(Viaje al fin del miedo
es el nuevo título de Creer o reventar, una novela publicada en 1991 por
Hugo Giovanetti Viola que fue totalmente reestructurada en 2019, al punto de
que el autor considere a esta última versión como la única válida. El nuevo
texto será publicado en forma bilingüe por elMontevideano en el otoño de 2020.
La traducción está a cargo de Carl D’Ableiges, y contará con un prólogo de Maryse
Renaud, la ya legendaria narradora y catedrática de la Universidad de Poitiers.
Adelantamos un análisis realizado especialmente por Jorge Liberati a propósito
de una narración que demoró 30 años en encontrar su montaje definitivo.)
Un texto con expresiones como “Se viste y busca un peine entre la ropa sucia y
abre la puerta del ropero que tiene un espejo. Cuando se está peinando ve sus ojos hinchados por
el brillo del fuego del sótano del mundo” no puede leerse como escritura sin más. Debe
bucearse en la alegoría que subyace y aventurar una interpretación posible con
claridad y sencillez de ese “sótano del mundo” que aparece dos o tres veces en
el texto. Se revela por la riqueza en imágenes, metáforas y metonimias ajenas
al espacio y al tiempo narrativos, incluso a la misma ambientación, que es la
figura de destaque. Una interpretación que, sin embargo, admite con preferencia
las posibilidades típicas del surrealismo, especialmente en cuanto a su rechazo
del realismo naturalista y de las convenciones sociales burguesas que
constituyeron el marco de fondo del romanticismo finisecular, del realismo crudo
que le sigue al llegar el siglo XX y de la nouvelle vague de los años 50.
El ambiente es el de Francia, París, Saint-Tropez o Le Grande Saule, pero podría ser otro sin que perdiera
su silueta expresionista. Los personajes hablan, oyen y entienden, se impactan,
con las estelaciones de palabras comunes en un ambiente concreto y reconocible,
familiar en diversas de sus vertientes: actores de teatro independiente, letristas
de tango, habitués del café Sorocabana, socios de Cinemateca, militancia
estudiantil del 68, todo encuadrado en una constelación de poses y talantes cuya
versión francesa puede encontrarse en Simenon. Se habla así sobre todo en el país
ideal de los nostálgicos con sus famosos paseos de los suburbios, Montmartre,
el Barrio Latino, el Boulevard Saint Germain. El perfil que busca efectismos y disonancias
sorpresivas es de los jóvenes uruguayos de los años sesenta, una forma de hablar
que todavía se oía en los setenta y en los ochenta, antes de que invadieran
los escribas, traductores mediocres y guionistas de cine barato. No sería
inoportuno agregar que existe en este Viaje una irisación de la jerga
parecida a la del posible rival, Céline.
Una irisación completamente ajena a la norma tradicional de los gramáticos respetada
por las antiguas editoriales. Pero el discurso va inserto en un marco de
cultismos, referencias a autores, locus y opus conocidos, música,
amojonada con calificativos únicos y pintorescos como “pueblitos cézannianos”, “teatral remordimiento” o “callejones
rembrandtianos”, y aciertos y flashes barrocos que
recuerdan a Carpentier. ¿Cómo hablaría una primera persona en una novela ambientada
en el París de 1974 y escrita entre 1979 y 1981, si deseaba escapar del canon onettiano,
de Borges y Cortázar, del lunfardo y de la jerga de los payadores y el gauchaje?
No es sino la forma en que se viste al narrador-personaje con los hábitos
de la mayor naturalidad y espontaneidad. También, la manera de presentarse una
primera persona (le habla al lector como a uno de sus compañeros músicos de la bohardilla)
que suele saltar a tercera en un mismo diálogo, alternancia con la que la
escena parece filmada por dos cámaras: “Abel se había dormido como a las
seis de la mañana y el riverense llegó a las siete y media, pero no hubo
problema: apenas me acarició la coronilla (al estilo Ramón) pegué un salto
sonriente y nos pusimos a matear y después a fumar maruja colombiana…” (donde el
asmático Abel es la misma persona de “me acarició”). Consiste en zafar del encierro a la sombra del ensimismamiento
(¿Knut Hamsun?).
