estudiar, formar una familia,
divertirse, en fin, para todo. Más bien, tiene que aprender a estar solo, como
tantas otras cosas, pues no nació preparado para enfrentar la mayoría de
asuntos y problemas que se presentan en la vida. Se dirá, ¿y para qué tiene que
aprender a estar solo? La pregunta es natural y se comprende cuando la formulan
quienes viven rodeados de personas, asunto trivial en pueblos y ciudades. Sin
embargo, fuera de esos lugares, lo trivial es convivir con la familia y un
pequeño grupo, o aun en total soledad. Así es, por ejemplo, en el campo.
No es raro que temamos la soledad. Pero, aunque algunas personas no lo
entiendan, siempre estamos solos en nuestro imperceptible aislamiento. Estamos
solos en el aislamiento en el que bullen los sentimientos, las valoraciones,
los juicios que emitimos sobre cuanta cosa se nos presenta y sean cuales fueren
los problemas que nos desafían o amenazan. Para peor, somos pura emisión de
palabras, ideas, razones y pareceres sobre todo lo que ocurre y existe, y
necesitamos quien nos oiga. Y aquello que se nos oye, justamente, es producto
de la elaboración en la soledad interior. Pretendemos abarcar ingenuamente
todo, dar nuestra impresión acerca de todo, y no cabe duda de que es bueno que
todos opinemos y de que es salud para la libertad el que todos seamos
escuchados. Además, enseguida que opinamos ya vamos en estampida a actuar, a
publicar el pensamiento y las posiciones sobre lo primero de que nos enteramos,
y tendemos a no perder el influjo de lo que “acontece en la rua”, como decía el
ilustrado profesor Juan de Mairena. Es más importante la rua que la soledad, y
si nos falta nos encontramos perdidos.
Por lo que temer la soledad no es raro, y es temer lo que ignoramos. Pero, no
puede evitarse porque nos acompaña como la sombra y participa invisiblemente de
todas las compañías de que nos podamos rodear. Estar solo es, simplemente, estar.
Si se está, entonces, se está solo. Si no se está, es decir si se está en el
limbo, en el barullo, en la locura en que vive la horda, en lo que no se es y
corresponde a la exaltación del ruido y la enajenación, entonces sí se está en
soledad. Por esas crueles curiosidades de la vida, se supone que el bienestar
mantiene una correspondencia con la compañía. Sin embargo, se comprueba el
desatino y la obra final de una cultura equivocada.
Por supuesto, el bienestar y la compañía es lo que se desea para todos.
Pero, se cree que se puede combatir el aislamiento, la tristeza de la soledad,
que muchas personas sufren por estar acostumbradas a la vida familiar y social,
con una buena dosis de superchería, una “maratón” de ruido y distracción
superflua. Se confunde, así, compañía con turbulencia, reunión con aglutinación
y, exceptuando a quienes padecen invalidez o enfermedad, que necesitan compañía
obligadamente, se menoscaba la situación de estar solo en sus aspectos
fundamentales.
Sin embargo, la vida personal se define en soledad en esos aspectos fundamentales.
No es necesaria la compañía para decidir si se ama o se odia, si gusta tal cosa
o disgusta, si se hace lugar al descanso o al trabajo, si se contrae matrimonio
o no, si se estudia o no se estudia. Quedan sólo al arbitrio de la sola
integridad personal los efectos de una tragedia, la muerte de un ser querido,
la pérdida del empleo, un robo o una agresión a la persona, a un familiar o a
un amigo. Puede ayudarnos un psicólogo, un abogado, un médico, pero los males
que estos profesionales pueden contribuir a combatir, en última instancia, son
sufridos en lo más íntimo en plena soledad, en la soledad del cuerpo y el alma,
que, si bien pueden acompañarse por otros cuerpos y almas, siempre esconden un
hueco vulnerable al dolor y al que no llega remedio ni consuelo.
¿Se reúne un grupo de personas para decidir si Juan o Pedro sale o no sale
a buscar trabajo, si va a ayudar a alguien que lo necesita, si compra o no
compra algo que cuesta gran sacrificio, si dona o no dona, si vende o no vende,
si invierte o no, si se muda de casa o no se muda? La mayor parte de las
decisiones son completamente personales, aunque en ellas influya un consejo, determinada
situación, tales y cuales condiciones malas o buenas. Es frecuente el rechazo a
que otro intervenga por nosotros, aun tratándose de cónyuges. No se quiere que
nuestros actos tengan que caer bajo la responsabilidad de los demás, para lo
cual es necesario pensar y actuar en soledad. Claro, es una soledad mental,
pues se puede asumir personalmente todo eso en plena compañía física. Lo más
importante, empero, se define en la soledad de lo espiritual y mental.
