por Emma Rodríguez
«Todos tenemos que aprender a
inventarnos una vida, crearla, imaginarla. Necesitamos que nos enseñen esas
capacidades; necesitamos guías que nos muestren cómo hacerlo. Si no lo hacemos
nuestras vidas acaban siendo controladas por los demás”, dejó por escrito
Ursula K. Le Guin en el texto Las instrucciones de uso, uno de los
textos incluidos en el volumen Contar es escuchar (Círculo de
Tiza). Podría haber elegido cualquier otro fragmento de esta entrega
absolutamente inspiradora. Me ha costado, una vez terminada su lectura, decidir
por dónde empezar, cómo dar cuenta de los muchos deslumbramientos de este libro
que me ha regalado no solo su esencia sino la llave de apertura a la inmensa
obra de una autora a la que conocía de referencias ajenas, pero en cuyo
territorio nunca me había adentrado.
Mi camino no ha sido el habitual. No
he llegado a las reflexiones y testimonios de la escritora estadounidense a
partir de la devoción, o simple gusto, por unas ficciones, enmarcadas en el
ámbito de la fantasía, que han logrado el favor del público y de la crítica.
Pensemos en el éxito del ciclo de Terramar, dirigido a
los más jóvenes; pensemos en los importantes galardones que ha recibido una
obra que indaga hondamente en la condición humana, en sus retos y límites, en
sus vuelos y en sus caídas. En mi caso ha sido al revés. Han sido sus textos al
margen, de matiz biográfico algunos, muchos sobre cuestiones literarias, otros
sobre aspectos sociales o políticos, destinados a antologías, publicaciones o
conferencias, los que me han conducido a sumergirme con avidez en dos de sus
novelas: La rueda celeste, donde se tocan algunos de los grandes
temas de la ciencia ficción, y Lavinia, obra final en su trayecto,
de original planteamiento, que parte de La Eneida de
Virgilio y donde la autora cede a sus personajes de otra época, a través
del ancho túnel del tiempo, muchos de sus sabios hallazgos vitales.
La puerta queda abierta a nuevas
incursiones ahora que he descubierto a esta mujer, que nos dejó recientemente,
a los 89 años de edad, poco después de publicarse en España este
conjunto de textos en el que voy a centrarme, donde se traslucen sus verdades,
su permanente dignidad, su activa lucha por los derechos de las mujeres y de
los más débiles, su compromiso con la literatura… Sigo tirando del hilo con el
que he empezado este artículo. “Todos tenemos que aprender a inventarnos una
vida…”, señala K. Le Guin. Y prosigue un poco más adelante: “En nuestra
época de grandes poblaciones siempre expuestas a las voces, imágenes y palabras
reproducidas en pro del beneficio comercial y político, hay demasiada
gente que quiere y puede inventarnos, poseernos, moldearnos y controlarnos a
través de los medios de comunicación, que son cautivadores y poderosos. Es
mucho pedir que, en medio de todo ello, un niño encuentre el camino por sí solo
(…) Lo que necesita un niño, lo que todos necesitamos, es conocer a otra gente
que haya imaginado la vida en líneas que tengan sentido y permitan cierta
libertad, y escucharla. No oírla pasivamente sino escucharla”.
Frente a la manipulación, frente a
consignas y discursos asumidos, la escritora, tan acostumbrada a inventar otras
realidades, a adelantarse al futuro, a construir utopías y distopías, a
mostrarnos, a través de sus narraciones, otras sociedades posibles, otras
maneras de ser y de vivir, nos va llevando, a través de su argumentación, hacia
una reivindicación de la lectura. La lectura como un medio para adquirir
criterio propio, para parar “la corriente incesante, incoherente, confusa y
chillona de los medios de comunicación”, señala, y yo añado la velocidad
que imponen las redes sociales, con su capacidad para solapar un acontecimiento
tras otro, noticia encima de noticia, en una puesta en escena donde solo cabe
devorar, sin apenas espacio para la digestión, cada vez más complicada la toma
de distancia y perspectiva, el contraste, el ejercicio de la memoria.
