UNA TEORÍA DEL CUENTO CORTO
Sabido es que el
británico William Somerset Maugham (1874-1965) llevó una vida inquieta. Pastor
frustrado, médico, periodista, agente del Servicio Secreto, diplomático
ocasional, fue ante todo un notable escritor. Así lo atestiguan, por ejemplo,
sus obras "Of human bondage" (Servidumbre humana), "The moon and
sixpence" (La luna y seis peniques), "The hour before dawn"
(Antes del amanecer), "The painted veil" (El velo pintado), "The
razor's edge" (El filo de la navaja) o "Creatures of
circumstances" (Hijos de las circunstancias). Infatigable viajero, Maugham
fue también un lector omnívoro. En su libro "The book bag" (Cuadernos
de un escritor) contó acerca del difícil equilibrio existente entre ambas
pasiones: "He tomado la decisión de viajar con el bolso más grande y
llenarlo hasta los bordes con los libros que convengan a cada una de las
ocasiones y disposiciones. Pesa una tonelada y los más forzudos de los
porteadores se tambalean bajo su peso. Los oficiales de aduanas lo miran con
recelo, pero retroceden con consternación cuando les doy mi palabra de que sólo
contiene libros".
"Escribir una novela
es pegar ladrillos; escribir un cuento es vaciar en concreto" escribió
alguna vez Gabriel García Márquez (1928), quien admira algunos de los cuentos
del británico. Maugham fue un eximio constructor de relatos breves pero también
brilló en el género novelístico, con su sólida capacidad de observación social
que ubica a su literatura dentro del realismo aunque con notables influencias
del romanticismo francés. "Si la gente sólo hablara cuando tuviera algo
que decir, el ser humano perdería muy pronto el uso del lenguaje" dijo
quien, sumamente popular y exitoso en las primeras décadas del siglo XX, fue
cayendo en el olvido más adelante para ser redescubierto en los últimos tiempos
y pasó a ser considerado por cierta crítica como el mejor cuentista inglés del
siglo XX.
En los años '40, cuando
estaba al tope de su popularidad, fue convocado en múltiples ocasiones para
confeccionar antologías. Así surgieron, por ejemplo, "Great novelists and
their novels" (Grandes novelistas y sus novelas) y "Ten novels and
their authors" (Diez novelas y sus autores), destacados ensayos sobre el
arte de la ficción. Pero también se dedicó a escribir recordados prólogos a
compilaciones de cuentos, entre ellos las colecciones de Nathaniel Hawthorne
(1804-1864), Rudyard Kipling (1865-1936) y Anton Chejov (1860-1904), publicadas
en la década del cincuenta tanto en Estados Unidos como en Inglaterra.
Precisamente del prólogo a la antología del cuentista ruso pertenecen los
siguientes fragmentos, los que constituyen por sí mismos una verdadera teoría
del cuento corto.