El coloquio forma parte del espíritu y de la mentalidad de gente con sentimientos
y con arte fluido en la sangre, con grandes aspiraciones y pequeños recursos
con los que se podría bregar por ellas; pero, además, con la puntuación del monólogo
interior y la técnica del contrapunto (a lo Huxley), cambios en el
tiempo, aparición y desaparición súbita de personajes sin solución de
continuidad ni transiciones, a la usanza de John Dos Passos e, incluso,
intertextualidad a descifrar. En todos los contextos se transparenta el dominio
del lenguaje que maneja el narrador omnisciente, pues se trata de una de las
grandes habilidades del escritor, aun de aquel que tiene como propósito
mostrar, denunciar o testimoniar una experiencia vital que se evoca con evidente
nostalgia.
Los numerosos personajes, fueren tomas directas de criaturas reales o
aproximaciones elaboradas desde la ficción, no representan la figura típica de
la novela de la época, anti statu quo y sacrílega. No rechazan nada ni
luchan contra nada sino, más bien, merodean inquisitivamente los suburbios de
la vida, esto es y concretamente, de los de la ciudad que se desarrollan solos,
porque su energía pasiva es la desolación y el olvido de todo centro de poder y
dirección. Su poesía, precisamente, yace escondida por bajo aquello que buscan
apasionadamente, sin advertir que no está en las calles ni en los bares
nocturnos sino en ellos mismos: en la “sumidad subliminal del Yo más profundo”,
como dice Alberto Zum Felde en El problema de la cultura americana, la
encrucijada donde nacen “los caminos de la propia virtud creadora de cultura”.
Sin que tenga que tomarse como exégesis de primera plana, los diálogos
trasuntan cuestiones propias de los espíritus descaminados que, sin poder
lograrlo, ansían desprenderse de la enajenación que les hace perder el rumbo,
aunque no la esperanza. Almas extraviadas como las de la Casa Vauquer que transpiran hastío, el negro ennui
de Baudelaire que conduce a escribir “Sans cesse à mes côtés s’agite le
Démon”. Sólo se diferencia de la muerte por los siempre presentes deseos
inconfesables, el amor sincero disimulado y la avidez por saciarse en el otro
siempre a la vista. Una necesidad gregaria de los grandes sentidores y
glorificada por Puccini con sus célebres personajes bohemios del Barrio Latino.
Un simple relleno de narrador avezado deja que asome la
filosofía que se busca en los sitios menos adecuados para encontrarla: “‘El poema lo tiene acá’ dijo Muley haciendo un gesto
sucio atrás del mostrador. Yo le mostré una risa largamente lejana y fumé otro
cigarrillo flotando sobre el mundo.” La imagen referida
a una mujer tiene su proyección en el conjunto de la obra y deja apreciar el sentimiento
que, por encima de toda circunstancia y estado emocional o de cualquier meditación
razonada ‒y con desdén ante cualquiera bravata o bajeza‒, se refiere indirectamente
al problema de la superación ante todo lo previsible o imprevisible que depara
el mundo en su versión de sombras y angustias. El viaje es un signo cuyo
referente no se encuentra en ningún lado específico, porque está en todos. Viajar
es “flotar sobre el mundo”; es la posición interna, carente de gravedad y
disminuida en realidad y verdad, que asoma como la más apropiada para
sobrevivir y reconstruirse permanentemente.
La esperanza se
asocia de buen grado con la pobreza y la carencia de recursos materiales del
joven viajero, que en este sentido cuenta sólo con el apoyo del padre, un
intruso que obra como eslabón entre la realidad y la ficción. Más que viajero es
un caminante que compone su Wanderer-Fantasie. Porque el viajero a
secas no hace sino llenar su espíritu con los reflejos que encuentra en el
camino. Un caminante, en cambio, es quien ilumina el sendero por sus propios
medios. París es el espacio adecuado para este alumbramiento; sólo tiene que
esperar a Gardel, a Hemingway o a Gershwin para
producirlo ‒nunca a un francés. Sin embargo, el discurso revela una dádiva que
proviene de fuera del protagonista. Encuentra la dimensión de la memoria, y el sentido
de esta dimensión consiste en descubrir su historia personal. Eso lo da París.