En este texto que os comento, fechado
en 2000, escrito para ser pronunciado en una charla, K. Le Guin señala que
“asimilamos lo que queremos y podemos asimilar, no lo que nos echan encima
deprisa y con tal ímpetu y volumen que acabamos apabullados”. Y añade a
continuación: “Cuando leemos una historia, nos están contando algo, pero no
quieren vendernos nada. Y aunque por lo general leemos en soledad, entramos en
comunión con otras mentes. No nos lavan el cerebro ni nos reclutan ni nos
utilizan; nos reunimos en un acto de la imaginación”.
He elegido este escrito como arranque
y os decía que podría haber sido otro. Lo corroboro. El libro que tengo entre
mis manos da para múltiples enfoques, pero también es cierto que aquí, en unos
pocos párrafos, la escritora nos sitúa ante el espejo en el que nos miramos
cada día: con dificultad para discernir entre tanta información, para movernos
en el turbulento océano del presente, para hacer frente a los intereses de
medios cada vez menos independientes, sintiéndonos en ocasiones vulnerables,
desprotegidos, impotentes, ante tanta infamia. Y también está, claro, ese
homenaje a la lectura, y a la cultura en general, como lugar para sobreponerse
al ahora, para interpretarlo y cultivar una saludable resistencia.
El vuelo de la imaginación es largo
cuando hablamos de Ursula K. Le Guin. Como bien se indica en la contraportada
del volumen es imposible dejar de subrayar. En mi caso, yo que soy dada a ello,
he tenido que contenerme… Otro capítulo interesantísimo del conjunto es el titulado Una
guerra sin fin, “algunos pensamientos, apuntados en distintos momentos, sobre
la opresión, la revolución y la imaginación”, como indica nuestra
protagonista al comienzo de un texto donde reflexiona sobre la abolición
de la esclavitud en su país. “Se abolió la institución, pero
en Estados Unidos se siguen pensando unos cuantos pensamientos con la
mente del esclavista y la mente del esclavo”, argumenta, indagando en las
raíces de la sumisión, en la incapacidad de las mayorías para ejercer la protesta
frente a la opresión de manera unitaria y eficaz. De nuevo pone el dedo
en la llaga, de nuevo define las colectividades en las que vivimos en un siglo
XXI donde, frente a la regresión y las corrientes reaccionarias que emergen,
prosigue la lucha por salvar los principios de la Democracia, por propiciar
cambios desde los movimientos sociales y corrientes tan activas como el
feminismo.
“Si los seres humanos odiáramos la
injusticia y la desigualdad como decimos y creemos hacerlo, ¿cómo es posible
que cualquiera de los grandes imperios y civilizaciones antiguas haya durado
más de quince minutos?”, cuestiona K. Le Guin. “Si los norteamericanos
odiamos la injusticia y la desigualdad con la pasión con que decimos
hacerlo, ¿cómo es posible que algunas personas en este país no tengan
suficiente comida?”, sigue preguntándose. “Exigimos un espíritu rebelde
de aquellos que no tienen ninguna oportunidad de saber que la rebelión es
posible, mientras que los privilegiados nos quedamos quietecitos y no vemos
ningún mal. Tenemos buenos motivos para proceder con cautela, no hacer ruido,
no causar problemas. Está en juego una gran cantidad de paz y tranquilidad. Con
frecuencia, el cambio mental y moral necesario para pasar de la
negación de la injusticia a la conciencia de la injusticia conlleva un coste
alto. Puedo acabar sacrificando mi contento, estabilidad, seguridad y afectos
personales por el sueño del bien común, por una idea de libertad que quizá no
viva para disfrutar, un ideal de justicia que quizá nadie alcance”.
Es muy esclarecedor este artículo en
el que tanto podemos reflejarnos, en el que tan bien se explica por qué no
somos capaces de avanzar hacia sociedades mejores para todos. Ursula K. Le Guin
tiene una gran capacidad para enfrentarnos a nuestras contradicciones. Lo hace
a través de sus escritos de no ficción; lo hace en sus novelas. En el mismo
texto que estoy comentando la autora confía en la educación, habla de aprender
a pensar y termina refiriéndose a su literatura. “En el sentido en que
permite columbrar una alternativa imaginada “al modo en que vivimos ahora”,
buena parte de mi narrativa puede denominarse utópica, pero no dejo de
resistirme a la palabra. Creo que muchas de mis sociedades inventadas mejoran
en algún aspecto a la nuestra, pero me parece que utopía es un nombre demasiado
grandioso y rígido para caracterizarlas. La utopía y la distopía proceden del
intelecto. Yo escribo a partir de la pasión y de la diversión. Mis
historias no son advertencias nefastas ni proyectos de lo que deberíamos hacer.
