miércoles

UN TEXTO SUPREMO DE SÁNDOR MÁRAI


LA MUJER JUSTA (FRAGMENTO)

Mujeres. ¿Te has fijado en el tono indeciso y desconfiado con el que los hombres pronuncian esa palabra? Como si hablasen de una tribu rebelde, que está controlada pero no del todo rendida, siempre dispuesta a la revuelta, conquistada pero no sometida. Y además, ¿qué significa ese concepto en la vida diaria? Mujeres… ¿Qué esperamos de ellas? ¿Hijos? ¿Ayuda? ¿Paz? ¿Alegría?... ¿Todo? ¿Nada? ¿Momentos? El hombre vive, desea, se prepara un encuentro, copula; luego se casa y experimenta junto a una mujer el amor, el nacimiento y la muerte; luego se vuelve a mirar unas pantorrillas en la calle, pierde la cabeza por una espléndida melena o el beso ardiente de unos labios;  y mientras yace en alcobas burguesas o en camas chirriantes de mugrientas habitaciones por horas en hostalillos de callejuelas secundarias, siente que está satisfecho, y a lo mejor se muestra magníficamente generoso con alguna mujer. Los enamorados lloran y se prometen eterna fidelidad, juran permanecer siempre juntos, ayudarse y apoyarse; vivirán en la cima de una montaña o en una metrópoli… Pero luego pasa el tiempo, un año, tres años, un par se semanas -¿te has fijado que el amor, como la muerte, tiene un tiempo que no se puede medir con el reloj ni con el calendario?-, y sus grandes proyectos fracasan, o no tienen el éxito esperado. Y entonces se separan, llenos de rencor o de indiferencia, y recuperan la esperanza y empiezan de nuevo a buscar otro compañero. O, si ya están demasiado cansados para empezar otra vez y permanecen juntos, se roban mutuamente la fuerza y las ganas de vivir, se ponen enfermos; se van matando uno al otro y al final se mueren. Y quién sabe si en el postrer momento, cuando cierran los ojos, entienden por fin lo que querían del otro. Y quizá resulta que estaban obedeciendo ciegamente una ley superior, una orden que renueva el mundo de manera constante con el aliento del amor y necesita hombres y mujeres que se apareen para perpetuar la especie… ¿Y eso es todo? Y mientras ellos, pobres, ¿qué esperanza personal mantenían? ¿Qué daban al otro y qué recibían? ¿Qué misterioso equilibrio es ese? Y el sentimiento que empuja a un hombre hasta una mujer, ¿de verdad está dirigido a la persona? ¿Su objeto no será el deseo mismo, que a veces toma forma corpórea por un tiempo? Y sin embargo, ese estado de agitación artificial en el que vivimos no pudo ser el objetivo de la naturaleza cuando creó al hombre y decidió poner a su lado a la mujer porque vio que la soledad no era buena.

Echa un vistazo al mundo, verás esa atracción artificial que lo impregna todo: la literatura y los cuadros, los escenarios y las calles… Entra en un teatro y verás: en el patio de butacas hay hombres y mujeres sentados; en el escenario, otros hombres y otras mujeres gesticulan, hablan, intercambian juramentos, y el público tose, carraspea y susurra… pero en el momento en que se oyen frases como “te amo” o “te deseo”, o cualquiera parecida que se refiera al amor, la posesión o la separación, la felicidad o la infelicidad, se cierne sobre la platea un silencio sepulcral y cientos de personas contienen el aliento. . Y con esos medios, manipulando hábilmente los sentimientos, los escritores consiguen mantener al público pegado a las butacas. Y vayas donde vayas verás una agitación artificial. Perfumes, trapos de vivos colores, pieles caras, cuerpos semidesnudos, medias transparentes, cosas que en realidad son absolutamente superfluas, y no es que las mujeres se cubran mucho en invierno, porque quieren enseñar las rodillas enfundadas en finísimas medias de seda, pero en verano, en la playa, lo único que llevan son unos minúsculos trozos de tela que apenas cubren las partes íntimas, porque así es más misteriosa y excitante su feminidad; y los coloretes, la pintura roja en las uñas de los pies, las sombras azules en los párpados, las melenas teñidas de rubio platino, la porquería que se untan en la piel y los adornos con que se acicalan… ¡todo eso es malsano!

