1ª edición WEB: Axxón / 1992
2ª edición WEB: elMontevideano Laboratorio de
Artes / 2019
TRES (1)
El caso pudo haber
empezado un lunes por la tarde. Un día que parecía absolutamente rutinario para
el doctor Marius Pigot, psiquiatra, especializado en apaciguar a los jefes de
los monopolios, altos gendarmes, y hombres ricos. No menos rutinario fue el día
para su secretaria, la señora Meimi.
El doctor Pîgot tenía 57
años, era un hombre pequeño, con un tupido pelo negro injertado, una frente
demasiado abultada para su barbilla de niño, gigantescas patillas canosas, una
boca grande y torcida, de labios gruesos, y comisuras oleaginosas. Sobresalían
en su rostro negruzco los abultados ojos verdes que se había trasplantado con
la garantía suscrita de que eran adecuados para su rostro. Pero, asentados, los
nuevos ojos se inflamaron algo, otorgándole al doctor el leve aspecto de quien
sufre un moderado ahorcamiento. Sin embargo, el desliz lo distinguía y le daba
una rara pincelada de exotismo, pues muy reducidos eran los cabezas rojas que
se podían comprar ojos semejantes. Y además, el hombre tenía una bellísima mujer,
de veintidós años, y tres hijos perfectos. Consultorio propio en el centro,
casa en la metrópoli, casa en las afueras, muchos adminículos caseros, varios
automóviles de lujo antiguos…
Su secretaria, señora
Meimi, estaba casada con un pequeño burócrata y tenía un hijo pequeño, pero de
su propio vientre. Era morena, alta, bien proporcionada, con un rostro oval de
delicadas líneas que confluían en una sonrisa blanca y brillante que
maravillaba a quien tratara con ella. Se vestía con modestia y recato, y no bien
podía le hablaba a la gente, con afable y cautivadora sonrisa, sobre el cerebro
genial que poseía su hijo. Jamás mencionaba a nadie a su marido en la City,
acrecentado en su nimiedad, y cuando emergía el tema, perdía todo interés
social. (Esta actitud era totalmente disímil de la actitud del doctor, que
veneraba el amor que le suscitaba su bella mujer, con la cual también había
seguido el ritual de la iglesia universal marciana, con posteriores fotografías
y filmaciones en un parque, frente a árboles de plástico, césped artificial de
clase A, etc.)
De martes a jueves, el
doctor Pigot atendía el consultorio por la tarde hasta entrada la noche. Pero
tanto el doctor, como la señora Meimi, llegaban una hora antes de la primer
consulta, aproximadamente.
El fin de semana anterior
había sido soleado y el doctor había pasado en su casa en las afueras, jugando
casi todo el tiempo en el prado artificial, correteando con los perros
artificiales entre sus automóviles y sus hijos. En la mitad de la noche del
sábado, su mujer le acarició los testículos. El doctor Pigot no respondió.
Estaba deshecho de cansancio. Había corrido demasiado, luego había dormido
cinco horas bajo un automóvil, con la aceitera y una llave en la mano, mientras
trataba de ajustar un tornillo. Y en su amplia cama de agua se volvió a dormir,
abrazándola por la espalda, susurrándole que no había nadie como ella en el
universo.
Algo no tan similar, de
concierto con su clase social en declive, le había ocurrido a la señora Meimi.
Habían ido a una exposición a estudiar a unos auténticos árboles del Amazonas
terrestre, que ahora yacían bastante podridos en sus troncos sepultados en el
inhóspito suelo marciano. Y se habían distraído, y tan cansada no estaba, el
sábado, después de la película en la modesta placa instalada en la pared del
pequeño comedor. Podía fingir, sin hacer esfuerzo. Abría las piernas, hacía
ruiditos, se quejaba a veces. Aunque en realidad ignoraba si fingía
adecuadamente o no. Al fin, casi gozaba con los grititos, y, además, el acicalado
empleado de la City jamás renunciaba a su armonioso entendimiento con la línea
de menor esfuerzo. Embestía algunas veces durante veintitrés segundos y no se
preguntaba mayormente si ella estaba allí esperando alguna demostración de
anatomía. (Sin embargo, el hombre ignoraba que ella cargaba con agobio, en su
inconsciente, esos segundos miserables que recibía dos veces a la semana, y que
eran la causa de que se pusiera tristísima de repente cuando eufóricamente
hablaba de las maravillas que dormían ocultas en el corazón de lo mejor del
himeneo.)