La mayoría, creo, son comedias sobre las costumbres humanas, recordatorios
sobre la infinita variedad de formas en las que acabamos siempre en el mismo
sitio y homenajes a esa variedad infinita a través de la invención de aún más
alternativas y posibilidades…”
Son muchos los momentos en los que K.
Le Guin se refiere a su obra como indagadora en las formas y perversidades del
uso del poder, en intentos de imaginar sociedades más justas, menos desiguales.
“Mis fantasías exploran el uso del poder como arte y su abuso como dominio”,
señala en un momento dado, aludiendo a la zona fronteriza entre lo que
consideramos real y lo que consideramos imaginario, a su fijación en la gente
normal, la gente que “vive en la planta baja, en el mundo roto que dejan a
su paso los conquistadores” (habla del imperio capitalista y de sus
insaciables conquistadores). Lo importante para ella, dejó escrito, no fue “ofrecer
una esperanza específica de progreso”, sino “presentar una realidad
alternativa imaginada pero convincente”. Su propósito era sacudir su propia
mente y la de sus lectores, a fin de que abandonemos la inercia paralizadora,
incapaz de llevar a la crítica, al cuestionamiento de los malos usos de las
instituciones, “la costumbre timorata de pensar que la manera en que vivimos
ahora es la única manera en que se puede vivir”.
.
La ciencia ficción, el cultivo de la
fantasía, fue la mejor senda que encontró esta mujer, formada en la
antropología, para ayudar a imaginar “alternativas al mundo presente”,
para inducir, sobre todo a los más jóvenes, a aceptar otras posibilidades
y cambios. “El espíritu de la imaginación es peligroso para quienes se
aprovechan del estado de las cosas porque tiene el poder de demostrar que el
estado de las cosas no es permanente, ni universal, ni necesario”, señala
la escritora, quien despreciaba las “oscuras distopías de moda”,
incapaces de comprometerse con el sufrimiento humano y proponer otras opciones,
y confesaba admirar la narrativa imaginativa que ofrece alternativas al “statu
quo”, “que no solo cuestiona la ubicuidad y necesidad de las instituciones
existentes, sino que amplía el campo de las posibilidades sociales y el
entendimiento moral”.
K. Le Guin cita, en esa línea,
destacando su tono ingenuo y esperanzado, las tres primeras temporadas de la
serie StarTrek, así como las novelas de Philip K. Dick o Carol
Emshwiller, más complejas y sofisticadas. “Siempre es reconocible el mismo impulso:
llevar a imaginar un cambio”, afirma. Ella comparte ese impulso, es ahí
donde se sitúa, donde se inscribe su obra. “No conoceremos nuestra propia
injusticia si no podemos imaginar la justicia. No seremos libres si no
imaginamos la libertad. No podemos exigir que alguien intente alcanzar la
justicia y la libertad si no ha tenido la oportunidad de imaginar que se pueden
alcanzar”, nos dice, aludiendo a unas palabras de Primo Levi que
inspiraron el espíritu de su escrito: “Es deber del justo hacer la guerra a
todo privilegio inmerecido, pero no debemos olvidar que se trata de una guerra
sin fin”.
El espíritu inquieto de la escritora,
su capacidad para ponerlo todo del revés, nos atrapa. Agitar, “sacudir la
mente” es el efecto que provocan los textos de esta mujer que logra
convencernos de que es posible imaginar otras realidades y luchar por ellas en
la medida de nuestras posibilidades. Ejemplo de dignidad y de compromiso, en
los distintos escritos que componen Contar es escuchar Ursula
K. Le Guin se muestra profunda, reflexiva, sabia, ingeniosa, sarcástica,
crítica, tierna, divertida… Son muchos los matices, los tonos, los ritmos de
este libro que tanto ayuda a conocerla y a comprender sus búsquedas, su manera
de pisar el suelo del tiempo que le tocó vivir y de avanzar por sus distintas
etapas vitales, a través de sus cambios de piel.
