9 / LA MUERTE DE DOLGUCHOV
La cortina de fuego se aproximaba a la ciudad. Al mediodía, envuelto en su
gran capa negra, pasó antes nuestros ojos Korocháiev, el comandante de la
cuarta división, que había caído en desgracia y ahora luchaba solo, buscando la
muerte. Me gritó, sin detenerse:
-¡Nuestras comunicaciones está cortadas, Radzivili y Brodi están ardiendo!
Y partió al galope, todo negro, con su capa flotando al viento y sus
pupilas como carbones.
En la llanura, lisa como una tabla, se agrupaban nuestras brigadas. El sol
se mezclaba con una polvareda rojiza. Los heridos comían algo, metidos en
zanjas. Las enfermeras, tendidas en la hierba, cantaban a media voz. Las
patrullas de Alfonka recorrían el campo rebuscando elementos militares en los
uniformes de los muertos. Afonka pasó a dos pasos de mí y me dijo, sin volver
la cabeza:
-Esta vez nos han pegado mal. Como dos y dos son cuatro. Se dice que van a
destituir al comandante. Eso se rumorea entre los soldados…
Los polacos se habían acercado al bosque, a unas tres verstas, y colocaron
ametralladoras no muy lejos de nosotros. Las balas pasaban silbando. Su gemido
se ampliaba, insoportable. Los proyectiles caían y se clavaban en la tierra, vibrantes
de impaciencia. Vitiagáichenko, el jefe de regimiento, que roncaba al sol,
gritó en sueños y se despertó. Saltó sobre su caballo y se puso a la cabeza del
escuadrón. Tenía la cara abotagada, atravesada de manchas rojizas por la
incómoda postura en que había dormido, y los bolsillos llenos de ciruelas.
-¡Hijos de perra! -gritó furioso y escupió el carozo que tenía en la boca-.
¡Maldita cosa! ¡Timochka, iza la bandera!
-¿Nos vamos, entonces? -preguntó Timochka, sacando el asta del estribo y
desplegando la bandera, en la que habían una estrella y unas palabras sobre la
Tercera Internacional.
-Ya veremos -dijo Vitiagáichenko y enseguida se puso a gritar como un
salvaje:
-¡Muchachos, a los caballos! ¡Jefes de escuadrón, que reúnan a la gente!
Las trompetas tocaron alarma. Los escuadrones se formaron en columna. Saltó
un herido de la zanja y protegiéndose los ojos del sol con la mano, le dijo a
Vitiagáichenko:
-Taras Grigoriévich, soy el delegado. Por lo visto, quieren que nos
quedemos aquí…
-Podrán resistir -murmuró Vitiagáichencko haciendo encabritar el caballo.
-Tengo la impresión, Taras Grigoriévich, que no vamos a poder defendernos
de ningún modo -contestó el herido, cuando él ya le había vuelto la espalda.
-No te quejes -dijo Vitiagáichenko, volviéndose-. No los voy a abandonar.
-Y ordenó-: ¡Al trote! ¡En marcha!
Enseguida sonó, vibrante y plañidera, la voz femenina de Afonka Vida, mi
amigo:
-No nos hagas salir al trote ahora, Taras Grigoriévich, tenemos que
recorrer cinco verstas para llegar adonde están. ¿Cómo vamos a combatir con los
caballos exhaustos?... No hay que apurarse. Tiempo tendrás de ir a comer nueces
al paraíso…
-¡Al paso! -ordenó Viktiagáichenko, sin levantar la vista.
El regimiento partió.
-Si los rumores sobre el jefe de la división son ciertos -musitó Afonka,
refrenando un poco a su caballo-, si de veras lo destituyen, ya podemos
largarnos. Estamos fritos.
Unas lágrimas asomaron a sus ojos. Lo miré, sorprendido. Se dio vuelta como
un trompo, se sujetó la gorra y suspiró. Después pegó un grito ronco y partió a
toda velocidad.
