EL TEATRO TOSCO (6)
La alienación puede
funcionar por antítesis: parodia, imitación, crítica, está abierta a toda la
gama de la retórica. Es el método puramente teatral del intercambio dialéctico.
La alienación es el lenguaje que en la actualidad se nos presenta, tan rico en
posibilidades como el verso: es el posible instrumento de un teatro dinámico en
un mundo que cambia. Por medio de la alienación podríamos alcanzar algunas de
las zonas que Shakespeare tocó valiéndose de los dinámicos recursos del idioma.
La alienación puede ser muy simple, puede no ser más que una serie de trucos
físicos. El primer ardid alienador lo presencié, siendo niño, en una iglesia de
Suecia: del cepillo de la colecta sobresalía un trozo de madera con el que el
sacristán tocaba ligeramente a los fieles que se habían dormido durante el
sermón. Brecht usaba carteles y visibles focos con el mismo propósito, Joan
Littlewood hacía vestir a sus soldados de pierrots: la alienación tiene
ilimitadas posibilidades. Constantemente apunta a pinchar los globos de la
interpretación retórica: el contraste chapliniano entre sentimiento y calamidad
es alienación. Sucede a menudo que el actor que se deja llevar por su papel se
hace cada vez más exagerado, cada vez más vulgarmente emotivo y, sin embargo,
consigue arrastrar al público. En este caso el dispositivo alienador nos
despertará cuando una parte de nosotros desee rendirse por entero al tirón de
las fibras de nuestro corazón. No obstante, resulta muy difícil interferir las
reacciones del público. Al final del primer acto de El rey Lear, encegado ya
Gloster, encendíamos las luces de la sala antes de que terminara la última
bárbara acción, con el objetivo de que el público tomara conciencia de la
escena antes de sumirse en el automático aplauso. En París, durante las
representaciones de El Vicario, hicimos de nuevo todo lo posible para impedir
el aplauso, ya que el homenaje al talento de los actores parecía fuera de lugar
ante un documento sobre los campos de concentración. No obstante, tanto el
infortunado Gloster como el más nauseabundo de todos los personajes, el doctor
de Auschwitz, abandonaban el escenario con salvas de aplausos de similar
intensidad.
Jean Genet sabe emplear
el lenguaje más elocuente, pero las asombrosas impresiones que provocan sus
obras vienen dadas muy frecuentemente por los hallazgos visuales con que yuxtapone
elementos serios, hermosos, grotescos y ridículos. En el teatro moderno hay
pocas cosas tan compactas y fascinantes como el momento cumbre de la primera
parte de Las persianas, donde la acción escénica es un garrapato de guerra
inscrito en amplias superficies blancas, al tiempo que frases violentas,
personajes ridículos y fantoches desmesurados forman un monumento al
coloquialismo y a la revolución. En esta obra la potencia de la concepción es
inseparable de la serie de recursos técnicos que, a muchos niveles, se
convierten en su expresión. Los negros de Genet adquiere su pleno significado
cuando existe una vigorosa relación entre actores y público. En París, ante un
público intelectual, la obra era un entretenimiento barroco y literario; en
Londres, donde no pudo encontrar un público que se interesa por la literatura
francesa o por los negros, la obra carecía de significado; en Nueva York, bajo
la soberbia dirección de Gene Frankel, era eléctrica y vibrante. Me han dicho
que las vibraciones cambiaban de noche en noche según la proporción de
espectadores blancos o negros. El Marat-Sade no habría podido escribirse antes
de Brecht: Peter Weiss concibió la obra basándola en muchos planos alienadores.
Los acontecimientos de la Revolución Francesa no pueden aceptarse literalmente
ya que son interpretados por locos y, a su vez, sus actos se abren a una
posterior problemática, puesto que su director es el marqués de Sade y, más
aun, los acontecimientos de 1870 están vistos con ojos de 1808 y de 1966, ya
que las personas que asisten al desarrollo de la obra representan a un público
del comienzo del siglo XIX y son también sus iguales del siglo XX. Todos estos
planos entrelazados espesan la referencia en todo momento y apremian a la
actividad a cada espectador. Al final de la obra el hospicio se convierte en
una barahúnda: todos los actores improvisan con extrema violencia y, por un
instante, el escenario ofrece una imagen naturalista y apremiante. Tenemos la
sensación de que cada nada puede parar este tumulto, y sacamos la conclusión de
que nada puede detener la locura del mundo. Sin embargo, en ese mismo momento,
en la versión dada por el Royal Shakespeare Theatre, una ayudante salía al
escenario, tocaba un silbato e inmediatamente terminaba la locura. Esta
interrupción era un efecto alienador. Un segundo antes la situación era desesperada:
después todo había acabado, los actores se quitaban las pelucas, no se trataba
más que de una obra de teatro. Por lo tanto, comenzábamos a aplaudir.
Inesperadamente, los actores hacían lo mismo, con ironía. Ante esto
reaccionábamos con momentánea hostilidad hacia los actores como individuos, y
dejábamos de aplaudir. Cito esto como típica sucesión de elementos alienadores,
cada uno de los cuales nos obliga a reajustar nuestra postura.
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