De las doce y media a las
dos, cuando llegaba el primer paciente, había un tiempo que a veces le parecía
bueno a la señora Meimi. Ella bajaba las cortinas y aseguraba la puerta
exterior, mientras el doctor hacía un gargarismo ruidoso en el pequeño aledaño
a la secretaría. Lo esperaba sentada en el diván, con la mirada turbia y las
mejillas ardientes. No podía excluir cierta vergüenza. En su intimidad, jamás
perdería la esperanza de casarse con él, aunque él era diez centímetros más
bajo, fuera algo mayorcito y estuviera casado… con una mujer que él no quería y
que le destrozaba la vida minuto a minuto, con el infierno más incalificable…
(Sin embargo, para ensanchar los misterios del corazón, ella estaba enamorada
del fenómeno de la altura y de la delgadez, aunados, aunque esta realidad se
encarnara en un poste o en una jirafa avalados por la moda de la Tierra que hora
a hora traía la placa.) Pero tenía la certidumbre satisfecha de que nadie le
daría mayor placer que ella *su* Meimi. Y se ponía a pensar que Marius -ahora,
le sonaba tan bien el nombre Marius- a pesar de todo, era un profesional tan
especial, diría, un hombre maravilloso y destacaso que… bueno, ella no podía romper
el vínculo así, y… tal vez…
Él se acercaba pasándose
la mano por la melena, con el pechito al descubierto, pisando fuerte con los
altos tacones huecos. Era extremadamente velludo. Se cultivaba el vello con
cremas especiales, ya que había observado que las mujeres se enloquecían por el
pelo primordial en las patillas, en los tobillos, en la entrepierna, en la nuca
o dentro de la oreja. Su tarea no le permitía una mayor elongación de la
melena, como la de ellas, pero él tenía la impresión de que las patillas, su
pulposa boca, sus dientes de porcelana y oro manchados de rojo ejercían el
mismo poder. Mostraba los soberbios dientes. Y ella le metía los dedos entre el
vello del pecho, le acariciaba la línea entre la piel roja y la piel blanca, lo
besaba suavemente en el ombligo (bulboso, invariablemente con inocentes
felpillas) luego le desabrochaba el pantalón y le bajaba el cierre. Siempre la
misma maravillosa rutina, que proseguía al enganchar con el índice el largo y
renegrido miembro. Con delicadeza y lentitud, lo empezaba a besar alzándolo por
el extremo hasta que le retiraba la piel con los dedos para aferrar con los
labios el grueso y ya furiosamente enrojecido pliegue del glande. Succionaba,
tirando hacia afuera y Marius Pigot exhalaba un gemido de placer, recitaba con
voz pegajosa algún trazo de gramática carcelaria. “Este es la cima de la vida”,
se obligaban a pensar los dos (sin recordar que lo habían oído afirmar en la
plaza, cientos de veces al día). Eso significaba el hecho de estar vivos, se
repetían para sí una y otra vez. Esa era la vida, y no había nada más que
valiera en el santísimo Universo.
-¡Me iría un millón de
veces al infierno, por extenderlo al infinito! -gritaba él, aplastándola contra
el diván, antes y después de adornarla con las líneas más poéticas de los
insultos inspirados en bestias de gran porte, ya fueran toros, asnos,
padrillos, perros daneses en celo…
En esos inmortales
instantes, Pigot se recordaba caminando por los pasillos de los baños (tanto
tiempo atrás, en el cuartel o en los gimnasios de la Tierra) con un formidable
estado anímico a pesar de su figura desmedida en la cabeza tanto como allí,
aunque mezquina en todo lo demás. Se veía riendo junto a algún otro de su
condición mirando a los no tan discriminados por la fortuna. Jamás se le había ocurrido,
conscientemente, que tal vez nacer de una forma determinada no tenía un mérito
grande en sí mismo. Pero, el hecho estaba dado, así como el dominio que ejerció
y ejercería en la memoria de muchos de aquellos compañeros por el resto de la
vida. Aun siendo interno de hospitales donde la competencia era feroz, y él aun
no había descubierto cuánto más podía ganar implantándose fundas de oro con
porcelana en los dientes, cremas especiales para que le creciera el vello y el
pelo, tacones con diez centímetros de aditivos que lo convertían en un hombre
con las características de un monarca. Un rey en la intimidad de la desnudez.
En cambio, cubierto de vestiduras, un hombre modesto aunque exquisitamente
elegante.
Así, él miraba a Meimi,
sus hermosos ojos rojos, sus pechos morenos erectos, en tanto su poderoso pelo
renegrido se henchía, levantando la saeta color borra de vino, para que ella lo
abarcara y succionara con su hermosa boca rosa de joven señora mamá.
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