En el artículo titulado Perros,
gatos y bailarines, por ejemplo, argumenta: “Los que dicen que el
cuerpo no tiene importancia me dejan de piedra. ¿Cómo pueden creerse semejante
memez? No quiero ser un cerebro incorpóreo flotando en un bote de cristal en
una película de ciencia ficción, y no creo que nunca vaya a ser un
espíritu incorpóreo flotando por ahí en el éter. No estoy “en” este cuerpo, soy
este cuerpo. Con cintura o sin ella. No obstante hay algo en mí que no cambia,
ni ha cambiado, a lo largo de todas las transformaciones notables, excitantes,
alarmantes y decepcionantes que ha sufrido mi cuerpo. Hay una persona que no es
solo el aspecto que tiene, y para encontrarla y reconocerla debo atravesar la
superficie, mirar dentro, mirar en profundidad. No solo en el espacio, sino en
el tiempo. No estoy perdida hasta que pierda la memoria”.
Nos habla K. Le Guin del ideal
de belleza y salud de la juventud, que no cambia, y de los ideales de belleza
que impone la moda, la publicidad, el cine, que sí se transforman según las
épocas, “pero existe”, nos dice, “una belleza ideal más difícil de
definir y comprender, porque reside no solo en el cuerpo sino allí donde el
cuerpo y el espíritu se encuentran y se deciden mutuamente”. Recuerda K. Le
Guin a su madre, las distintas imágenes que atesora de ella y se refiere a lo
que ningún espejo puede reflejar, “el espíritu que destella a través de los
años, hermoso”.
“Envejecer puede valer la pena si
nos da tiempo a forjar un alma”, leemos en este bellísimo texto que solo
pudo ser escrito por alguien capaz de vivir intensamente, de mirar mucho más
allá de lo aparente, hacia el interior y hacia la lejanía de otros mundos y
soles imaginados, soñados. Voy pasando las páginas, busco instantes, párrafos
subrayados, me dirijo al principio, a la presentación, a un texto escrito a
principios de los años noventa para ser leído en voz alta, como performance, (a
K. Le Guin le encantaba leer en voz alta y consideraba que era la
mejor manera de acercarse a la poesía).
Me encuentro con su tono más
humorístico, con ese humor capaz de expresar grandes verdades, en este caso
para concienciarnos de todo el silencio y discriminación que ha rodeado a las
mujeres a lo largo de la Historia. “Las mujeres son una invención muy
reciente”, dice, después de presentarse, de forma absolutamente ingeniosa,
como un hombre. “Cuando nací, en realidad solo había hombres. La
gente se componía de hombres (…) Justo cuando por fin estaban inventando a las
mujeres empecé a envejecer (…) A fin de cuentas aquí me tienen, vieja –cuando
escribí estas líneas tenía sesenta años– (…) Y ahora tengo más de setenta. Y es
mi culpa. Nací antes de que inventaran a las mujeres y he vivido los pasados
decenios tratando de ser un buen hombre y me he olvidado de seguir joven, así
que envejecí (…) Si no se me da bien lo de fingir ser un hombre ni se me da
bien lo de ser joven, acaso podría empezar a fingir que soy una mujer mayor. No
estoy segura de que ya se hayan inventado las mujeres mayores, pero merece la
pena intentarlo”.
La discriminación de la mujer en la
sociedad y en la literatura fue un tema sobre el que reflexionó y escribió
mucho nuestra autora. El texto que acabo de comentaros es un claro ejemplo,
pero hay otros en los que no duda incluso en investigar la poca presencia
femenina en las listas de conocidos premios. “Me fastidia especialmente el
favoritismo de género. Se niega con tal frecuencia e indignación que llegué a
preguntarme si me fastidiaba la nada misma. Decidí tratar de descubrir, pues,
si mi impresión de que los hombres se llevaban la gran mayoría de los premios
tenía alguna base en los hechos…”, indica en un texto que se repartió en
forma de folleto en la Feria del Libro de Seattle en 1999, una
investigación limitada, pero que sirve para demostrar a la autora que no está
para nada equivocada.
No cabe duda del convencido feminismo
de K. Le Guin a través de sus textos de no ficción y también mediante
la construcción de personajes poderosos de mujeres en sus novelas.
