1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2019
TRECE
El señor Rupérez vivía en
un pequeño departamento de los suburbios, con su mujer y sus cuatro hijos
pequeños. Era un hombre delgado, fibroso, tímido, de pelo castaño que empezaba
a ralear, originario de los confines de la Tierra, de un pobre lugar llamado
-no sin pretensiones- Río de la Plata. Había logrado desde joven algunas cosas
valiosas. Una educación católica (jamás faltaba un domingo a la iglesia) y, más
tarde, un incontaminado casamiento. El Servicio le había dado un crédito
generoso para instalarse definitivamente en Marte, y se había podido comprar la
casita. Había sido un hombre feliz, a partir de tres contingencias
fundamentales. Ser un beato ferviente, lo que le daba fuerzas para vivir en una
época difícil; haber tenido la suerte de poder entrar al Servicio y servir a un
jefe magnánimo y poderoso, el señor Necat; haberse casado con una mujer
impenetrada.
Pero lo que marcó su
existencia fue el sentido de la amistad que tuvo hacia un cura, quien lo
encaminó hacia una finalidad de salvación imperturbable. Luego tuvo un similar
instinto hacia el señor Necat; aunque también admiraba a otros jefes, en la
policía, en el Servicio, o en el gobierno. Siempre estaba íntimamente
predispuesto a dar el alma por ellos, obedeciendo una misteriosa inclinación. Y
tal magnetismo lo arrastraba diariamente, como si cumpliera con un juramento
congénito.
Sufría tener que abandonar
por la noche la oficina, en el sótano de la casa segura en la que servía. Allí
dejaba, hasta el día siguiente, sus amados cultivos (en el momento, cultivaba a
un gigantesco chimpancé, que le estaba dando mucho que pensar), sus
instrumentos de trabajo que sobrepasaban el millar, sus cuadernos con meditaciones
sobre el oficio, cuidadosamente escritos con su letra límpida y bella. La
amistad hacia las grandes cosas, hacia las personas realmente respetables. La
incomprendida y sacrificada batalla contra el mal. Esos eran sus motivos para
vivir, y se sentía indispuesto al final del día, al abandonar la oficina y
volver a su casa. Le resultaba casi una infidelidad, una traición o lo más
digno de la vida. El oficio.
Los fines de semana, por
lo tanto, le resultaban atroces. Casi todo lo aburría, menos el juego del
fútbol y, a veces, la lectura de libros católicos. Así estaba de habituado a la
oficina y al deber. Y un domingo resultó aun más molesto. Sus hijos habían
abierto su portafolios y habían sacado la bolsa de nailon para jugar. Él estaba
sentado en una rígida silla del comedor, mirando un partido en la placa, cuando
pasó su mujer, corriendo hacia el baño, con el niño en brazos.
-¿Qué ocurrió?
-¡Te advertí que no
dejaras tus cosas al alcance de los niños! ¡No sé por qué traes tus asuntos a
casa!
El señor Rupérez observó
la cara roja y convulsionada del niño y cómo la mujer lo mojaba y lo reanimaba.
Rupérez se retiró al comedor, sin decir una palabra, y al sentarse recordó su
portafolios. Fue al cuarto, dispuso algunas cosas sobre la cama, las contó, las
volvió a guardar, cerró el portafolios y lo puso encima de un alto estante.
La mujer no le volvió a
hablar hasta la noche. Hacía muchas semanas que no se acercaba a ella. Estaba
deprimido por los comentarios que le había hecho Necat, sobre el futuro y sobre
el trabajo.
-Tengo en vista un
vestido estampado con colores -le suspiró al oído, en la oscuridad.
La mujer no le contestó.
Rupérez, que estaba a sus espaldas, le empezó a acariciar el vientre sin haberse
calentado las manos. Estaban en la oscuridad, ya que él no soportaba la luz en
aquellos momentos, como tampoco soportaba que su mujer usara pantalones, ni que
descubriera jamás las piernas. Tampoco le dejaba que se afeitara las piernas.
Así que la mujer tenía largos vellos como los del señor Rupérez.
-¿Cuánto hace que me
prometes eso? -dijo la mujer en voz baja-. Me tomas por estúpida.
-Te voy a comprar
vestidos de colores y unos pantalones rojos ajustados que vi la semana pasada.
La mujer no dijo nada, y
muy pronto sintió que el señor Rupérez se ajustaba contra ella e intentaba
penetrarla con el pene decaído. Se quitó la ropa interior y boca arriba abrió
las piernas. El quehacer no se extendió por más de tres minutos, contabilizando
los dos minutos durante los cuales, emitiendo un confuso gangoseo, él luchó por
introducirse con la dudosa ayuda de un dedo. A ella le resultó fácil pronunciar
quejidos de dolor ante cada lanzada.