Como se ve, hay una soledad física y una soledad psíquica, y, aunque sea
paradójico, se teme más la primera que la segunda. Perder la soledad vital, la
que más nos exige y en la que se debaten todos los grandes problemas personales
‒en la que se triunfa o se
fracasa‒, eso
no se teme. Se teme lo otro, perder aquello en que se definen las conductas
sociales, públicas y compartidas, como si se quisiera lo impersonal y el
anonimato. Este temor es combatido por las instituciones que estás atrás, por la
sociedad intersubjetiva, por la educación formal, la empresa o la clientela, el
sistema sanitario, los gimnasios y estadios, los teatros. El otro, que atañe al
mayor problema, no tiene instituciones que respalden al individuo, quien tiene que
convertirse él en una verdadera institución, aunque pequeña: la persona, la
subjetividad, el yo.
Esta pequeña institución está sujeta a varias interpretaciones que hacen de
ella el centro de una famosa polémica. Al confrontarse con el resto de las
grandes instituciones, regidas por la tradición, el derecho, la política, las
leyes y reglamentos, todos aspectos de orden eminentemente social, la
individualidad pierde peso en el concierto general y suele entenderse como una dimensión
secundaria relativa a los intereses particulares e incluso a las tendencias
egoístas del ser humano. La sociedad se ocupa especialmente de la conducta
colectiva, de sus resortes y requisitos, de sus derechos y obligaciones,
incluso de los estándares de vida imitables e ideales generalizables.
Mientras tanto, la institución individual se las arregla a solas, como
hemos dicho; incluso en lo que piensa, decide y actúa en relación al resto de
los individuos, se ingenia para compatibilizar el interés propio y el interés
general, las aptitudes propias con las ajenas, los defectos y las perfecciones,
en fin, los rasgos del carácter en lo que ellos tienen que ver en el trato con
los demás. Tiene que intervenir para compatibilizar lo social y lo íntimo. Y en
este respecto está sola, no cuenta con una fuente que le suministre ayuda como suministra
la institución social en trabajo, salud, educación, etcétera. La institución
individual se margina, es descuidada por la institución social, pues ésta sólo
puede proyectarse en cuanto y en tanto agrupaciones de individuos, colectivos,
pueblos o naciones. Otra interpretación se relaciona con la diferencia entre lo
subjetivo y lo objetivo. Es habitual desacreditar la opinión solitaria y sujeta
a impresiones psicológicas y emocionales, frente al consenso, objetivo y mayoritario
que obra como garante. Una tercera interpretación se refiere a las
especialidades que revisten autoridad frente a determinados problemas, asuntos
y saberes, ante la cual la individualidad queda moralmente reducida, en la
mayoría de los casos con justicia. Una cuarta versión de este problema, no
menor en importancia, es la que gira en torno al poder, pues siempre la
individualidad mayoritaria se enfrentará a la minoritaria, la que posee poder
social, económico, político, profesional y reconocimiento general. Obrará
indirectamente en detrimento de la que obra en la esfera común y corriente y al
margen de cualquier clase de capacidad para influir, sugerir, interpretar, y
mucho menos ordenar o mandar.
Es clásico el debate por
el que se busca un equilibrio entre la libertad y la justicia, entre el derecho
a pensar y actuar según parezca a cada uno y el problema por el cual los
efectos de ese pensar puedan controlarse e incluso aminorarse para salvaguardar
el derecho a pensar y a actuar de todos. Tanto ha arraigado lo institucional en
este plano tan importante que, en rasgos generales, se privilegian más los
derechos que las obligaciones. ¿Por qué? Pues, porque los derechos que garantizan
las instituciones sociales son dados, obran como una especie de statu quo,
mientras que los que controla el individuo deben procurarse y ganarse con
inventiva y astucia. Unos son reglamentados y otros no, unos están a la mano y
otro no, por lo que confrontan y aun se contraponen unos en detrimento de
otros. En tanto las obligaciones son estatuidas y de derecho en el ámbito
social, en el individual son voluntarias y de hecho, por lo que responden
siempre a un impulso más débil y propenso al descuido. Así, es más fácil
reclamar derechos, e incluso sugerir que se multipliquen, que disponerse a
promoverlos por cuenta propia, a cumplirlos y mantenerlos.
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