Como os decía son muchos los perfiles y matices que nos ofrece esta entrega. Os
he hablado de algunos de los escritos que más me han impresionado, pero entre
mis favoritos se encuentran, además, los de sesgo más autobiográfico,
aquellos en los que la escritora habla de su infancia y de sus padres, de la
relación que mantuvieron con algunos de los últimos indios libres,
incontaminados, de Norteamérica, entre ellos Ishi, que tanto interesó a su
padre como antropólogo y del que su madre escribió un par de libros
biográficos. A través de estos capítulos, de esta entrañable historia de
acercamiento a la cultura de un pueblo sometido, nos acercamos a la formación e
influencias que forjaron el carácter de la persona que llegó a ser K. Le Guin,
a su aprendizaje de la integridad y de la solidaridad.
La autora rememora el día que, siendo
niña, descubrió que los amigos indios no daban importancia al día de su
nacimiento, ni siquiera lo conocían y, por supuesto, no celebraban cumpleaños
ni nada parecido: “Al reflexionar sobre este primer descubrimiento de la
diferencia entre el tiempo occidental y el tiempo indio, quizá estaba abonando
el suelo del relativismo cultural en el que más tarde crecería y
prosperaría mi narrativa”. Y, en otro momento, manifiesta su horror a la
palabra “salvaje” en alusión a las tribus indias, a un pueblo “con una
cultura y una tradición de raíces mucho más sólidas que las de los colonos que
masacraron a su gente para quitarle la tierra” y reconoce que su concepto
de frontera nace de ahí.
También nos aproximamos a los gustos
literarios de la escritora, a sus afinidades, en este compendio que
precisamente arranca con el fragmento de una carta que Virginia
Woolf envió a su confidente, amiga y también escritora Vita
Sackville-West, donde le dice: “El estilo es algo muy sencillo: es
simplemente una cuestión de ritmo. Una vez que lo tienes es imposible que te
equivoques con las palabras. Pero, por otra parte, aquí estoy a media mañana,
llena de ideas, con revelaciones y todo eso, y no puedo usarlas porque me falta
el ritmo adecuado (…) Una escena, una emoción, produce una ola en la mente,
mucho antes de que las palabras aparezcan para interpretarla (….) y cuando la
ola rompe y se asienta en la mente, hace que las palabras empiecen a encajar…”
La idea de Woolf sobre el ritmo
y la imagen de la ola en la mente resultan esenciales para Ursula K. Le
Guin. Expresan lo mismo que ella percibe y más de una vez vuelve al ritmo, a la
ola. La admiración por la autora de Al faro es evidente, así
como por Borges, que a través de sus representaciones de cosas que no se
atienen a la realidad inmediata nos lleva a “sopesar el mundo en el que
vivimos y aquel al que quizá nos dirigimos, aquello que podemos celebrar y aquello
que debemos temer”. Asimismo, ocupa un lugar
destacado, Tolstói, “quien sabía que era la felicidad: lo rara,
difícil de conseguir y complicada de conservar” y tuvo la habilidad de
describirla, “un don poco frecuente que confiere a sus novelas buena parte
de su extraordinaria belleza”. Y también, entre otros, Mark
Twain (muy interesante la comparación que hace entre su lectura de joven y
de mayor de la obra Los diarios de Adán y Eva) y Tolkien,
cuya novela El señor de los anillos eleva a la altura de las
mejores obras de la literatura universal, lamentando que la crítica, al
incluirla en el corsé de la fantasía, no la haya valorado en su justa medida.
“Los críticos y los profesores
universitarios llevan cuarenta años tratando de sepultar la obra de ficción
imaginativa más grande escrita en inglés. La excluyen, la tratan con desdén, se
reúnen en grandes grupos para volverle la espalda, porque le tienen
miedo. Tienen miedo a los dragones (…) Saben que si reconocen a
Tolkien tendrán que admitir que la fantasía puede ser literatura, y que en
consecuencia tendrán que redefinir qué es literatura. Y son demasiado perezosos
para hacerlo (…) Creer que la ficción realista es por definición superior a la
ficción imaginativa es creer que la imitación es superior a la invención...”,
dejó por escrito.