Es natural que los
hombres cuenten historias, y supongo que el cuento corto nació en aquella noche
del tiempo en que el cazador narraba junto al fuego de la caverna, para
amenizar el descanso de sus compañeros una vez que habían comido y bebido hasta
hartarse, algún fantástico incidente que alguna vez oyera. Hasta hoy, en las
ciudades del Este, podemos ver al narrador de historias sentado en la plaza del
mercado, mientras lo rodea un círculo de ávidos oyentes, y escuchar cómo cuenta
las historias que ha heredado de un pasado inmemorial. Pero yo creo que hasta
el siglo XIX el cuento no obtuvo una difusión como para convertirlo en un
aspecto importante de la creación literaria. Por supuesto que antes de esta
época se habían escrito y leído ampliamente cuentos: existían narraciones
religiosas de origen griego, las narraciones edificantes de la Edad Media y las
inmortales historias de "Las mil y una noches". Durante todo el Renacimiento
hubo gran predilección por el cuento corto en Italia y España, en Francia e
Inglaterra. Tanto el "Decamerón" de Boccaccio, como las "Novelas
ejemplares", de Cervantes, son monumentos imperecederos. Pero la moda
decayó con el auge de la novela. Los libreros dejaron de pagar buenos precios
por las colecciones de cuentos, y los autores llegaron a mirar desdeñosamente
este género literario que no les reportaba ganancia ni renombre. Cuando, de
tiempo en tiempo, concebían un tema apto para ser tratado en forma corta y
escribían un cuento, no hallaban qué hacer con éste, y así, poco deseosos de
perder el tema, lo insertaban sin más en medio de sus novelas, a veces, hay que
decirlo, de manera muy torpe. Pero a comienzos del siglo XIX, surgió una nueva
forma de publicación que pronto adquirió inmensa popularidad. Fueron los
anuarios. Parece que nacieron en Alemania. Se componían de una miscelánea de
prosa y verso, y en su país de origen proveyeron a sus lectores de sustancioso
alimento, ya que nos han dicho que "La doncella de Orleans" de
Schiller y "Hermann y Dorotea" de Goethe, aparecieron por vez primera
en periódicos de este tipo. Pero cuando su éxito llevó a los editores ingleses
a imitarlos, éstos se basaron primordialmente en los cuentos cortos para atraer
una cantidad de lectores suficiente como para que la empresa fuera lucrativa.
Conviene que ahora
informe un poco al lector sobre composición literaria, pues hasta donde yo sé,
los críticos, cuyo deber consiste sin duda en guiarlos e instruirlos, no lo han
hecho. El escritor tiene en sí el imperativo de crear, pero además tiene el
deseo de presentar al lector el resultado de su trabajo y la legítima
aspiración -que no concierne al lector- de ganar su pan. En general puede
dirigir su facultad creadora por los canales que le permitirán satisfacer estos
modestos designios. A riesgo de escandalizar al lector que piensa que la
inspiración del autor no debe estar influida por consideraciones prácticas,
debo decir que los escritores se ven obligados, con bastante naturalidad, a
escribir el tipo de obras por las que hay demanda. Esto no es sorprendente,
pues ellos no son sólo escritores sino también lectores, y, como tales, parte
del público sujeto al ambiente de la opinión que prevalece. Si las obras del
teatro en verso dieran al autor fama, si no fortuna, probablemente sería
difícil hallar un joven con inclinaciones literarias que no tuviese entre sus
papeles una tragedia en cinco actos. En cambio, creo que a muy pocos se les
ocurriría escribirla hoy. Actualmente escriben piezas de teatro en prosa,
novelas y cuentos cortos. Es cierto que en los últimos años se ha escrito con
éxito cierto número de obras de teatro en verso, pero me parece que los
espectadores aceptan el verso más como algo tolerable que deseable; la mayoría de
los actores, conscientes de esto, han hecho cuanto es posible para apaciguar su
desconcierto, interpretando el verso como si de hecho fuera prosa. La
posibilidad de publicar, las exigencias de los editores, es decir, su
conocimiento de lo que los lectores desean, tienen gran influencia en el tipo
de obra que se produce en cada época. Por ello, si prosperan revistas que
tienen espacio para cuentos largos, se escriben cuentos largos; si, por otro
lado, los diarios publican ficción, dejando sólo un pequeño espacio para esto,
surgen cuentos cortos. No hay nada censurable en ello. Un autor capaz puede
escribir un cuento de mil quinientas palabras con tanta facilidad como uno de
diez mil. No tiene más que elegir un argumento distinto o tratarlo en forma
diferente. Guy de Maupassant escribió uno de sus cuentos más célebres, "La
herencia", dos veces: una en pocos centenares de palabras para un diario,
y la otra en varios miles para una revista. Ambos se publicaron en la edición
de sus obras completas, y creo que nadie puede leer las dos versiones sin
admitir que en la primera no hay una sola palabra de menos y en la segunda
ninguna de más. Lo que quiero demostrar es lo siguiente: que la naturaleza del
vehículo mediante el cual el escritor se aproxima al público es uno de los
convencionalismos que aquél debe aceptar, y que, en general, habrá de darse
cuenta de que puede hacerlo sin forzar sus íntimas inclinaciones. Pues bien, a
comienzos del siglo XIX, los anuarios y volúmenes conmemorativos ofrecieron a
los escritores la posibilidad de llegar al público mediante el cuento corto.