Grischuk y yo nos quedamos solos con la maldita tachanka y anduvimos
de un lado para otro hasta el atardecer, en medio del fuego. El estado mayor de
la división había desaparecido. Otros destacamentos no quisieron acogernos. Los
polacos entraron en Brodi, pero fueron desalojados por un contraataque.
Llegamos a las puertas del cementerio. Detrás de las tumbas surgió una patrulla
polaca que avanzó hacia nosotros con los fusiles en alto, y abrieron fuego.
Grischuk dio media vuelta, con el carro chirriando con sus cuatro ruedas.
-¡Grischuk! -gritó en medio del viento.
-Nos embromaron -respondió con tristeza.
-¡Estamos perdidos! -exclamé, transportado por la exaltación del peligro-
¡estamos perdidos, viejo!
-¿Para qué se esfuerzan tanto las mujeres? -replicó, más tristemente
todavía- ¿Para qué el noviazgo, el casamiento, para qué se alegra tanto la
gente con las bodas?
Una franja rosa iluminó el cielo del crepúsculo y se apagó. La Vía Láctea apareció
entre las estrellas.
-Me da risa -dijo Grischuk con amargura, mientras señalaba con el látigo a
un hombre que estaba sentado junto al camino-. Es para reírse. ¿Por qué se
afanan las mujeres?
El hombre sentado junto al camino era el telefonista Dolguchov. Nos miraba
con fijeza a los ojos. Tenía las piernas en estado lamentable.
-Miren, yo… -dijo Dolguchov, cuando nos acercamos- me estoy muriendo…
¿saben?
-Comprendo -respondió Grischuk, deteniendo el caballo.
-Tendrán que gastar una bala conmigo -dijo Dolguchov.
Estaba sentado, con la espalda apoyada en un árbol. Las puntas de las botas
apuntaban cada una por su lado. Sin separar los ojos de mí, se levantó con
cuidado la camisa. Tenía el vientre destrozado, los intestinos se habían
deslizado hasta las rodillas y se podían ver los latidos del corazón.
-Si viene los polacos se reirán a costa de mí. Aquí están mis papeles,
escríbele a mi madre qué fue lo que…
-No -contesté y espoleé a mi caballo.
Dolguchov extendió las azuladas manos sobre el suelo y las miró con
incredulidad…
-¿Huyes? -murmuró, aflojándose hasta tocar la tierra-. Huye, canalla…
El sudor me corría por el cuerpo. Las ametralladoras crepitaban cada vez
con mayor rapidez, como con una histérica obstinación. Recortado contra la luz
del crepúsculo galopaba hacia nosotros Afonka Vida.
-Ya nos hemos dado una buena paliza -gritó alegremente-. ¡Esto parece una
feria! ¿Qué es lo que pasa?
Le señalé a Dolguchov y me aparté.
Conversaron unas pocas palabras que no pude escuchar. Dolguchov le tendió
su carnet al jefe del pelotón. Afonka se lo guardó en la bota y acto seguido se
disparó un rito en la boca.
-Afonka -dije con una sonrisa lastimera, y me acerqué al cosaco-, yo no
puedo hacerlo.
-Vete -respondió, palideciendo-. ¡Vete, antes de que te mate! Ustedes, los
cuatro ojos, tienen tanta piedad de nosotros como el gato de los ratones…
Y levantó el percutor del arma.
Partí al paso, sin darme vuelta, sintiendo el frío de la muerte a mis espaldas.
-¡Deja eso! -oí detrás de mí la voz de Grischuk-. ¡No hagas tonterías! -Y
agarró a Afonka por el brazo.
-¡Maldito canalla! -gritó Afonka-. No se librará de mi mano…
Grischuk me alcanzó a la vuelta del camino. Afonka había desaparecido.
-Ya ves, Grischuk -le dije-, he perdido a Afonka, mi primer amigo…
Grischuk sacó del morral una manzana rugosa.
-Come -me dijo-, come, por favor.
Acepté la limosna de Grischuk y comí su manzana con tristeza y
recogimiento.
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