Pero no la acumulación cronológica de hechos ni ninguna imagen o estampa o
serie ordenada y puesta en claro de encuentros o epifenómenos, sino el sentido
del despojamiento que revela cada palabra o parlamento, cada recuerdo,
vivencia, acto esencial experimentado con intensidad.
El iluminador,
paradójicamente, a su vez necesita de un faro para alcanzar la tierra firme. En
dos planos se revela esta fatalidad: en la imprimación dejada por una mujer seguramente
real (la que inspira el dibujo en definitiva en borrador, a lo Fonseca) y que
se cruza en el camino del flâneur (un alter ego de Maigret que suele
vagabundear desocupadamente por las calles), y en la sublimación con que
eterniza el amor inspirado por ella. La poesía es la del desencuentro; el poema
de amor es el que trasunta la incompatibilidad de esta pasión con cualquier
clase de relación reconocible. Se consagra al no materializarse en ninguna
celebración, por no coronarse en ninguna vía real que pudiera ser esperada,
siempre efímera. La poesía de la espera requiere de toda la vida, y es también
la poesía de la dádiva jamás recibida pero que se evoca con repetición y
serenidad (“Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita/ de junco y
capulí; ahora que me asfixia/ Bizancio y que dormita la sangre, como flojo/
coñac, dentro de mí.”)
Escribe al
padre: “… y pensaba Quién soy quién soy
carajo bajo la luz celeste que inundaba casi completamente la bohardilla como
si fuera un fondo de mar con cadáveres”. Sin embargo, la pregunta inserta en esa reflexión es en verdad una
respuesta: la confidencia de quien no ignora, la agustiniana revelación de que lo sé, pero si me lo
preguntan no lo sé. Es la manera de decir: sé quien soy, pero no lo digo para
no escandalizar, para no atentar contra la paz del mundo. El “fondo de mar con
cadáveres” puede obrar como confesión de parte y relevo de pruebas, una especie
de querer existir antes de darse por enterado de que se es, de que se es
consciente.
La creación de una atmósfera es la verdadera protagonista de la novela y el
más alto signo de su estructura literaria, aunque no resulte fácil concebir la atmósfera
como personaje y menos aún como estructura. Sin embargo, el lector con
seguridad se sentirá embargado por el mundo del cual hablaba W. Kayser, es
decir, por la “visión privada del mundo”, afín a la “novela de espacio” que, de
todos modos, es señalada como una insuficiencia frente al punto alto de la
epopeya, su correlato objetivo. La visión adquiere figura propia en Viaje al
fin del miedo, con fronteras claramente específicas, en la densa capa de
subjetividad que rodea todo y que sustituye las usuales descripciones y el trazado
de movimientos con abruptos cambios de tiempo. No se sale de ella, reina sobre
los acontecimientos y dice más que el dialogado, éste siempre inserto en la
situación y la circunstancia que se obstinan en ser fortuitas y relampagueantes,
sólo sugeridas como posibles o esperables y nunca definitivas, lo que imprime
su intensa dinámica y despierta el apetito de continuidad.
Así pues, la realidad sentida se monta sobre la realidad percibida, con lo
que la expresión se impone sobre la impresión, en una obra que podría iniciar un
nuevo direccionamiento de la narrativa. No puede negar su ancestro en la novela
de los años veinte, Hemingway a la cabeza, pero sin machismo ni homofobia ni
frivolidades, y con el encanto de la pudibundez latinoamericana. Se distingue
por su uruguayez, el color torresgarciano de sus ambientaciones, notas de
barriada montevideana y pinceladas arrabaleras hábilmente europeizadas que
hacen de París una especie de Santa María, indulgente con todo compromiso de legitimidad
y verosimilitud. Al respecto, el discurso se sensibiliza ante el “marica”, ante
la relación amorosa non sancta y aun ante la promiscuidad que suele
reinar en las encogidas chambres parisinas, especialmente tratándose de
jóvenes.
