martes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (50)


EL TEATRO INMEDIATO (1)


No hay duda de que una sala de teatro es un lugar muy especial. Es como un cristal de aumento y también como una lente reductora. Es un mundo pequeño que fácilmente puede ser insignificante. Es diferente de la vida cotidiana y fácilmente puede divorciarse de la vida. Por otra parte, mientras cada vez vivimos menos en pueblos y más en comunidades globales, la comunidad teatral sigue siendo la misma: el reparto de una obra sigue teniendo el mismo tamaño de siempre. El teatro estrecha la vida, y lo hace de muchas maneras. A cualquiera le resulta difícil tener un solo objetivo en la vida; sin embargo, en el teatro la meta está clara. Desde el primer ensayo el objetivo está siempre visible, no demasiado lejano, e implica a todos. Vemos en funcionamiento muchas muestras de modelos sociales: la presión de un estreno, con sus inequívocas exigencias, origina ese trabajo en común, esa dedicación, energía y consideración de las necesidades reciprocas.

Más aun, el papel del arte en la sociedad en general es nebuloso. La mayoría de la gente podría vivir perfectamente sin ningún arte, e incluso si lamentara esta falta seguiría funcionando con normalidad. Pero en el teatro no existe tal separación: en todo instante la cuestión práctica es la artística. El actor más tosco e incoherente está tan comprometido en la graduación del tono, el modo de andar, ritmo, posición, distancia, color y aspecto como el más cultivado. En los ensayos, la altura de una silla, el tejido de un traje, la luminosidad de la luz, la calidad de emoción, importan en todo momento: la estética es práctica. Se equivocaría quien dijera que eso se debe a que el teatro es un arte. El escenario es un reflejo de la vida, pero esa vida no puede revivirse por un momento sin un sistema de trabajo basado en la observación de ciertos valores y en la formación de juicios sobre tales valores. Trasladamos una silla arriba o abajo del escenario porque es “mejor así”. Dos columnas producen un efecto desafortunado, pero si añadimos una tercera el resultado es satisfactorio: palabras como “mejor”, “peor”, “no muy bueno”, “malo”, son cotidianas, pero estos términos que rigen las decisiones no llevan en sí ningún sentido moral. Cualquier persona interesada en los procesos del mundo natural se vería sumamente compensada si estudiara las condiciones del teatro. Sus descubrimientos serían mucho más aplicables a la sociedad en general que el estudio de las hormigas o el de las abejas. Bajo el cristal de aumento observaría un grupo de personas que vive permanentemente según unas normas precisas, compartidas, si bien innominadas. Vería que un teatro, en cualquier comunidad, carece de función particular o la tiene única. La unicidad de la función consiste en ofrecer algo que no puede encontrarse en la calle, en el hogar, en el bar, con amigos o en el sofá del psiquiatra, en la iglesia o en el cine. Existe una sola diferencia importante entre el cine y el teatro. El primero proyecta sobre la pantalla imágenes del pasado. Como eso es lo que hace la mente durante toda la vida, el cine parece íntimamente real. Claro está que no es nada de eso, sino una satisfactoria y agradable extensión de la irrealidad de la percepción cotidiana. El teatro, por otra parte, siempre se afirma en el presente. Esto es lo que puede hacerlo más real y también muy inquietante. La fuerza latente del teatro se refleja en el tributo que ha de pagar a la censura. En la mayoría de los regímenes políticos, incluso en aquellos en que la palabra escrita y la imagen gozan de libertad, lo último que se libera de las trabas oficiales es el teatro. Los gobiernos saben de manera instintiva que el hecho vivo puede crear una corriente eléctrica peligrosa, aunque esto ocurra muy rara vez. Este antiguo temor es el reconocimiento de un antiguo potencial. El foco de un amplio grupo de personas crea una intensidad única; debido a esto, las fuerzas que operan constantemente y rigen la vida diaria de cada persona pueden aislarse y captarse con mayor claridad.

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