Contar es escuchar ha sido mi
puerta de acceso a los mundos de esta agitadora de mentes que es Ursula K. Le
Guin. De su lectura disfrutarán quienes ya la conocían y se han paseado por los
campos de sus ficciones, pero desde aquí quiero recomendarlo muy especialmente
a quienes practiquen la escritura, a quienes acudan a talleres literarios, a
quienes sueñen con convertirse en escritores. Hay muchas experiencias
personales, muchos aprendizajes y observaciones, mucha sabiduría al respecto en
sus páginas.
“Una historia es una confabulación
entre el narrador y el público, entre el escritor y el lector. La narrativa no
solo es fabulación sino confabulación”, me quedo con estas palabras como
preludio a unas breves pinceladas sobre la lectura de las dos novelas, tan
distintas entre sí, que me han descubierto el extenso universo K. Le Guin, su
capacidad para hacernos soñar y traspasar prejuicios y restricciones.
“LAVINIA” Y “LA RUEDA CELESTE”, PUERTAS DE ENTRADA
“Como escritora he de ser
consciente de que soy mis personajes, pero ellos no soy yo. Yo soy ellos, y soy
responsable de ello. Pero ellos son solo ellos mismos; no pueden hacerse cargo
de mi persona, ni de mis ideas políticas ni éticas, ni de mi editor ni de mis
ingresos. Son encarnaciones de mi experiencia y de mi imaginación que
participan de una vida imaginada que no es mi vida, aunque mi vida sirva para
iluminarla. Puede que sienta apasionadamente los avatares de un
personaje que personifica mi experiencia y mis emociones, pero he de tener
cuidado de no confundirme con ese personaje”.
Este párrafo, perteneciente al texto
titulado El escritor y el personaje, incluido en el volumen
publicado por Círculo de Tiza, dice mucho del proceso creativo de K. Le Guin.
Mientras me sumergía en las páginas de Lavinia no podía evitar
recordarlo, porque se trata de una novela llena de capas de significado,
en la que, a la par que hace avanzar el relato, la acción, la autora nos lleva
a reflexionar sobre la manera en la que se construyen los personajes y se les
da vida, lanzándolos a un mundo paralelo, de la imaginación, que puede ser
mucho más auténtico y verdadero que la propia realidad.
Fechada en 2008, se trata de una
novela histórica muy particular en la que la escritora da voz a un personaje
menor de La Eneida de Virgilio, la princesa latina Lavinia,
hija de Latino, rey de Laurentum, y madre del hijo del héroe
troyano Eneas. En una nota explicativa, al final del libro, la propia
autora explica el origen de la obra, su admiración por la pieza clásica. “Su
poesía es tan profundamente musical, su belleza está tan intrínsecamente ligada
al sonido y al orden de las palabras que, en esencia, resulta imposible de
traducir (…) Pero el anhelo del traductor es imposible de reprimir. Esto fue lo
que me impulsó a tomar algunas escenas, algunos atisbos, algunas
prefiguraciones de su épica y convertirlos en una novela, una traducción en
otra forma, parcial, marginal, pero en última instancia fiel. Más que ninguna
otra cosa, mi historia es un acto de gratitud hacia el poeta, una ofrenda
amorosa”.
Rompiendo tiempos y fronteras,
barreras entre el mundo de los vivos y los muertos, en determinados pasajes,
asistimos al diálogo entre Lavinia y el poeta, su creador, conocedor de los
hilos que mueven su destino. He aquí a la protagonista, conocedora de su
condición ficticia; el poder del personaje, el creador dentro de su historia;
un sueño dentro de un sueño. Con estos mimbres juega la autora de manera
elegante, sutil. Un trasfondo sofisticado que no impide al lector adentrarse de
manera directa en un relato de aventura, acción, batallas, traiciones,
conquistas… Viajar al pasado, implicarse en las peripecias de unos personajes
que han de aceptar sus trayectos marcados, el carácter mitológico de sus vidas.
Es poderoso el personaje de la
protagonista, una mujer de la antigüedad que se adelanta a su tiempo, que se
niega a aceptar las cosas tal cual son, participa en los asuntos de los hombres
y se cuestiona el absurdo mundo que estos han levantado sobre los pilares de la
guerra, los enfrentamientos continuos, la violencia… Piensa Lavinia en lo
difícil que les resulta a las mujeres ser escuchadas. “Es una maldición que
recae sobre las mujeres con más frecuencia que sobre los hombres. Los hombres quieren
que la verdad sea suya, sea su descubrimiento y su propiedad…”, recupero
sus palabras.
