La opinión de
muchos desencantados podría resumirse así: el país se rompió. Es posible
atemperar este juicio aplicando un examen detallado del tipo que suelen hacer
los políticos, distinguiendo aspectos buenos y malos, señalando todo aquello
que lejos de romperse fue recompuesto, reparado o incluso creado nuevo. Pues no
se rompió todo. ¿Qué fue lo que se rompió? Lo que comprende la faz cualitativa,
casi todo aquello en que triunfó la impotencia ante el debilitamiento de la
moral, el asalto de la violencia, en que se impuso la promoción de la “viveza
criolla”, y en que se ausentó la indignación radical frente a la delincuencia.
Lo ha roto un manto oscuro que lo envuelve todo y que oculta la forma por la
que se ha llegado a defender la inutilidad de la cultura, lo inconducente del
saber, la improbable necesidad del trabajo.
No hay duda de que
se crearon múltiples instituciones para promover valores y beneficios, para
extender derechos, para que todos quedaran comprendidos dentro de las
bondades del sistema. Debería resultar un rotundo pleonasmo la nueva expresión democracia
inclusiva, nueva exigencia de los tiempos. Pero las iniciativas
humanizadoras y civilizadoras resultaron impotentes y sirvieron para favorecer sólo
a unos pocos individuos vinculados a los círculos del gobierno, del dinero y
del Estado, tan huérfanos de cultura como aquellos que quedaron fuera.
¿Qué se rompió? El Uruguay
cultural. Se nota en la vía pública, en el trato con la gente, en el habla desarticulada,
en el arco de los afanes y ambiciones personales, en las lecturas que se ve que
hegemonizan la atención visto el contenido en los escaparates de las librerías.
Se advierte en los muros pintarrajeados, en la paleta incompatible de los
colores de objetos, vestimentas, muebles, cosas. Se advierte en cómo un pueblo
se convierte en masa, en cómo los uruguayos, otrora bien pertrechados de
conocimientos fundamentales, preparados por una escuela y un liceo que acogían y
mejoraban a todos, hoy representan los antecedentes de una desgracia general.
¿Qué le ocurrió a la
“tacita” en la que algunos creían ver la civilización? Recuérdese el famoso enfrentamiento
entre civilización y barbarie, polémica fórmula sarmientina que fue
analizada ya en el Uruguay del siglo XIX y deconstruida por finas
argumentaciones de Bernardo P. Berro, José Pedro Varela y otros personajes del
pasado. ¿O será que la barbarie, como la de aquellos tiempos de
gestación de la civilidad en los que servía de justificación a la intervención
foránea y a los intereses de los “civilizados”, hoy vuelve con propósitos
ocultos? Aquella terrible idea servía de excusa para legitimar la destrucción
de toda la originalidad autóctona, el ingente potencial en acecho que esperaba
encausarse y canalizarse por algún medio.
Se carecía de civilización
porque imperaba la ignorancia, no la barbarie, la simple y todopoderosa ignorancia.
Era la oscuridad que no dejaba salir del pozo para airearse con la instrucción,
el conocimiento, el empeño de superación que se alcanza si se entra al mundo de
la cultura, pero de la cultura que se necesita y de la que se carece. Porque
hay diferentes clases de cultura. La imprescindible se avizora
franqueando las murallas que falsean la visión de la vida y de la historia. Se
advierte en la lucha por las máximas aspiraciones y que consagra la obra de la
humanidad, material y espiritual. La verdadera barbarie es la ignorancia, que
no perdona condición geográfica ni social. Es la orfandad de conocimiento y la
insensibilización espiritual. Las otras culturas, las que ya se tienen, son epistemológicamente
neutras y responden a la tradición, a las costumbres y al esparcimiento. La
cultura que se necesita se obtiene sólo con trabajo y sacrificio y es la única
que “saca del pozo” a un pueblo.
La ignorancia, el analfabetismo completo o funcional, la endémica estrechez de miras, el desamparo rural o urbano es lo que hunde a un país. Y, junto a la ignorancia, la estructura parental y discriminatoria que dejó el coloniaje y que se institucionalizó en forma paralela a la democratización. No es sólo la pobreza, no sólo la distancia que separa el desierto campestre o la miseria ciudadana de los beneficios de la civilización. Lo que hace la diferencia es algo más, es la falta de cultura. No es sólo el aislamiento, la inferioridad de condiciones, la temporalidad retrasada que nos aleja del desarrollo. Es la fatalidad en que se acorrala siempre la falta de imaginación creadora, el provincianismo envolvente, la falta de luces mentales y espirituales. Es la ausencia de visiones relampagueantes con que ilumina la educación, la escuela y el liceo, que hoy se tildan de extemporáneas, anacrónicas, librescas, y que se supone que chocan con los nuevos tiempos, aunque sean las únicas capaces de abrir las ventanas cerradas. Por cierto, hay nuevos males morales que obran como epidemias, pero se ha sido permisivo, se ha colaborado, se ha dejado correr el engaño, que algunos beneficios perecederos se entronizaran. El mal, pues, se lleva adentro.
Pero, si automáticamente
se intenta acomodar un artefacto que se rompe, si se puede reparar una lámpara que
no funciona, el tirador del placar que se soltó, la cerradura de la puerta, de
la misma manera, y si la cultura está rota, lo que se debe hacer es repararla. No
se puede procurar otra, cambiar la vieja por la nueva, porque la cultura no es prefabricable,
comprable ni intercambiable. La cultura uruguaya se nos rompió a nosotros, a
quienes la habíamos construido con esfuerzo de décadas y décadas El inventor no
necesita cambiar su invento por otro, adquirir uno ajeno para sustituir el
propio. Puede solucionar el problema de su invención porque la invención es suya.
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