Acompaña al personaje una guitarra que puede sugerir diferentes clases de
música. Entre ellas, y por el silencio que se guarda al respecto de cualquier
especificación, se puede pensar en el triste. Este signo inequívoco de
la melancolía telúrica, hoy olvidado, se recorta entre el pedregal y las cuchillas
minuanas, extendiéndose por los cerros “chatos” tacuaremboenses de un
Mussorgsky que en el lugar se llama Fabini; y bajo las luces moteadas de quien
estampa su música en un retrato de Espínola Gómez. Porque es una novela que se escribe,
pero también se pinta y se hace oír. La entenderá mejor quien conozca el
“ambiente espiritual” montevideano que cortó por la mitad la dictadura en la
década del setenta.
No se crea que le falta la “rayuela” que marea y enoja, el laberinto en el que
se ha querido extraviar al lector desprevenido y que engendra la mayor de las
expectativas en el deseo de volver más elástica la semántica del texto. El
vino, el cigarrillo, los huevos con jamón y el haschich no son sino la humilde
cotidianidad de un cuadro que se asocia a la simultaneidad del esplendor de las
esperanzas y a la ruindad de la pobreza, en un mar de personajes y una lluvia de
interrelaciones psicológicas. Bajan y suben desde el macrocosmos al
provincialismo, desde la trascendencia a la inmanencia y obran como serie
interminable de notas al pie que, sin aclarar nada, sin embargo, imprimen innumerables
viñetas y escenografías.
El texto obliga a sacudir las fronteras habituales, esto es, exige crear nuevas
fronteras entre lo frío y lo caliente, lo esperable y lo insólito, lo crudo
y lo cocido, entre la imagen aparente y la imagen alambicada del mundo, lo que
se experimenta en la vida como sujeto o yo y lo que se reserva para lo
otro o el otro sartreano. Porque se quiere terminar con los
prejuicios y se intenta asumir la defensa del distanciamiento, una
institución que quiso recuperar Derrida sin que en general se entendiera su
reivindicación soberana y novedosa. Muchos habrían anhelado consagrar esta
clase de novela, entre ellos el autor de El mundo es ancho y ajeno; pero
quizá otros antes, aunque consiguiéndolo sólo en la dimensión de la epopeya, o
en otras bien diferentes, como las de Erik Satie o Van Gogh. En todos estos
universos hay gente que se ve obligada a escapar de su circunstancia, como en
Rulfo.
A buen entendedor, el orden de los acontecimientos en esta clase de narración
es interno. Sigue la tradición dualista iniciada por Cervantes y el rumiar
entre dientes que Henry y William James supieron aclarar en géneros de parecida
esencia. Aunque sea relativamente fácil escribir incluso un poema en ese orden,
es inusual que se pueda alcanzar siguiendo la dialéctica hegeliana de la
narración. Pero la dialéctica aquí no es hegeliana sino kierkegaardiana,
cualitativa y no acumulativa, selectiva y no constructiva. Alcanza la síntesis
por intelección o elección, es decir, por elegir o servir a lo eligente
o inteligente, según José Ortega y Gasset. Hay en ella más espacio vacío que
materia. Véase, si no, la nunca enumerada ni siquiera mencionada acumulación de
evitaciones (como se habría ocupado de señalar Henry Fielding), de desiertos que
sustituyen selvas, actos y aconteceres, para dejar que suba al hilo argumental
el sólo actualismo de las pulsiones internas, de las iniciativas sin concreción
real, de las intenciones solapadas y de los designios jamás vertidos en el
plano externo de las realizaciones.
“Empezamos a matear y terminamos
el petardo mientras París ponía su huevo celeste a contraluz, cruzándome a un
verano donde mi adolescencia se abrigó con la seda materna de la lluvia. Ahora
la playa era una curva desierta que se iba cerrando como una flor carnívora que
acariciara mi carne sin desearla. Yo había perdido para siempre la estación de
la música, y un dorado silencio me volvía a transportar desde aquel espejismo
hasta este cielo desanclado de los fondos del sur. Falta el amor, pensé.” Lo que falta es lo que se encuentra dentro y
salta. La luz que viene de atrás ilumina tanto o más que la que viene a favor
de la vista y sin encandilar. Porque es lo que vuelve desde la historia o, para
mejor decir, lo que está siempre y se cree ido y sido.