-¿Te dañé demasiado? -muy
interesado, preguntó el señor Rupérez en un agitado susurro.
-No demasiado, no
demasiado -repitió ella con voz quejumbrosa-. Es que no te das cuenta de lo que
tienes. Pero no importa…
-Te dañé mucho, ¿he?...
Habla…
-No importa… ¡Ah!...
Bestia grande. No importa.
-Ah -dijo el señor
Rupérez-. ¡Perdóname, por dios! Sé que te lastimé. Lo sé. No es necesario que
disimules. ¡No tengo perdón! Siempre pasa lo mismo.
-¡Vas a despertar a los
niños!
-Soy un bruto, un animal,
una bestia salvaje… -se reiteró Rupérez con un susurro y un sigilo que se fue
afinando a media que iba entrando al sueño abrazado a la mujer.
La mujer no se durmió en
seguida. Sonrió en la oscuridad. Era su pequeña venganza. Él no la dejaba salir
a la calle sola, no la dejaba afeitarse las piernas ni usar pantalones, ni
ropas de colores vivos. Al principio lo había engañado con su virginidad, había
hecho una escena, había gritado y llorado. Antes, le había perjurado que no
“conocía hombre”, naturalmente. El señor Rupérez le había pedido que le tocara
el pene y se detuvo, y ella lo había hecho, luego de negarse incontables veces.
Él ya la había amenazado con llevarla al médico del Servicio, para que lo arreglara.
Luego ella había dicho al azar:
-Es tremendo.
Pronto percibió un cambio
en él. Un cambio maravilloso. Al día siguiente le había regalado ropas, un par
de zapatos. Lo había empezado a besar antes de salir para el trabajo. Ella se
dio cuenta y agregó fórmulas más ricas, que aplicó armoniosamente:
-No podré soportarlo.
-Un potro te envidiaría.
-Estoy segura de que
nunca te has mirado al espejo.
-Si te pusieras en mi
lugar…
Agregó luego, en la
oscuridad como siempre, algunos nombres de animales portentosos. Un toro, un
semental (jamás se había animado a mencionar a un borrico). El señor Rupérez se
desesperaba abrazado a ella y la cubría de besos y promesas de amor y de las
compras más inimaginables. Estaba maravillado, profundamente feliz. Eternamente
enamorado. Era la mujer que leía fluidamente las honduras de su alma.
Ahora, ella se reía con
regocijo de su pequeña maldad. Era, sin embargo, una maldad que le producía un
bien misterioso a Rupérez. Pues, en realidad, al principio ella había extrañado
terriblemente al hombre. Su último novio casi lo doblaba en virtudes y las
rigideces del señor Rupérez, y, en aquel momento crucial, ella había sentido
pena. No una pena meditada, sino una pena instintiva. Ella, de todas maneras,
no iba a perjudicar su matrimonio, y lo dejó así. Más tarde él empezó a sentir
celos, no la dejaba salir a la calle, no la dejaba afeitarse las piernas, y
ella debía usar medias negras, aun durante los terribles veranos. Y así se
vengaba. Cuando deseaba algo, le susurraba al oído, aun durante el día, alguna
variante de aquella fórmula. Él se ruborizaba violentamente; a veces, hasta se
excitaba en el instante. Luego, en silencio, tomaba su portafolios
(invariablemente, y sin motivo aparente, cargaba el portafolios a todos lados)
e iba hasta la avenida a comprarle aquellas medias negras, aquel pañuelo oscuro
para cubrirse el cabello. Al fin, todo esto le resultaba hasta divertido a la
señora de Rupérez. Y siempre que lo recordaba se reía con regocijo, y en esos
instantes de risa era feliz.
Al día siguiente, volvía
la esencia de la vida. Para el señor Rupérez, el trabajo siempre dignificador;
comer; dormir; mirar la placa e identificarse con sus consejos y personajes
famosos, admirar maravillado los partidos de fútbol y los jugadores de fútbol.
Esperar que pasara el tiempo sin pensar demasiado en nada, pues, como le
pagaban muy poco, no podía salir a comprar cosas ni dedicarse a la lista de
compras en los grandes supermercados, ni obtener tarjeta de crédito diversas,
ni nada de eso que estaba de moda y le indicaba a cada individuo si su vida era
valiosa o un mero desperdicio contingente. Así que tenía menos trabajo, más tiempo
para pensar en dios, quizá, o para grabar en su infalible memoria los
apelativos y minuciosos detalles de la vida y hazañas de los jugadores de
fútbol y otros millonarios deportistas de la Tierra -según él, en Marte el
deporte era una “basura”-. Al fin, siempre se sentía y consideraba un modesto
hombre dichoso, amante de su familia, temeroso de dios, según el cura,
disciplinado, perfectamente adaptado y sorprendido aun por las maravillas de la
vida.
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