Hay mucha dignidad en esta mujer, en
sus acciones. Hay mucha sabiduría en esta novela que nos recuerda conceptos y
valores tal vez olvidados y nos acerca a los misterios y extrañamientos de la
vida. “Creo que si has perdido una gran felicidad y tratas de recordarla,
solo conseguirás llenarte de pesar, pero si no intentas aferrarte a la alegría,
a veces descubres que mora en tu corazón y en tu cuerpo, silenciosa pero
nutritiva. La más pura y completa felicidad es la de un niño que está en el
pecho y la madre que lo alimenta. Gracias a eso sé lo que es la plenitud
perfecta. Pero no puedo recuperarla recordando, hablando, anhelando… Haberla
conocido es suficiente y lo es todo”, seguimos los pensamientos de Lavinia.
Es en pasajes así cuando percibimos
la profundidad de esta narración que desde el ayer hace un llamamiento a
la paz, a la posibilidad de sociedades menos agresivas. La protagonista
imagina, sueña, con otro mundo. Sin soñar, sin imaginar, sin confiar en nuestra
capacidad para transformar las cosas, nada es posible, parece querer
comunicarnos una y otra vez K. Le Guin. El sueño, la capacidad transformadora
de los sueños, es precisamente el tema central de La rueda
celeste, una novela muy distinta que participa de la capacidad
visionaria de la ciencia ficción, de su fuerza para hacernos entender el
mundo en el que vivimos a través del planteamiento de situaciones extremas.
Aquí George Orr, el
protagonista, es un hombre que tiene el poder de convertir en realidad aquello
que sueña. Podría, a capricho, modificarlo todo a su antojo, convertirse en un
dictador implacable o jugar a ser Dios. Sus principios se lo impiden. Es capaz
de cualquier cosa para parar sus sueños, pero entra en escena otro
personaje, el doctor Haber, un psicoterapeuta investigador de los sueños,
que no piensa lo mismo… K. Le Guin plantea un argumento kafkiano, lleva a su
protagonista, y de paso a los lectores, a plantearse cuestiones éticas
trascendentes.
Esta novela, sobre la que no he
parado de reflexionar y que me ha servido para plantear conversaciones con mis
próximos en el último mes, trata sobre el uso y el abuso del poder, sobre la
deriva de las sociedades del presente, dibujando un futuro poco alentador,
pero dejando abierta la puerta a la esperanza a través de la pervivencia de los
principios de solidaridad, de comunidad. La superboblación, la amenaza
ambiental están presentes en una historia que nos remite a los tiempos
paralelos, a la imagen de esos viajeros del tiempo que han de tener
mucho cuidado en no interferir en el devenir de sociedades menos avanzadas que
aquellas otras que han podido conocer. “Lo que sé que es un horror es forzar
la pauta de las cosas…”, señala Orr en un momento dado, contestando al
doctor Haber cuando le pregunta: “¿no es ése el propósito del hombre en la
Tierra? ¿Hacer cosas, cambiar las cosas, dirigirlas, construir un mundo mejor?”
Os animo a que os adentréis en las
páginas de esta historia tan llena de preguntas pertinentes, tan agitadora de
mentes, no me puedo resistir a volver una vez más a esta idea que tan bien
define a K. Le Guin. “Al vivir en un mundo en el que sólo se aprecian las
ganancias, un mundo como una frontera siempre en expansión que carece de valor
propio, plenitud propia, uno se arriesga a perder el valor que tiene de sí
mismo”, señala la autora en otro de los textos de Contar es
escuchar. Una y otra vez, en su obra, nos hace ser conscientes, de la
importancia de no perdernos, de no perder nuestro centro, nuestra dignidad.
Contar es escuchar
(sobre la escritura, la escritura, la imaginación) traducido por
Martín Schifino, ha sido publicado por Círculo de Tiza.
La editorial Minotauro ha publicado Lavinia,
novela traducida por Manuel Mata, y La rueda celeste, traducida por
Miguel Antón.
(Lecturas Sumerjidas / © 2018)
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