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SOLEDAD Y SOCIEDAD - JORGE LIBERATI especial para elMontevideano


La soledad, evidentemente, no es algo natural. Se dice que el hombre es un animal gregario, que sólo vive en grupo y que cada individuo necesita del otro individuo para vivir. Efectivamente, se comprueba al observar cómo la gente se junta para poblar un territorio, para trabajar, estudiar, formar una familia, divertirse, en fin, para todo. Más bien, tiene que aprender a estar solo, como tantas otras cosas, pues no nació preparado para enfrentar la mayoría de asuntos y problemas que se presentan en la vida. Se dirá, ¿y para qué tiene que aprender a estar solo? La pregunta es natural y se comprende cuando la formulan quienes viven rodeados de personas, asunto trivial en pueblos y ciudades. Sin embargo, fuera de esos lugares, lo trivial es convivir con la familia y un pequeño grupo, o aun en total soledad. Así es, por ejemplo, en el campo.

No es raro que temamos la soledad. Pero, aunque algunas personas no lo entiendan, siempre estamos solos en nuestro imperceptible aislamiento. Estamos solos en el aislamiento en el que bullen los sentimientos, las valoraciones, los juicios que emitimos sobre cuanta cosa se nos presenta y sean cuales fueren los problemas que nos desafían o amenazan. Para peor, somos pura emisión de palabras, ideas, razones y pareceres sobre todo lo que ocurre y existe, y necesitamos quien nos oiga. Y aquello que se nos oye, justamente, es producto de la elaboración en la soledad interior. Pretendemos abarcar ingenuamente todo, dar nuestra impresión acerca de todo, y no cabe duda de que es bueno que todos opinemos y de que es salud para la libertad el que todos seamos escuchados. Además, enseguida que opinamos ya vamos en estampida a actuar, a publicar el pensamiento y las posiciones sobre lo primero de que nos enteramos, y tendemos a no perder el influjo de lo que “acontece en la rua”, como decía el ilustrado profesor Juan de Mairena. Es más importante la rua que la soledad, y si nos falta nos encontramos perdidos.

Por lo que temer la soledad no es raro, y es temer lo que ignoramos. Pero, no puede evitarse porque nos acompaña como la sombra y participa invisiblemente de todas las compañías de que nos podamos rodear. Estar solo es, simplemente, estar. Si se está, entonces, se está solo. Si no se está, es decir si se está en el limbo, en el barullo, en la locura en que vive la horda, en lo que no se es y corresponde a la exaltación del ruido y la enajenación, entonces sí se está en soledad. Por esas crueles curiosidades de la vida, se supone que el bienestar mantiene una correspondencia con la compañía. Sin embargo, se comprueba el desatino y la obra final de una cultura equivocada.

Por supuesto, el bienestar y la compañía es lo que se desea para todos. Pero, se cree que se puede combatir el aislamiento, la tristeza de la soledad, que muchas personas sufren por estar acostumbradas a la vida familiar y social, con una buena dosis de superchería, una “maratón” de ruido y distracción superflua. Se confunde, así, compañía con turbulencia, reunión con aglutinación y, exceptuando a quienes padecen invalidez o enfermedad, que necesitan compañía obligadamente, se menoscaba la situación de estar solo en sus aspectos fundamentales.

Sin embargo, la vida personal se define en soledad en esos aspectos fundamentales. No es necesaria la compañía para decidir si se ama o se odia, si gusta tal cosa o disgusta, si se hace lugar al descanso o al trabajo, si se contrae matrimonio o no, si se estudia o no se estudia. Quedan sólo al arbitrio de la sola integridad personal los efectos de una tragedia, la muerte de un ser querido, la pérdida del empleo, un robo o una agresión a la persona, a un familiar o a un amigo. Puede ayudarnos un psicólogo, un abogado, un médico, pero los males que estos profesionales pueden contribuir a combatir, en última instancia, son sufridos en lo más íntimo en plena soledad, en la soledad del cuerpo y el alma, que, si bien pueden acompañarse por otros cuerpos y almas, siempre esconden un hueco vulnerable al dolor y al que no llega remedio ni consuelo.