Por lo tanto, los cuentos cortos, sirviendo a mejores propósitos que los de dar
sólo un respiro al interés del lector en el curso de una novela interminable,
empezaron a escribirse en mayor número que nunca.
Se han dicho cosas
durísimas sobre los anuarios y almanaques femeninos, y aún más duras sobre las
revistas que los reemplazaron en el favor del público; pero no podríamos negar
que la proliferación del cuento corto durante el siglo XIX se debió
directamente a la oportunidad que le proporcionaron estos periódicos. En
Norteamérica formaron una escuela de escritores tan brillantes y fértiles, que
algunas personas, desconocedoras de la historia de la literatura, han dicho que
el cuento corto es invención norteamericana. Por supuesto que no es así; pero
podemos admitir con justicia que en ningún país europeo fue tan cultivado este
género como en Estados Unidos, ni sus métodos, técnicas y posibilidades tan
atentamente estudiados. Al leer para una antología un gran número de cuentos
del siglo XIX, aprendí bastante acerca de la forma. Debo advertir, eso sí, que
un autor, es parcial respecto al arte que practica. Él cree, naturalmente, que
su experiencia es la más válida. Escribe como puede y como debe porque es un
tipo determinado de hombre; tiene sus propias particularidades y su propio
temperamento, por lo cual ve las cosas en forma peculiar, y da a su visión la forma
que le ha sido impuesta por su naturaleza. Requiere un singular vigor
intelectual tener simpatía por una obra antagónica a las inclinaciones
instintivas. Hay que estar en guardia consigo mismo al leer la crítica que un
novelista hace de las novelas de otros. Es posible que halle buenas las
cualidades que él persigue y vea poco mérito en otras que le faltan. Uno de los
mejores libros que he leído acerca de la novela pertenece a un admirable
escritor que jamás pudo inventar un argumento plausible. No me sorprendió
descubrir que estimaba poco a novelistas cuyo principal don consistía en dar
una estremecedora verosimilitud a los hechos que relataban. No lo censuro por
esto. La tolerancia es una buena cualidad en los humanos; si ella fuese más
común, el mundo de hoy sería un lugar más agradable de lo que es para vivir;
pero no estoy seguro de que sea una buena cualidad en un escritor. Porque, en
definitiva, ¿qué ha de darnos el escritor? A sí mismo. Está bien que tenga una
visión amplia, ya que su tema es la vida en toda su plenitud; pero sólo puede
verla con sus propios ojos, aprenderla con sus propios nervios, corazón y
entrañas; su conocimiento es parcial, pero distinto, porque pertenece a él y no
a otro. Su actitud es definitiva y característica. Si piensa realmente que
cualquier otro punto de vista es tan válido como el suyo, apenas podrá
sostenerlo con energía, y es poco probable que lo presente con fuerza. Está
bien que un hombre acepte que hay dos respuestas para una misma pregunta; pero
un autor ante el arte que practica -ya que, por supuesto, su visión de la vida
está implicada en su arte- sólo puede lograr este punto de vista mediante un
esfuerzo mental sintiendo, en la médula de sus huesos, que no son seis para él
y seis para el otro, sino doce para él y nada para el otro. Esta testarudez
sería muy desafortunada si los escritores fueran pocos, o si la influencia de
uno fuese tan grande como para obligar a conformarse a los demás; pero somos
miles. Cada uno tiene su pequeño mensaje que formular, y de entre todos ellos
pueden elegir los lectores, conforme a sus inclinaciones, el que más les
convenga.
