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ESTADO DE BIENESTAR - JORGE LIBERATI para elMontevideano Laboratorio de Artes


Finiquitada la dictadura cívico-militar de 1973-1985, el impacto que produjo en el espíritu no pudo borrarse de golpe. Se buscó la restauración de los valores y el restañamiento de los daños ocasionados, morales, espirituales y también materiales. De modo que, así como buena parte de la sociedad se había unificado para combatirla, al final se aunó para aplazar el advenimiento del nuevo tiempo y para reunificarse en torno a otro afán. Este nuevo afán no fue el que se correspondía con el espíritu de los tiempos, con la necesidad de entrever dos impactos de gran importancia inmediata: el del presente con el derecho y la libertad nuevamente en pie, y el del porvenir que reclamaba, como nunca hasta entonces, un nuevo pensamiento y una disposición de ánimo diferente. Operó el afán de justicia, el de hacer la historia reciente, el de alimentar la memoria y revitalizar los principios políticos e ideológicos avasallados por el despotismo, la locura y la muerte.

Difícilmente podría encontrarse en ese afán una nota inoportuna, una acción ilegítima o el proyecto malhadado de simple venganza, inconducente siempre, ni el de echar las bases de un nuevo absolutismo, inoportuno, innecesario, injustificable. Bastante se ha insistido en que los traumas sociales se subsanan enfrentando los hechos, develándolos en sus detalles y permitiendo que las nuevas generaciones los conozcan en todos sus detalles, en detrimento del olvido, el más poderoso de los males. Pero, debió acompañarse de un gesto que cambiara la expresión, que desdibujara el rictus de amargura. Debió devolverse la alegría y la esperanza, en medio del espanto imposible de borrar y aunque se viviera nuevamente en democracia, restaurada a través de pasos para nada sencillos y hasta tormentosos.

El Estado se encaró con la responsabilidad de toda la tarea a realizar, la reconstrucción de las instituciones, la depuración programática de los organismos públicos, la educación, la sanidad, el funcionamiento de los partidos políticos y de los poderes republicanos, la política exterior y las relaciones de confraternidad con los países limítrofes y de la región, etcétera. Fue una obra grandiosa que costó un esfuerzo de varios años y aun décadas, en la que se enajenó buena parte de la riqueza material y espiritual del país. El Uruguay volvió a su tradición de encararse con el problema social, con la ayuda a los pobres, se reencontró con su vocación de ocuparse de los desamparados, desempleados y olvidados.

Hubo empero cierta desolación de pensamiento, cierta ceguera respecto a una auténtica visión de la nación en el pasado. Un vacío que se generaba quizá por el paso de una generación a otra, si pensamos la generación en términos de dos o tres décadas. Hubo un nuevo quebranto del alma, inadvertido, subrepticio, una especie de violación; no esta vez de los derechos humanos, sino de las obligaciones humanas, de las más fundamentales obligaciones que atañen a un pueblo enfrentado a las incertidumbres del futuro (no del todo prometedor, en lo propio y en lo ajeno).

No se advirtió o no se pudo advertir que era el momento de pensar más allá del Estado de Bienestar, de lo que había dado prueba ya la historia como insuficiente. Pues, sin que el Estado de Bienestar tenga que ser negado, su filosofía debe reconocer su único y entrañable engaño. Es el de reconocer que la felicidad inmediata es felicidad sólo si se apoya en la convicción de hacer lo necesario para superarse, no sólo para seguir siendo lo que se es o de volver a lo que se ha sido, de prestarse a recibir ayuda y asistencia, sino fundamentalmente para mejorar y trascender en lo que cada persona es en sí misma.

Este punto no fue atendido suficientemente y, ni siquiera, como era debido. Se eligió el sentido contrario, creyéndose que satisfacer el bienestar en lo espiritual es igual a satisfacer el bienestar en la práctica. ¿En qué consiste el bienestar en la práctica? Consiste en satisfacer lo imprescindible, las necesidades inmediatas; consiste en obtener lo que nunca se tuvo o lo que se perdió por alguna razón. Consiste en emparejar los beneficios entre todos o en tender concretamente a emparejarlos, en igualar lo desigual y levantar lo que se ha caído o lo que nunca estuvo en pie. Pero ‒y es un pero de sin igual importancia, no hay posibilidad de que esa clase de bienestar, que todos quieren y que todos quieren para todos, pueda sostenerse sin el otro bienestar.

El otro bienestar no consiste en satisfacer nada ni en obtener lo que no se tiene ni en ninguna cosa por el estilo. Consiste en orientarse más allá de la individualidad, más allá de la persona, de la conciencia de cada uno, más allá de la subjetividad que es siempre diferente de las demás subjetividades, se manifiesta diferente y se satisface de manera diferente. Opuestamente al bienestar práctico, el bienestar espiritual sufre con lo imprescindible, con lo inmediato, con lo que ya se tiene. Sufre con restituir lo que se perdió o nunca se tuvo y se deseó. Y sufre con emparejar, con igualar, tiene miedo de lo que se promete restaurar. Incluso, duda de que lo que quiere para él sea beneficioso para los demás, porque sabe que cada uno entiende eso a su manera.

El Estado ignoró esta diferencia y promovió lo espiritual como promovió lo práctico. Así, lo espiritual se sometió al mismo trato que el hambre, la desnudez, la intemperie, la inseguridad, el desempleo, la informalidad. Bajo el impulso de una política de corazón bien intencionada, la cultura experimentó la misma suerte que el infortunio, el abandono, la indiferencia. Instauró una terapéutica especular que apelaba a los mismos recursos que la cultura práctica de bienestar material. La restauración, en este plano, no era de los hechos sino de la voluntad de promover nuevos hechos, porque el bienestar espiritual no desea quedarse en lo que es, como el bienestar práctico. Todo lo contrario, quiere ir más allá, incluso al precio de perder aquello de lo que ya dispone.

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