¿Se reúne un grupo de personas para decidir si Juan o Pedro sale o no sale a buscar trabajo, si va a ayudar a alguien que lo necesita, si compra o no compra algo que cuesta gran sacrificio, si dona o no dona, si vende o no vende, si invierte o no, si se muda de casa o no se muda? La mayor parte de las decisiones son completamente personales, aunque en ellas influya un consejo, determinada situación, tales y cuales condiciones malas o buenas. Es frecuente el rechazo a que otro intervenga por nosotros, aun tratándose de cónyuges. No se quiere que nuestros actos tengan que caer bajo la responsabilidad de los demás, para lo cual es necesario pensar y actuar en soledad. Claro, es una soledad mental, pues se puede asumir personalmente todo eso en plena compañía física. Lo más importante, empero, se define en la soledad de lo espiritual y mental.

Como se ve, hay una soledad física y una soledad psíquica, y, aunque sea paradójico, se teme más la primera que la segunda. Perder la soledad vital, la que más nos exige y en la que se debaten todos los grandes problemas personales en la que se triunfa o se fracasa, eso no se teme. Se teme lo otro, perder aquello en que se definen las conductas sociales, públicas y compartidas, como si se quisiera lo impersonal y el anonimato. Este temor es combatido por las instituciones que estás atrás, por la sociedad intersubjetiva, por la educación formal, la empresa o la clientela, el sistema sanitario, los gimnasios y estadios, los teatros. El otro, que atañe al mayor problema, no tiene instituciones que respalden al individuo, quien tiene que convertirse él en una verdadera institución, aunque pequeña: la persona, la subjetividad, el yo.

Esta pequeña institución está sujeta a varias interpretaciones que hacen de ella el centro de una famosa polémica. Al confrontarse con el resto de las grandes instituciones, regidas por la tradición, el derecho, la política, las leyes y reglamentos, todos aspectos de orden eminentemente social, la individualidad pierde peso en el concierto general y suele entenderse como una dimensión secundaria relativa a los intereses particulares e incluso a las tendencias egoístas del ser humano. La sociedad se ocupa especialmente de la conducta colectiva, de sus resortes y requisitos, de sus derechos y obligaciones, incluso de los estándares de vida imitables e ideales generalizables.

Mientras tanto, la institución individual se las arregla a solas, como hemos dicho; incluso en lo que piensa, decide y actúa en relación al resto de los individuos, se ingenia para compatibilizar el interés propio y el interés general, las aptitudes propias con las ajenas, los defectos y las perfecciones, en fin, los rasgos del carácter en lo que ellos tienen que ver en el trato con los demás. Tiene que intervenir para compatibilizar lo social y lo íntimo. Y en este respecto está sola, no cuenta con una fuente que le suministre ayuda como suministra la institución social en trabajo, salud, educación, etcétera. La institución individual se margina, es descuidada por la institución social, pues ésta sólo puede proyectarse en cuanto y en tanto agrupaciones de individuos, colectivos, pueblos o naciones. Otra interpretación se relaciona con la diferencia entre lo subjetivo y lo objetivo. Es habitual desacreditar la opinión solitaria y sujeta a impresiones psicológicas y emocionales, frente al consenso, objetivo y mayoritario que obra como garante. Una tercera interpretación se refiere a las especialidades que revisten autoridad frente a determinados problemas, asuntos y saberes, ante la cual la individualidad queda moralmente reducida, en la mayoría de los casos con justicia. Una cuarta versión de este problema, no menor en importancia, es la que gira en torno al poder, pues siempre la individualidad mayoritaria se enfrentará a la minoritaria, la que posee poder social, económico, político, profesional y reconocimiento general. Obrará indirectamente en detrimento de la que obra en la esfera común y corriente y al margen de cualquier clase de capacidad para influir, sugerir, interpretar, y mucho menos ordenar o mandar.

Es clásico el debate por el que se busca un equilibrio entre la libertad y la justicia, entre el derecho a pensar y actuar según parezca a cada uno y el problema por el cual los efectos de ese pensar puedan controlarse e incluso aminorarse para salvaguardar el derecho a pensar y a actuar de todos. Tanto ha arraigado lo institucional en este plano tan importante que, en rasgos generales, se privilegian más los derechos que las obligaciones. ¿Por qué? Pues, porque los derechos que garantizan las instituciones sociales son dados, obran como una especie de statu quo, mientras que los que controla el individuo deben procurarse y ganarse con inventiva y astucia. Unos son reglamentados y otros no, unos están a la mano y otro no, por lo que confrontan y aun se contraponen unos en detrimento de otros. En tanto las obligaciones son estatuidas y de derecho en el ámbito social, en el individual son voluntarias y de hecho, por lo que responden siempre a un impulso más débil y propenso al descuido. Así, es más fácil reclamar derechos, e incluso sugerir que se multipliquen, que disponerse a promoverlos por cuenta propia, a cumplirlos y mantenerlos. 

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