martes

PETER BROOK - EL ESPACIO VACÍO (36)


EL TEATRO TOSCO (6)

La alienación puede funcionar por antítesis: parodia, imitación, crítica, está abierta a toda la gama de la retórica. Es el método puramente teatral del intercambio dialéctico. La alienación es el lenguaje que en la actualidad se nos presenta, tan rico en posibilidades como el verso: es el posible instrumento de un teatro dinámico en un mundo que cambia. Por medio de la alienación podríamos alcanzar algunas de las zonas que Shakespeare tocó valiéndose de los dinámicos recursos del idioma. La alienación puede ser muy simple, puede no ser más que una serie de trucos físicos. El primer ardid alienador lo presencié, siendo niño, en una iglesia de Suecia: del cepillo de la colecta sobresalía un trozo de madera con el que el sacristán tocaba ligeramente a los fieles que se habían dormido durante el sermón. Brecht usaba carteles y visibles focos con el mismo propósito, Joan Littlewood hacía vestir a sus soldados de pierrots: la alienación tiene ilimitadas posibilidades. Constantemente apunta a pinchar los globos de la interpretación retórica: el contraste chapliniano entre sentimiento y calamidad es alienación. Sucede a menudo que el actor que se deja llevar por su papel se hace cada vez más exagerado, cada vez más vulgarmente emotivo y, sin embargo, consigue arrastrar al público. En este caso el dispositivo alienador nos despertará cuando una parte de nosotros desee rendirse por entero al tirón de las fibras de nuestro corazón. No obstante, resulta muy difícil interferir las reacciones del público. Al final del primer acto de El rey Lear, encegado ya Gloster, encendíamos las luces de la sala antes de que terminara la última bárbara acción, con el objetivo de que el público tomara conciencia de la escena antes de sumirse en el automático aplauso. En París, durante las representaciones de El Vicario, hicimos de nuevo todo lo posible para impedir el aplauso, ya que el homenaje al talento de los actores parecía fuera de lugar ante un documento sobre los campos de concentración. No obstante, tanto el infortunado Gloster como el más nauseabundo de todos los personajes, el doctor de Auschwitz, abandonaban el escenario con salvas de aplausos de similar intensidad.

Jean Genet sabe emplear el lenguaje más elocuente, pero las asombrosas impresiones que provocan sus obras vienen dadas muy frecuentemente por los hallazgos visuales con que yuxtapone elementos serios, hermosos, grotescos y ridículos. En el teatro moderno hay pocas cosas tan compactas y fascinantes como el momento cumbre de la primera parte de Las persianas, donde la acción escénica es un garrapato de guerra inscrito en amplias superficies blancas, al tiempo que frases violentas, personajes ridículos y fantoches desmesurados forman un monumento al coloquialismo y a la revolución. En esta obra la potencia de la concepción es inseparable de la serie de recursos técnicos que, a muchos niveles, se convierten en su expresión. Los negros de Genet adquiere su pleno significado cuando existe una vigorosa relación entre actores y público. En París, ante un público intelectual, la obra era un entretenimiento barroco y literario; en Londres, donde no pudo encontrar un público que se interesa por la literatura francesa o por los negros, la obra carecía de significado; en Nueva York, bajo la soberbia dirección de Gene Frankel, era eléctrica y vibrante. Me han dicho que las vibraciones cambiaban de noche en noche según la proporción de espectadores blancos o negros. El Marat-Sade no habría podido escribirse antes de Brecht: Peter Weiss concibió la obra basándola en muchos planos alienadores. Los acontecimientos de la Revolución Francesa no pueden aceptarse literalmente ya que son interpretados por locos y, a su vez, sus actos se abren a una posterior problemática, puesto que su director es el marqués de Sade y, más aun, los acontecimientos de 1870 están vistos con ojos de 1808 y de 1966, ya que las personas que asisten al desarrollo de la obra representan a un público del comienzo del siglo XIX y son también sus iguales del siglo XX. Todos estos planos entrelazados espesan la referencia en todo momento y apremian a la actividad a cada espectador. Al final de la obra el hospicio se convierte en una barahúnda: todos los actores improvisan con extrema violencia y, por un instante, el escenario ofrece una imagen naturalista y apremiante. Tenemos la sensación de que cada nada puede parar este tumulto, y sacamos la conclusión de que nada puede detener la locura del mundo. Sin embargo, en ese mismo momento, en la versión dada por el Royal Shakespeare Theatre, una ayudante salía al escenario, tocaba un silbato e inmediatamente terminaba la locura. Esta interrupción era un efecto alienador. Un segundo antes la situación era desesperada: después todo había acabado, los actores se quitaban las pelucas, no se trataba más que de una obra de teatro. Por lo tanto, comenzábamos a aplaudir. Inesperadamente, los actores hacían lo mismo, con ironía. Ante esto reaccionábamos con momentánea hostilidad hacia los actores como individuos, y dejábamos de aplaudir. Cito esto como típica sucesión de elementos alienadores, cada uno de los cuales nos obliga a reajustar nuestra postura.

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