He dicho esto para
despejar el terreno. Me gusta el tipo de cuento que yo puedo escribir. Es la
clase de cuento que muchos han escrito bien, pero nadie más brillantemente que
Maupassant. Relata siempre un incidente curioso, pero no inverosímil. Presenta
la escena con la brevedad que requiere el medio, pero con claridad. Las
personas afectadas, la clase de vida que llevan y sus defectos se muestran con
el número justo de detalles como para hacer claras las circunstancias del caso.
Se dice todo lo que es necesario saber de ellos. Un autor como Maupassant no
copia de la vida; la acomoda para sorprender, excitar e interesar. No intenta
transcribir la vida sino dramatizarla. Sacrifica la verosimilitud al efecto, y
su desafío consiste en ver si se sale con la suya. Si concibe los incidentes y
las personas que intervienen en el cuento en forma que tomemos conciencia de su
artificio, falla. Pero el que algunas veces falle no descalifica el método. En
ciertas épocas los lectores exigen que se esté muy cerca de los hechos
concretos, tal como ellos los ven; esto significa que el realismo está de moda.
En otras, indiferentes a la realidad, piden lo extraño y lo maravilloso.
Mientras ello dure, los lectores estarán dispuestos a prescindir de su
incredulidad. La probabilidad no es algo establecido de una vez para siempre,
cambia con los gustos de cada época: ella reside en el qué y en el cuánto se
puede hacer tragar al lector. De hecho, en toda obra de ficción se aceptan
algunas inverosimilitudes porque son usuales y a menudo necesarias para que el
autor pueda seguir sin demora con su argumento. Pocos han establecido con mayor
precisión las reglas del tipo de cuento que estoy describiendo que Edgar Allan
Poe. Si no fuera por su extensión, citaría íntegramente su trabajo acerca de
los "Cuentos contados dos veces", de Hawthorne. Allí dice todo lo que
hay que decir sobre el asunto. No es difícil saber qué entendía Poe por un buen
cuento: es una obra de imaginación que trata de un solo incidente, material o
espiritual, que puede leerse de un tirón. Ha de ser original, chispeante,
excitar o impresionar, y debe tener unidad de efecto. Deberá moverse en una
sola línea desde el comienzo hasta el final. Escribir un cuento conforme a los
principios que él estableció no resulta tan fácil como algunos piensan.
Requiere inteligencia, quizá no de un orden muy superior pero sí de cierto
tipo; requiere sentido de la forma y no poca capacidad inventiva. Rudyard
Kipling ha escrito en Inglaterra los mejores cuentos de esta clase. Entre los
escritores ingleses de cuentos cortos sólo él puede resistir ser comparado con
los maestros franceses y rusos. Aunque Kipling tuvo éxito de público y lo
mantuvo desde el principio de su carrera, la opinión de la gente culta fue
siempre algo condescendiente en sus alabanzas. Ciertas peculiaridades de su
estilo enojaban a los lectores de gusto exigente. Se le identificó con un
imperialismo que irritaba a no pocas personas inteligentes, y que aún hoy
produce desagrado. Era un maravilloso cuentista, variado y muy original. Poseía
una fértil imaginación y en alto grado el don de narrar incidentes de manera
sorpresiva y dramática. Tenía sus fallas, como las tiene todo escritor; creo
que éstas se debían al ambiente y a su educación, a los rasgos de su carácter y
a la época en que vivió. Ejerció una gran influencia en sus colegas escritores,
pero tal vez la ejerció mayor en aquellos hombres que de una u otra forma
llevaron el tipo de vida que él describió.