¿Sabes? Yo rondaba los cincuenta cuando por fin comprendí a Tolstói. ¿Has leído la Sonata a Kreutzer, su obra maestra? En ella hablaba de los celos, quizá porque él mismo era de carácter tortuosamente sensual y celoso, pero eso no es lo esencial. Los celos no son más que una forma innoble y miserable de orgullo. Sí, también conozco ese sentimiento… lo conozco bien. Casi me mata. Pero ya no soy celoso, ¿comprendes? ¿Me crees? Mírame a la cara. No, viejo amigo, ya no soy celoso porque he conseguido superar al orgullo, aunque a costa de un esfuerzo enorme. Tolstói estaba convencido de que existía un remedio y reservó para las mujeres un destino casi animal: traer hijos al mundo y vestir todas como monjas. Una solución monstruosa y enfermiza. Aunque la solución que convierte a la mujer en un llamativo objeto de decoración, en una obra de arte cargada de sensualidad, también es inhumana y morbosa. ¿Cómo voy a respetar a alguien, cómo voy a entregarle mis sentimientos y mis pensamientos a una persona que desde que se levanta hasta que se acuesta no hace más que cambiarse de ropa y emperifollarse para resultar más atractiva? Ella dice que con sus plumas, sus pieles y sus fragancias no pretende gustar a nadie más que a mí… pero no es cierto. Quiere gustar a todos, quiere que su presencia suelte una intensa y persistente excitación en el sistema nervioso de todos los individuos de sexo masculino. Vivimos así. En cines, teatros, calles, cafés, restaurantes, playas, montañas… en todas partes notarás esa agitación malsana. ¿Tú crees que la naturaleza necesita todo eso? ¡Ni mucho menos! Eso sólo lo necesita un sistema productivo y un ordenamiento social en el que la mujer se considera a sí misma una mercancía.

Sí, tienes razón, yo tampoco conozco un sistema social y productivo que sea mejor… Todos los experimentos con los que han intentado sustituirlo han fracasado. La verdad es que en este sistema la mujer siempre está en venta, algunas veces de forma deliberada, pero las más, de modo inconsciente, lo reconozco. No digo que todas las mujeres se sientan y se traten a sí mismas como objeto de cambio… pero no creo que las excepciones puedan desmentir la regla general. Tampoco pretendo acusar a las mujeres, ellas no pueden hacer otra cosa. A veces es muy triste asistir a esa continua actitud de ofrecimiento, a ese pavoneo estúpido y coqueto que esconde una profunda amargura, sobre todo cuando la mujer sabe lo difícil que es su situación, pues hay otras más bellas, más excitantes y más baratas… La competencia ha llegado a ser terrible: en la mayoría de las ciudades europeas viven más mujeres que hombres y ellas no tienen acceso a las profesiones liberales, así que, ¿qué pueden hacer las pobres con su triste y humana existencia femenina? Pues ofrecerse. Algunas de forma virtuosa, púdica, bajando la mirada, como delicadas y trémulas nomeolvides, aunque al revés, porque en secreto ellas tiemblan al pensar que nunca las tocaremos… y otras, más conscientes, yendo a diario a la guerra con paso firme, como los soldados de las legiones romanas, que sabían que luchaban contra los bárbaros por la defensa del imperio… No, amigo mío, no tenemos derecho a juzgar a las mujeres con severidad. Sólo podemos compadecerlas. Aunque quizá no es por ellas por quienes debemos sentir compasión sino por nosotros mismos, por los hombres, que somos incapaces de solucionar esta crisis latente y tortuosa con el gran mercado de la civilización. Vayas donde vayas y mires donde mires, sólo encontrarás abierta provocación. Y detrás de todas las miserias humanas está siempre el dinero, si no siempre al menos en el noventa y nueve por ciento de los casos. Esto no lo mencionó el pío y sabio escritor cuando pronunció su iracunda acusación en la Sonata a Kreutzer…

Hablaba de los celos. Criticaba a las mujeres, desaprobaba la moda, la música, las tentaciones de la vida en sociedad. Lo que nunca dijo es que ningún orden social o productivo puede darnos la paz espiritual y somos nosotros los únicos que podemos conquistarla. ¿Cómo? Venciendo al orgullo y el deseo. ¿Y eso es posible? No se sabe. Tal vez cuando pasen los años. Con el tiempo los deseos no mueren, pero se disipa la angustia, la avidez furiosa, se agotan la desesperada excitación y la náusea que inundan el deseo y la satisfacción. Sí, uno se cansa, Yo casi me alegro de que la vejez esté llamando a mi puerta. A veces no veo la hora de que lleguen los días lluviosos en que me sentaré ante la chimenea junto a una botella de vino tinto y un libro viejo que trate de antiguos deseos y desengaños…

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