Al contrario,
está siempre en el presente porque no hay un tiempo que huye a una dimensión
desconocida. Sólo hay un tiempo relativo a lo que se desea y ama. Y lo que suele
llamarse así es sólo religión que viene de abajo, arte que viene de dentro,
lucidez que sólo anida en la “curva desierta” y en la epifanía carnosa que
acaricia sin mayores solicitaciones y pide música. Pero en París la soledad y sus
deseos son imposibles; en París la soledad y los deseos son los mismos hechos y
cosas. Por lo que decir que la obra de Giovanetti Viola es una novela,
en toda la dimensión del término técnico en su tradición clásica, ya es un gran
mérito, sobre todo en nuestra época. Pero decir que es una novela centrada en
París, además, viene a prolongar la noción de “novela de espacio” o a recrearla
en su sentido de espacio interior, hoy perdido entre los escarceos de la
novela histórica y la ficción biográfica. Tiene, además, dos espacios: el de los
amigos artistas en Francia y el del detective que desea desatar el nudo
conandoyliano de un asesinato (y el robo de una cámara Pentax).
La abundancia
de personajes marea. ¿Qué se puede entender de una migración que en términos
simbólicos puede caracterizar lo masivo e indiferenciado? Pero, ¿figura lo
indiferenciado en la obra o cada figura tiene sus propias fronteras con sus antecedentes
impresos en descripciones someras y en general peyorativas? No se sabe. Ninguno
de ellos define nada y ninguno enriquece o revela algo del otro. Es la relación
hablada la que define una línea curva argumental ‒tal vez una espiral si en
verdad es línea y es argumental‒ que escapa al mero paso y en el siguiente
vuelve al mismo sitio, y que más que un eterno retorno es una declaración que
niega el flujo del tiempo. Lo niega metiendo en un presente, absoluto y policial,
el hilo conductor que se lee entre líneas y adquiere plena claridad al
promediar la novela: la historia del asesinato de Sinclair Brower y la muerte
sin aclarar de su amante.
Se tejen escenas
en diferentes tiempos que embolsan historias y en ellas brillan por su impertinente
ausencia los datos y los detalles. De la escasez de información toma el lugar lo
imaginario sugerido por una ausencia y un silencio apenas cortado por
parlamentos breves y tajantes que cubren todo con un manto de misterio. Se intuyen
símbolos, en todo caso signos pertenecientes a una semiología de aventuras espirituales
exigidas por el exilio o por la forzada urgencia sentida y heredada en el barrio
natal con sus aspiraciones. La espiral no es más que el verdadero testigo del
acontecer, un deuteroagonista que hace de héroe por su disolución en muchos
agonistas en los que se multiplican las pasiones, los propósitos y las
peripecias, y la identidad iterativa de un silogismo o de un juicio analítico.
Cada figura
reitera a su manera lo que el interlocutor ya sabe. No importa para nada el
juicio de la historia, porque para ellas cada una representa la historia
general; no hay moralidad definida. La historia es el juicio que han dejado los
campeones en los torneos, y en esa lid no hay historiadores verdaderos. Importa
el juicio que se puede forjar a partir de la vida desinteresada, adyacente a lo
contiguo y contingente. Y la novela es un himno a lo inmediato, al instante en
que se gana la totalidad de la atención del mundo, a la fugacidad con que vive
la juventud. Por lo que es necesario leer con la mira puesta en lo que llega al
fondo del alma, el fondo de un recipiente que hoy día no se entiende bien
porque se confunde con el depósito de las experiencias sensibles, acotadas a la
temporalidad mnemotécnica y a la empiricidad de los recuerdos acumulados. Tráguese
este sorbo y se advierta el sendero de la innovación que está ante los ojos,
aunque en la penumbra del “sótano del mundo”.
enero de 2020
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