Cuando uno viaja por el
Oriente se asombra al comprobar cuán a menudo se cruza uno con hombres que se
modelaron de acuerdo a los personajes de su invención. Dicen que los personajes
de Balzac pertenecían más a la generación que siguió que a la que él se propuso
describir. Sé, por experiencia, que veinte años después de que Kipling
escribiera sus primeros cuentos importantes, hubo hombres esparcidos en
diferentes puntos del Imperio que jamás habrían sido lo que fueron de no haber
existido él. No sólo creó personajes; modeló hombres. Eran individuos valientes
y honrados que hacían el trabajo que se les encomendaba con la mayor habilidad
de que eran capaces. Es difícil inventar un cuento como los que escribió Poe y,
como bien sabemos, hasta él mismo se repitió más de una vez en su pequeña
producción. En este tipo de narraciones hay muchos trucos y cuando, gracias a
la aparición y rápida popularidad de la revista mensual, la demanda de tales
narraciones llegó a ser grande, los autores no se hicieron de rogar para
aprenderlos. Para que sus cuentos fueran más efectistas, les impusieron ciertas
reglas convencionales, terminando por desviarse tanto de la realidad al
describir la vida, que sus lectores se rebelaron. Se cansaron de estos cuentos
hechos según un modelo que conocían demasiado. Dijeron que en la vida real las
cosas no suceden con tanta claridad; la realidad es un enjambre de hilos
cortados y puntas sueltas; meter todo en un molde sería falsearla. Pedían un
mayor realismo. Pero copiar la vida nunca ha sido tarea de artista. El
historiador del arte Kenneth Clark aclara bastante este punto en su obra
"El desnudo". Nos muestra en ella cómo los grandes escultores de la
antigua Grecia no se dedicaron a seguir paso a paso a sus modelos, sino que los
usaron como instrumentos para realizar su ideal de belleza. Si observamos las
pinturas y esculturas del pasado, no dejará de sorprendernos lo poco que los
grandes artistas se preocupaban de dar un testimonio exacto de lo que veían. Se
cree que las deformaciones impuestas a sus modelos por los artistas plásticos,
muy bien representados por los cubistas de ayer, son invención de nuestro
tiempo. No es así. Se piensa esto porque nos hemos acostumbrado de tal forma a
las deformaciones impuestas en el pasado, que las aceptamos como
representaciones literales de los hechos. Desde el nacimiento de la pintura
occidental, los artistas sacrificaron la verosimilitud a los efectos que
deseaban. Igual cosa ocurre con la literatura de ficción. Para no retroceder
mucho, volvamos a Poe. Parece increíble que éste pensara que los seres humanos
hablaban en la forma en que hacía dialogar a sus personajes; si ponía en su
boca parlamentos que nos parecen tan irreales, debe ser porque pensaba que ello
era necesario al tipo de cuento que estaba relatando, y porque lo ayudaba a
realizar el esquema que sabemos tenía a la vista. Los artistas sólo caen en el
naturalismo artificial cuando se les reprocha que se han alejado tanto de la
vida que deben volver inexorablemente a ella. Entonces se ponen a copiarla con
la mayor exactitud posible, no como un fin, sino tal vez como una saludable
disciplina.
