El prestigioso psicoanalista italiano MassimoRecalcati ha dedicado un libro a la figura paterna (El complejo de Telémaco), otro a la figura materna (Las manos de la madre) y ahora presenta en España el
volumen que completa su suerte de trilogía, El secreto del hijo (todos
publicados por Anagrama). En él, a través de las figuras de Edipo y de la
parábola bíblica del hijo pródigo, ahonda en cómo la evolución de la figura
paterna ha cambiado las relaciones de poder entre padres e hijos.
Asegura Recalcati
que no añora la figura, ya agotada, del padre disciplinario y autoritario, pero
se pregunta si la figura del padre empático no es también contraproducente
porque los hijos necesitan encontrar obstáculos en sus padres, el conflicto
como herramienta de formación. “Los padres de hoy evitan el conflicto con sus hijos por temor ano ser amables. Es una nueva forma de angustia que invierte la cadena de generaciones:
hoy no es el niño el que quiere sentirse reconocido por sus padres, sino que
son los padres los que quieren sentirse reconocidos por sus hijos”, razona el
profesor de la Universidad de Pavía, que señala que el mejor regalo que pueden
hacer los padres a sus hijos es no intentar desvelar su secreto, dejarles ir,
favorecer su diferencia en vez de querer que repitan sus vidas depositando
sobre ellos sus expectativas: “Ya lo dijo Sartre, cuando los padres tienen
planes para sus hijos, los niños tienen destinos generalmente infelices”.
Afirma en el ensayo
que nuestro tiempo defiende de diferentes maneras la necesidad del diálogo
entre hijos y padres como “principio educativo prioritario” y que este diálogo
ha ocupado “con toda razón” el lugar del mandato brutal, de la “voz ronca” de
la “mirada severa”. Esto hace que padres e hijos nos hallemos en una proximidad
desconocida hasta hace poco: “Los padres ya no son el símbolo de la Ley, sino
que, como las madres, también se ocupan del cuerpo, del tiempo libre y de los
afectos de sus hijos”. Y eso está bien, ¿no?
¡Por supuesto! No
siento nostalgia del padre disciplinario y autoritario con barba y bigote. No
siento nostalgia por el padre de la ideología del patriarcado cuya palabra
cerraba cada discusión. El tiempo dominado por esta figura se ha agotado. Y eso
está bien. Que los padres de hoy tengan una relación de proximidad con el
cuerpo de sus hijos, que también conozcan la ternura del contacto y la alegría
de abrazar es una conquista de la larga ola revolucionaria de 1968. No
obstante, creo que la función paterna no es equivalente a la materna, pero
también creo que no es necesario identificar al padre y a la madre con los
sexos de los progenitores.
Sí que es cierto
que ante este cambio de paradigma muchos padres nos encontramos perdidos.
“Desprovistos de equipación, no enfrentamos con las manos desnudas a la tarea
de educar (…) Improvisamos”, como escribe Antonio Scurati en El padre infiel. ¿Siente que los padres estamos
tan perdidos?
Todo padre está
perdido. Y esos son los mejores. Los peores son aquellos que creen que saben lo
que es un padre y lo encarnan en su persona, que se creen que son modelos
parentales ejemplares, que piensan saber cuál es el secreto del niño. Freud
declaró que la profesión de los padres es una profesión imposible. En otras
palabras, es imposible que un padre no se equivoque como padre; pero también
nos dio buenas noticias: los mejores padres son aquellos que saben que esta es
una profesión imposible.
Esa cercanía y esa
apuesta por el diálogo traen consigo también la hegemonía de la “empatía” en
todo razonamiento pedagógico. Usted, sin embargo, se permite ser políticamente
incorrecto y cuestionar esa empatía: “Comprender a los hijos se confunde con
querer hacerles la vida más fácil, siempre cuesta abajo, carente de peligros y
amenazas”. ¿Por qué confundimos según usted empatía con sobreprotección?
La empatía se ha
convertido en la palabra de moda, junto con los conceptos de regla y diálogo.
Yo no soy empático con mis hijos. No los entiendo, se me escapan, van más allá
de mí. No son como yo, no viven como yo vivo, no tienen mi percepción de las
cosas... Pero a medida que los veo crecer tan diferentes, los amo, los
contemplo y los admiro. También en su pereza indolente y en su apatía frívola.
Mejor no ser empático, mejor sorprenderse, admirarse frente al secreto
incomprensible del Otro al que amamos.
Por el contrario,
afirma en el ensayo que los hijos “necesitan encontrar obstáculos en sus padres
incluso cuando estos no lo son, porque el conflicto custodia la diferencia
simbólica entre generaciones y es, por tanto, un escalón indispensable para la
formación de la vida”.
Los padres
hipermodernos están angustiados por si sus hijos no los quieren lo suficiente.
Entonces evitan el conflicto con sus hijos por temor a no ser amables. Es una
nueva forma de angustia que invierte la cadena de generaciones: hoy no es el
niño el que quiere sentirse reconocido por sus padres, sino que son los padres
los que quieren sentirse reconocidos por sus hijos.
Usted también pone
en duda la hegemonía de la empatía porque dice que el hijo es un secreto en sí
mismo, un ser distinto de nosotros. Sin embargo, muchos padres seguimos
pretendiendo que la vida de nuestros hijos siga nuestros pasos, que comparta
nuestros intereses, que repita nuestra vida. Les marcamos el camino,
anticipamos con nuestras expectativas el porvenir de nuestros hijos. ¿Qué
consecuencias puede tener esto?
Ya lo dijo Sartre,
cuando los padres tienen planes para sus hijos, los niños tienen destinos
generalmente infelices.
Muchos hijos, como
es lógico, se revelan ante esas expectativas. Pone como ejemplo al hijo
recobrado de la parábola evangélica de Lucas, cuando exige a su padre la parte
de la herencia que le corresponder para abandonar el hogar doméstico. Usted ve
en esa exigencia perentoria (¡Dame la parte de la herencia que me corresponde!)
un rasgo fundamental de la adolescencia hipermoderna y del vínculo actual entre
padres e hijos.
"¡Dame!".
Esa es la forma imperativa a través de la cual el hijo de la parábola lucaniana
se dirige a su padre. Los hijos de nuestro tiempo se parecen a él. Así se
dirigen a sus padres. Pero la enseñanza más grande del padre del hijo pródigo
es dejar la puerta abierta, dejar ir al hijo. Si el hijo tiene derecho a
rebelarse, la palabra del padre debería ser "¡vete!",
"¡Intenta!", "¡Viaja!". El hijo correcto en la parábola es,
de hecho, el hijo que se pone en marcha, que exige. Él es el hijo que
interpreta que ser heredero es ser un hereje, viajar, salir de la casa. En
cambio, su hermano, el hijo primogénito, interpreta la herencia sólo como una
adquisición (de ingresos, de bienes, de genes), sólo como una clonación, como
la reproducción de su padre.
Como comenta, el
padre del hijo recobrado no sólo da a su hijo lo que pide, sino que lo acoge
con un abrazo y un beso cuando vuelve a casa arruinado. Usted ve en ese gesto
“el regalo más grande que todo padre puede ofrecer a sus propios hijos”: la
libertad. ¿Pasa por esa capacidad de dar libertad a los hijos para que
encuentren su camino y de perdonar el cometido más difícil de los padres en la
actualidad?
Sí. El mejor regalo
que un padre puede dar a sus hijos es no depositar expectativas sobre sus
vidas. No hay peor pesadilla, dijo Deleuze, que ser prisioneros de los sueños
de otro.
(EL PAÍS / 18-3-2020)
(EL PAÍS / 18-3-2020)
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