Respecto al cuento corto,
el naturalismo del siglo XIX se puso de moda como reacción al romanticismo, que
se había hecho aburridor. Uno tras otro, los escritores intentaron retratar la
vida con intransigente veracidad. Los escritores de esta escuela miraron la
vida con ojos menos parciales que los de la generación precedente; fueron menos
dulzones y menos optimistas, más violentos y directos. Sus diálogos eran más
naturales y elegían a sus personajes de un mundo que, desde los tiempos de
Defoe, los autores de ficción habían descuidado; pero no innovaron en la
técnica. Respecto a lo esencial del cuento corto, se contentaron con los viejos
moldes. Persiguieron los mismos efectos que Edgar Allan Poe; usaron las mismas
fórmulas que éste fijó. Pero hubo un país en donde aquella fórmula prevaleció
poco. En Rusia se había estado escribiendo cuentos de un orden totalmente
distinto durante un par de generaciones. Y cuando los hechos indicaron tanto a
los autores como a los lectores que el tipo de narración que gozó tanto tiempo
del favor del público se había tornado aburridoramente mecánico, se descubrió
que en ese país existía un grupo de escritores que habían hecho del cuento
corto algo nuevo. Es raro que esta nueva forma de narración breve haya tardado
tanto tiempo en llegar al mundo occidental. Cierto es que los cuentos de
Turguenev fueron leídos en traducciones francesas. Los Goncourt, Flaubert y los
círculos intelectuales en que éstos se movían aceptaron a Turguenev por su
majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y su aristocrático origen; sus
obras, empero, fueron miradas con el moderado entusiasmo con que los franceses
han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Sólo cuando, en
1886, Melchior de Vogué publicó su obra "La novela Rusa", empezó a
influir en el mundo literario parisiense la literatura de aquel país. Con el
tiempo -creo que alrededor de 1905- varios cuentos de Chejov fueron traducidos
al francés y recibidos favorablemente. No obstante, en Inglaterra seguía sin
conocérsele. Cuando murió, en 1904, los rusos lo consideraron el mejor escritor
de su generación. La Enciclopedia Británica, en su undécima edición, publicada
en 1911, no supo decir de él más que lo siguiente: "A. Chejov mostró
considerables dotes en sus cuentos cortos". Fría alabanza. Sólo cuando
Constance Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su
extensa obra, se interesaron por él los lectores ingleses. Desde entonces, el
prestigio de los escritores rusos en general, y de Chejov en particular, ha
sido inmenso. Cambió en gran parte la forma y la actitud hacia el cuento corto.
El conocía muy bien su técnica y dijo algunas cosas de extraordinario interés
acerca de éste. Insistía en que un cuento corto no debe contener nada
superfluo. Esto parece bastante razonable, como también es razonable lo que
observa respecto a las descripciones de la naturaleza, que han de ser breves y claras.
Él era capaz de dar al lector, en una o dos palabras la vívida impresión de una
noche nevada, el cantar de los ruiseñores hasta agotarse. O el frío brillo de
las ilimitadas estepas cubiertas de nieve invernal. Su don era inapreciable.
Un día leí, siguiendo mi
costumbre, la página que uno de nuestros mejores semanarios dedica a comentar
la literatura del día. El crítico empezaba su artículo acerca de una obra de
ficción con las palabras siguientes: "El señor Fulano de Tal no es sino un
mero cuentista". La palabra mero se me atravesó en la garganta y aquel día
no seguí leyendo. El crítico era un novelista muy conocido y, aunque no he
tenido la suerte de leer alguna de sus obras, no dudo de que sean admirables.
Pero de su observación yo no puedo dejar de concluir que un novelista deba ser
más que un novelista. Parece obvio que él piensa que, en el mundo revuelto en
que vivimos, es una frivolidad que un autor escriba novelas destinadas sólo a
que el lector pase algunas horas agradables. Esta misma opinión prevalece en
algunos escritores actuales. Tales obras son, como bien sabemos, descartadas
por "escapistas". Este vocablo debe descartarse del vocabulario de
los críticos. Todo arte es "escapista", tanto las sinfonías de
Wolfgang Mozart como los paisajes de John Constable. ¿Acaso leemos los sonetos
de Shakespeare o las odas de Keats por algo que no sea el agrado que nos
producen? ¿Por qué hemos de pedir más a un novelista de lo que pedimos a un
poeta, a un compositor, a un pintor? De hecho, no existe algo que sea un mero
cuento. Aunque su autor lo escriba sin más intenciones que la de hacerlo
legible, sin querer, a veces, hará una crítica de la vida. Cuando Rudyard
Kipling, en sus "Cuentos de las colinas", escribió acerca de los
civiles hindúes, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la
ingenua admiración de un joven periodista de origen modesto, deslumbrado por lo
que él consideró fascinante. Es extraño que en su época nadie viera la dura
acusación al poder supremo que encerraban esos cuentos. Hoy no se pueden leer
sin pensar que era inevitable que los británicos, tarde o temprano, se verían
forzados a perder su dominio en la India. Igual cosa pasaba con Chejov. Trataba
de ser objetivo, procuraba describir la vida con veracidad, y es imposible leer
sus cuentos sin sentir que la brutalidad e ignorancia sobre las que escribió,
la corrupción, la miserable pobreza de los humildes y la despreocupación de los
ricos acabarían necesariamente en una revolución sangrienta.
Supongo que mucha gente
lee obras de ficción porque no tiene nada mejor que hacer. Lee por agrado, y es
lo que se debe hacer. Pero algunos buscan en sus lecturas distintos placeres
que otros. Hay quienes buscan el placer de reconocerse en ellas. Los lectores
de "Las torres de Barchester" de Anthony Trollope, las leen con
íntima satisfacción porque retratan el tipo de vida que ellos mismos llevaron.
En su mayor parte estos lectores pertenecen a la alta clase media, y se sienten
a gusto con la alta clase media que describe Trollope. Otros lectores buscan en
la novela cosas extrañas y novedosas. El cuento exótico ha tenido siempre sus
partidarios. La mayoría de la gente vive existencias asombrosamente aburridas y
constituye una forma de descansar de la monótona vida el dejarse absorber un
rato por un mundo de arriesgadas y peligrosas aventuras. Sospecho que los
lectores rusos de los cuentos de Chejov hallaron en ellos un placer distinto
del encontrado por los lectores del mundo occidental. Conocían bien las condiciones
de la gente que aquél describió tan nítidamente. En cambio, los lectores
occidentales ven en sus cuentos algo nuevo, raro, a veces terrible y depresivo,
pero presentado con una veracidad impresionante, fascinadora y hasta romántica.
Sólo los muy ingenuos pueden suponer que una obra de ficción ha de dar informes
fidedignos sobre temas importantes para sus vidas. Por la naturaleza misma de
su capacidad creadora, el novelista es incompetente para tratar dichos asuntos;
él no se debe a la razón sino al sentir, al imaginar y al inventar. Es parcial.
Los temas elegidos por el escritor, los personajes que crea y su actitud ante
ellos, están condicionados por su parcialidad. Lo que escribe es expresión de
su personalidad, manifestación de sus instintos, emociones, intuiciones y de su
experiencia. Arregla sus datos a veces sin saber cómo, pero otras sabiendo muy
bien lo que se propone; después usa su destreza toda para evitar que el lector
lo descubra. Henry James insistía en que el autor de ficción debía dramatizar.
Esta es una impresionante, aunque no muy lúcida, forma de decir que el escritor
debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del
lector. Fue lo que hizo Henry James, como todos saben bien. Lógicamente, esta
no es la forma adecuada para escribir un trabajo científico o informativo. Si
los lectores se interesan en los problemas importantes de la actualidad, harán
bien en no leer -como lo aconsejaba Chejov- ni novelas ni cuentos cortos, sino
obras que traten específicamente de ellos. El fin propio de los autores de
ficción no consiste en instruir sino en agradar.
Los escritores llevan
vidas oscuras. No son invitados a la mesa del alcalde, ni se los nombra
ciudadanos honorarios de las ciudades. No es para ellos el honor de romper una
botella de champaña contra el caso de un barco pronto a salir al océano en su
viaje inaugural. No se agolpan multitudes, como ocurre con las estrellas de
cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls Royce. Pero
tienen sus compensaciones. Desde los tiempos prehistóricos ha habido hombres
que, favorecidos por el don creador, han adornado mediante sus obras de arte el
feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que viaje a Creta, allí
fueron decoradas las copas, las tazas y las vasijas no para hacerlas más útiles
sino más agradables a la vista. A través de las diversas épocas, los artistas
se satisficieron en forma completa produciendo obra de arte. Si el autor de
ficción es capaz de esto mismo hace todo lo que se le puede exigir dentro de lo
razonable. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.
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